LA MORADA DEL GUALICHÚ

LA MORADA DEL GUALICHÚ

La morada del Gualichú

El comisario detuvo la camioneta en el bajo, señaló hacia el auto que se destacaba sobre la salina resplandeciente y exclamó: “¡ese debe ser Sahin, el turco perdido, vayan a ver y me avisan!” Los tres policías caminaron hacia donde indicaba el comisario. “¡Es el turco! ¡Está muerto!”, gritó uno de los policías. Recién entonces el comisario se acomodó el cinto bajo la panza y caminó hacia el finado. Allí, con la seguridad que hubiese maravillado a Sherlock Holmes, dijo: “Por cómo quedó el auto, el hombre venía del sur; debe hacer como 5 días que murió; se bajó para hacer pis y lo atacó un jabalí, o un puma. Después, los caranchos le comieron el hígado”, agregó, mientras espiaba la herida bajo la camisa.

El turco Sahin andaba vendiendo ropa y baratijas por la Patagonia y fue cuando regresaba que tomó la ruta desierta que marcaría su final. El calor sofocante entrando por la ventanilla y el repiquetear monótono de las válvulas de su auto, un Morris del 30 o del 35, hacían el viaje interminable.

- ¡Uf! Dijo, quizás haya un camino más corto.

Detuvo la marcha, desplegó el mapa y vio una ruta que cruzaba directo por el Bajo del Gualicho. “¡Nombre extraño el de este páramo!”, murmuró.

Aunque de tierra y llena de con pozos y cascotes, la ruta era más corta y cruzaba en línea recta. Decidido, tomó el desvío. A poco de avanzar, el camino se abrió hacia una hondonada llana y desierta. La línea blanquecina del camino se hundía a lo lejos y remontaba luego hasta casi desaparecer en un punto. Los sacudones y las piedras que golpeaban el chasis le ahuyentaban el sueño, aunque a costa de sus huesos que, a su edad, parecían quejarse del maltrato.

La monotonía del paisaje solo se alteraba con los arbustos que, en ocasiones, sobresalían sobre la vegetación achaparrada, o por las bandadas de ñandúes que irrumpían emergiendo desde el fondo gris del desierto. El ruido del motor resonando con su eco en el bajo, espantaba a los guanacos que corrían un trecho para luego detenerse a contemplar, desde la distancia, el paso del auto. A medida que avanzaba, la vegetación fue desapareciendo para dar lugar a una salina infinita. Rodeado de soledades y agobiado por el calor, Sahin se dejó llevar por el embrujo del lugar que lo transportaba como en un ensueño.

De pronto divisó una silueta junto al camino. Sintió un poco de miedo, pero, de todos modos, frenó el vehículo y vio a una joven, que, sentada, pareció no reparar en él. Solo llevaba un bolso y una cantimplora de cuero. “¿Necesitas ayuda?” Ofreció el viajante. “¡No!”, contestó enfática. “¿Qué haces aquí?” Preguntó asombrado Sahin. “Soy de aquí…” contestó. “¿De dónde?”, Insistió Sahin, mirando alrededor donde no se veía ni una casa, ni un árbol, nada… “De aquí”, dijo, dando un círculo indefinido con el brazo. 

- “¿Y tu familia, que hay de ellos?”

- “Soy tehuelche…, vivo aquí”.  Sahin levantó las cejas con asombro. “¡Raro!”, pensó. La joven pareció leer la mente del hombre. “El ejército nos corrió de nuestras tierras y desde entonces deambulamos hasta que Qaitén nos trajo aquí, donde los blancos no se atrevían a entrar”, dijo.

 Presumiendo que el relato sería breve, Sahin se sentó junto a ella; se mojó la cabeza y tomó un sorbo de agua. La joven comenzó a narrar la historia de martirios que les tocara vivir desde la llegada de los españoles; de las luchas desiguales que mantuvieron sus antepasados; de cómo los encadenaban desgarrando las familias y llevándolos cautivos a tierras desconocidas.

Bajo el sol, el calor ardiente arrebataba una a una, las gotas de sudor que surgían profusas de la frente de Sahin. La joven tomó un frasco lleno de un brebaje oscuro y dulzón. “Bebe esto, calmará tu sed y evitará que te transformes en una piedra de sal”, dijo, y continuó con la historia.

De a poco, las voces de la joven fueron envolviendo a Sahin como en una melodía, acompasada por el chasquido de las chauchas secas que reventaban bajo el sol.

La tribu, le dijo, había instalado las tolderías a orillas de un arroyo, donde por un tiempo se mantuvo en paz con los huincas. Pero cuando proliferaron los saladeros y escasearon los ganados cimarrones, comenzó la guerra y empezaron los malones.

Qaitén acompañaba las tropelías y ella misma solía ponerse al frente comandando las incursiones. “No hay duda que su fortaleza provenía del propio Salamanca”, afirmó la muchacha. En su mirada residía el poder sobrenatural que la hacía invencible. Pero, a cambio, Qaitén le entregó su alma, y también las que residían en las vísceras de sus víctimas. Fue en uno de esos ataques cuando Qaitén mostró sus poderes de hechicera. Las incursiones tehuelches se hicieron tan devastadoras para los blancos, que el virrey dio la orden de darles un escarmiento ejemplar.

La tropa, al mando del alférez Camilo Ibáñez, emboscó a los tehuelches cuando intentaban cruzar un arroyo y los hubieran aniquilado allí mismo, de no ser porque Qaitén se arrodilló e imploró la ayuda de Salamanca. Fue ahí cuando cambió su alma por el poder del Gualichú: a plena luz y sin una sola nube, un rayo ensordecedor cayó sobre su pecho. Sin inmutarse, Qaitén se levantó, identificó al alférez al mando de la tropa y, desde la otra orilla lo derribó con un lanzazo certero. Caminó luego entre las aguas, se encaramó sobre el caído, lo miró a los ojos, y allí, ante el espanto de los soldados, le devoró el hígado.

La derrota obligó al virrey a intentar otra estrategia. Fue entonces cuando Qaitén conoció a Belizán Castro. Enviado por el virrey, llegó a la toldería con la expresa misión de lograr la paz. Cayupán era el cacique, pero las conversaciones se realizaron con Qaitén, que conocía el lenguaje de los blancos. Macedonio, hermano del finado Camilo y jefe de la tropa en su reemplazo, alertó a Belizán sobre los poderes de Qaitén. Sostenía que solo su muerte y el exterminio de la tribu traerían la paz y vengarían el horror que le tocara en suerte a su hermano. Pero Castro descreyó de la ferocidad que le atribuían a la india. En cambio, vio en ella una joven hermosa, inteligente y hasta dotada de un humor que era familiar para los blancos. La negociación debía durar uno o dos encuentros, pero, embelesado por los encantos y embrujos de la joven, el enviado volvía una y otra vez a la toldería. En uno de esos encuentros, cuando Belizán entró a la tienda, Qaitén le ofreció un brebaje dulzón que lo dejó indefenso; se acercó, lo miró a los ojos hasta penetrarle el alma escondida en el corazón; lo abrazó y se fundieron por horas hasta el amanecer. Desde entonces, Belizán volvía una y otra vez. Tuvieron un romance apasionado, pese al recelo de los indígenas, quienes veían en el hombre un mensajero del mal. “Vente conmigo a la ciudad, allí estaremos lejos de las batallas”, ofreció Belizán. Pero Qaitén tenía planes con Salamanca...

Mientras, las embestidas indígenas, comandadas por Cayupán, siguieron asolando a los pobladores, ahora refugiados en un fuerte de mala muerte. Pero, cuando la suerte de los huincas parecía echada, el virrey les envió un cañón. Lo instalaron apuntando hacia desde donde provenían las cargas de los indios. Cuando Cayupán avanzó con 50 de sus hombres, un trueno resonó en la llanura abriendo un boquete a solo unos metros de la indiada, que se desbandó de inmediato. Cayupán quedó desconcertado por un momento, pero los reagrupó y ordenó un nuevo ataque. El segundo disparo dio de lleno sobre el malón. Cayupán y otros 20 tehuelches cayeron para siempre en un segundo.

Muerto el cacique, Qaitén se puso al frente de la tribu y temiendo una represalia mayor, se replegaron hasta Valcheta. Desde allí hostigaban a los asentamientos blancos. Macedonio decidió acabar de una vez por todas con los malones. Así que esa vez, cuando desde el mangrullo se escuchó el grito de “¡Malón!”, tres escuadrones irrumpieron por sorpresa, persiguieron a los salteadores hasta las tolderías, los rodearon y, a quemarropa, uno a uno, fueron despenando a los “infieles”, como llamaban a los tehuelches.

Derrotada, Qaitén puso su lanza a un costado, se arrodilló en señal de paz y pidió clemencia para salvar a su tribu. En respuesta, Macedonio le descerrajó un disparo de arcabuz que la alcanzó en el flanco. “¡Justo aquí!”, dijo la joven, señalándose una cicatriz bajo la camisa. Como pudo, se arrastró hasta los jarillales que rodeaban a la toldería y, desde allí, horrorizada, observó cómo los chicos despavoridos y las mujeres embarazadas caían degollados o destrozados bajo los caballos. Los soldados dudaron en arremeter contra los indefensos, pero la orden fue terminante, “¡A degüello!”, gritó Macedonio.: “¡Achuren a la chusma!”

Un manto rojo cubrió la toldería, el viento desparramaba un aroma de pólvora y las esquirlas de arena se incrustaban en la piel de los que podían escapar de ese infierno. Finalmente, para cuando el sol desapareció y los ayes de dolor se apagaron, la matanza de esa última batalla había llegado a su fin...

Vencida y casi sin fuerzas, Qaitén armó una antorcha y prendió fuego a la toldería, a los soldados y a los cuerpos de los vencidos que ardieron crepitando.

Qaitén se desplomó exánime esperando que las llamas la devoren. “Es el fin”, pensó, pero una mano repentina la alzó de un tirón dejándola en ancas de Belizán.

Amparados por la noche, a todo galope, los fugitivos se internaron en el Bajo del Gualicho, donde los soldados no los seguirían. Herida, Qaitén se aferró a Belizán, pero finalmente las fuerzas le flaquearon, cerró los ojos y se estrelló contra el suelo. Belizán la extendió sobre los espartillos y la apretó contra su pecho. Pero Qaitén, bajo el hechizo de Salamanca, sacó un cuchillo y cuando se disponía a arrancarle el corazón, despertó de su trance, aflojó los brazos y, sin decir una palabra, lo dejó ir. 

Presa de pánico y confundido, Belizán subió a su caballo y sin mirar atrás, se alejó al galope perdiéndose en la noche. “¡Volveré!”, alcanzo a gritar.

 ¿Volvió? Preguntó Sahin. - ¡No!  Desapareció y jamás regresó-.  

- ¿Y Qaitén? ¿qué fue de ella?

- Ella…, ella no murió; Salamanca la dejó deambulando para siempre, para que pagara su tributo.

- ¿Deambulando por dónde?

 Por aquí -dijo Qaitén-, por las salinas, dónde mora el Gualichú...

Entonces, el silbido del viento entre los caldenes ahogó el alarido de Sahin cuando Qaitén le arrancó el corazón.

 

Luis Politi

Cuentos para la playa,

9 de enero del 2023

  


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