El Impostor


El impostor (*)
Apoltronado en su sillón, sin reparar en quienes lo rodeaban, Matías Montenegro, tomó una escobilla, empujó la pelusa que yacía sobre el tapete y observó la espiral descendente de la hebra en su caída. Reprimiendo su fastidio ante la irreverente actitud del gobernador, Luna, el vicegobernador, Adela, la secretaria, y otros tres hombres, siguieron el periplo de la pelusa hasta que colapsó con un silencio estrepitoso.
El calor del verano filtraba sus oleadas de fuego hacia el salón donde un ventilador quebraba la quietud con su monótona cadencia. Las aspas, con sus maderas pesadas, agitaban el vaho denso, moviendo apenas la bandera. Imperturbables, mojados de sudor, el empresario y sus acompañantes, esperaban la atención del mandatario.
Lejos de importarle la descortesía, el gobernador, desde lo alto de su escritorio, sumó otra irreverencia: “Adela, ¡un café!”, ordenó. Recién entonces desplegó una amplia sonrisa y dijo: “Señores, aquí en Santa Marina tenemos códigos...”; luego abrió los brazos y mostrando sus dientes amarilleados por el tabaco, añadió dando palmaditas a un carpetón verde: “no puedo aceptar la instalación de una mina a cielo abierto así como así, y menos cuando este estudio dejó en claro lo de la contaminación...”. “¡Tenemos códigos!”, repitió
Al igual que la hebra de hilo, la frase quedó flotando en la cabeza de Luna. “¿Códigos de qué?”, se preguntó.
El empresario se alisó la manga y sin levantar la vista acotó: “Usted sabe señor gobernador que el lema de nuestra empresa, Valles de Apalama, es el compromiso”; “jamás nos desentendemos de las responsabilidades que tenemos en dónde trabajamos”. Pese al desprecio que le producía el empresario, a Luna la frase le gustó, sin duda era una expresión fuerte y sonaba seria, aunque engañosa, “¿compromiso con quién?”, pensó. 
Al retirarse, el empresario se inclinó sobre Montenegro y susurrándole al oído agregó: “siempre ayudamos a quienes colaboran con el progreso y la Minera trae el progreso”; “piénselo Montenegro, el progreso está en sus manos y nosotros lo ayudaremos para que de ese paso, piénselo…”.
Luna conocía a Montenegro desde su militancia en el sindicato de mineros. Apenas sobrepasaban los 20 años cuando ambos encabezaron las luchas por las 8 horas. Juntos, enfrentaron los balazos de la policía y compartieron la celda en aquellas épocas heroicas. Cuando años más tarde decidieron bregar por la gobernación, el prestigio de Montenegro y la honestidad de Luna, generaron una fuerza arrolladora que anuló la oposición gorila que había regido los destinos de Santa Marina por más de 50 años.
Montenegro entró a la gobernación por la puerta grande, rodeado de flores, aplausos y el beneplácito, no solo de la poderosa Federación Minera, sino de los comerciantes y aun de sectores de las clases más pudientes que, asqueados de la corrupción del partido conservador, se sumaban a la oposición.
Sin embargo, a poco de asumir comenzaron los desacuerdos. Los presentimientos de Luna respecto de los negociados de Montenegro con la Minera se corporizaron cuando pese a sus bravuconadas, la empresa obtuvo el decreto que le permitiría desembarcar en Santa Marina. Enseguida la Compañía exigió la expulsión de los pobladores de la ladera donde iniciarían las excavaciones. El desalojo comprendía a las 500 familias que habían acompañado a ambos en su campaña.
Decidido a no involucrarse en los negociados de Montenegro, Luna se dedicó a atender cosas de menor cuantía de la gobernación, pero el destino le reservaba un lugar de privilegio en la trama siniestra de Montenegro. Cuando los fondos del estado para el tendido eléctrico, esencial para la minera, se retrasaron, ésta acordó en aportar los fondos para destrabar el emprendimiento. Para ello depositarían la enorme suma en una cuenta bancaria. Fue entonces cuando Montenegro convenció a Luna para que abriera una cuenta argumentando que “los fiscales lo tenían en la mira”. Presionado, Luna abrió la cuenta donde depositaron los fondos camuflados bajo la apariencia de una “Fundación para el desarrollo regional”. “Es solo por un tiempo, cuando lleguen los fondos del gobierno hacemos todo por derecha, como debe ser”, prometió Montenegro. Pero, cuando gran parte de los fondos pasaron a testaferros de Montenegro y éstos compraron hoteles, propiedades lujosas y costosos vehículos, Luna comprendió que estaba atrapado. El gobernador quedaba libre de sospechas, mientras que la cuenta bancaria ligaba directamente a la Minera con Luna, quien aparecía como el cerebro de la maniobra.
Hundido en la trama delictiva; acosado por la conciencia de ser cómplice de Montenegro y con la inminencia del desalojo de las familias, creció el odio en su corazón.
Esa tarde, bajo el sol que se descargaba implacable quebrando las chauchas de las acacias, las familias aguardaban la resolución que los salvara del destierro.
Los obreros marcharon hacia la gobernación e increparon a Luna cuando intentó calmarlos “¡impostores!, ¡impostores!, ¡traidores!, “¡Nos usaron! ¡Impostores!”. “No puedo hacer nada, si estuviese en mis manos lo haría…, siempre he estado de vuestro lado”, se defendió Luna, quien logró escapar abriéndose paso entre la muchedumbre enardecida. Agitado, cerró las puertas de su oficina y se desplomó sobre el sillón. ¿Cómo había llegado a ese punto? Pensó en renunciar, pero descartó la idea al ver cuan involucrado estaba con la maniobra delictiva. Debía redimirse y demostrar a sus compañeros que luchaba por ellos, que no era uno más de la rueda de negociados.
Luna se convenció que debería derribar a Montenegro; su cerebro trabajaba febrilmente imaginando formas de desprenderse de él, pero una y otra vez comprendía que estaba atrapado. El odio crecía y durante las noches se despertaba maldiciendo a Montenegro. Lo despreciaba ahora profundamente.
Usado y humillado, de a poco fue creciendo la idea de asesinar a Montenegro. Solo su muerte le permitiría recuperar la dignidad y redimirse. Pero ¿cómo hacerlo? Buscó la nómina de matones que el gobernador tenía en su agenda; nada le costaría pagar por su asesinato. Sin embargo, la conexión con los matones podía ser descubierta y, además, quedaría a merced de las presiones extorsivas de esos rufianes. Él mismo debería matar a Montenegro.
Decidido a consumar el asesinato, buscó la pistola que conservaba desde los enfrentamientos con la policía y compró una pequeña almohada, que le serviría, no solo para evitar las salpicaduras de sangre que sin duda surgirían, sino para ocultar su revólver. Revisó el arcón que conservaba en la buhardilla. Allí estaba, en una caja de madera enmohecida, un Smith Wetsson calibre 38 junto a una ristra de balas. Los inspeccionó con cuidado preguntándose si después de tantos años todavía servirían. Sopló el polvo que se había depositado sobre el arma; todo parecía perfecto. 
Montenegro se quedaba hasta tarde en su oficina y usualmente era el último en retirarse, de modo que sería fácil atacarlo en ese momento. Aprovechando la confianza que se tenían, se aproximaría con la pistola oculta tras la almohada y le descerrajaría un tiro certero a quemarropa en la sien. Después vaciaría la caja fuerte y huiría por el fondo para que pareciera un asalto.
Esa noche, cuando las luces se apagaron, Luna entró decidido a consumar el crimen. Portaba un maletín con la pistola y la almohada en su interior. Cuando abrió la puerta el gobernador se sorprendió de verlo, aunque estaba lejos de sospechar los motivos de su aparición. No podría desconfiar del compañero que le había sido fiel por más de 20 años y que ahora era además su testaferro. “Quería que vieras estos cojines que nos donaron para regalar en la próxima campaña”, dijo Luna, mientras extraía la almohadilla de su maletín. “Tendrán una inscripción en letras doradas: Montenegro Gobernador”; “son buena propaganda”.
Montenegro apartó la pila de papeles y prestó atención a Luna al tiempo que éste, escondiendo la pistola tras la almohada avanzaba hacia él. “Tendrías que probarla”, dijo, apoyando la almohada en la cabeza de Montenegro y sosteniendo por debajo la pistola. Apartó su cuerpo para evitar que la sangre lo salpicara; cerró los ojos y apretó el gatillo: “tic”, se escuchó golpear el percutor. Presionó nuevamente el gatillo y otra vez “tic”, y otra vez “tic”. “¿¡Qué es eso!?”, preguntó Montenegro molesto por el ruido y la presión del cojín sobre su cabeza. A Luna el corazón le dio un respingo ante los disparos fallidos. Lleno de pánico por temor a que lo descubriera, apenas pudo retirar la almohada y, del susto, casi se le resbala la pistola. “No es nada, olvídalo, me voy” alcanzó a decir mientras se apresuraba a guardar todo en el maletín y salir casi corriendo. “¿Y a este qué bicho lo picó?”, murmuró Montenegro, sin entender el extraño comportamiento de Luna.
Transpirando, casi sin aliento, con su cara desencajada y el corazón que parecía escapar de su pecho, llegó a su casa ahogado del susto. Abatido en la soledad de su habitación, se tomó la cara y lloró sin consuelo. Ganado por la desesperación y conmovido por el intento frustrado, permaneció postrado en su cama. Las escenas del revólver gatillando tres veces sin detonar volvían a su mente una y otra vez. Finalmente, envuelto en sudor se quedó dormido.
Los sueños no fueron más piadosos con su conciencia. Las imágenes del crimen malogrado volvían en sus pesadillas, pero los tiros, más efectivos en sus sueños que en la oficina, estallaban destrozando el cerebro de Montenegro que se desplomaba en un baño de sangre. Ya en el piso, lo remataba con otros dos disparos. Montenegro, se sacudió un segundo con la última bala y en su postrer aliento, agitó su mano en un fútil intento de asirse al escritorio y a la vida. Horrorizado por el asesinato consumado, Luna abandonó el revólver y huyó por el fondo.
Durante la noche, las escenas espantosas acosaron a Luna en su lecho. Una y otra vez se despertaba gritando ante la imagen de Montenegro con sus ojos abiertos y la cara destrozada.
La pesadilla lo persiguió hasta que las sombras vencieron finalmente a las visiones oníricas. Las luces de la mañana, filtrándose por la ventana, lo encontraron bañado en transpiración y envuelto en un desorden de cobijas. 
Con el temor de no saber el límite de aquella alucinación, se animó a abrir los ojos. Las imágenes eran tan vívidas que le llevó un rato darse cuenta de que había sido un sueño. Dudando de lo acontecido, se abalanzó sobre el maletín para cerciorarse de que todo estaba allí como lo había dejado. Abrió el portafolio; allí estaba la almohada; debajo estaría el revólver tal como lo recordaba. Con violencia arrancó la almohada y revisó el fondo buscando en vano. Hurgó en los sobres laterales del maletín, pero el revólver tampoco estaba allí. Alterado iba y venía en círculos por el dormitorio hasta que, preso de angustia, se dirigió a la gobernación.
Cerca del edificio una multitud se agolpaba. “Otra vez los piquetes”, pensó.  Ya junto a la puerta vio un enorme crespón que cruzaba la entrada del edificio anunciando la desgracia. Mientras se acercaba escuchaba frases entrecortadas: “Fue anoche”; “nadie esperaba esto”; “…un baño de sangre”; “no, no sabemos”; “fue un asesinato”; “fue un suicidio”.  Casi a la carrera, repasaba lo acontecido durante la noche anterior: no le cabían dudas de que había ido a la oficina y tres veces había gatillado el revólver sin que saliera la bala. Estaba seguro de que el sueño era un sueño, pero ¿por qué parecía tan real? Seguro que él no lo había matado, pero ¿por qué faltaba el revólver? Quizás la fiebre le había tendido una trampa durante el sueño. Luna empezó a dudar. Ya en las puertas de la oficina dos guardias le cerraron el paso: “Soy el vicegobernador”, dijo apartando a los policías mientras entraba a la escena de un crimen que, quizá no había sido frustrado...
Los cuatro uniformados examinaban al muerto bañado en sangre. Uno realizaba pruebas con un frasquito y un gotero, el otro tomaba fotos, un tercero raspaba con un cincel las huellas de la mano ensangrentada de Montenegro en su caída final. El que parecía ser el jefe, un inspector calvo, de traje a rayas con unas cejas espesas que le caían desordenadamente sobre sus ojos, yacía inclinado sobre el muerto mientras observaba el orificio en la sien. Levantó la vista al ver entrar a Luna. ¿Usted quién es?  Preguntó el inspector. “soy el vicegobernador, Manuel Luna, me acabo de enterar”. Ajá, dijo el inspector. “Ya requisamos su revólver señor Luna, estaba aquí, pero por suerte para usted, esto fue un suicidio, la bala es de calibre 22, no de un 38 como el suyo”; “Tiene suerte, usted era el principal sospechoso, pero fue un suicidio”; “Tiene suerte m´ijo, tiene suerte...”.
Pasada la conmoción del suicidio, cuando los cuchicheos y conjeturas se acallaron, Santa Marina volvió a la normalidad.
Luna recobró de a poco su compostura y finalmente asumió la gobernación en medio de rumores de que desmantelaría el proyecto de la mina a cielo abierto.
Abrasados por el sol que quebraba la superficie rojiza de la ladera, las 500 familias esperaban la entrevista de sus delegados con el flamante gobernador. Frente al escritorio, pacientes, de pie y con sus manos cruzadas sosteniendo sus cascos de metal plomizo, los 5 mineros apenas movían los dedos acariciando el borde de sus cascos.
Irreverente, sin siquiera mirarlos, el gobernador acomodó prolijamente el calendario metálico y la pila de carpetas sobre el escritorio. “Adela, ¡tráigame un café!” sonó la voz en la sala. Recién cuando la secretaria cerró la puerta, Luna levantó la mirada hacia los mineros y con una amplia sonrisa dijo: “tranquilos muchachos”; “¡compromiso!, ¡ustedes saben de mi compromiso!” La frase flotó en el aire resonando en el líder de los mineros. “¿Compromiso con quién?”, se preguntó. “Vayan tranquilos; tengo códigos; todo se hará bien; siempre fue así”. Los cinco hombres se miraron asintiendo; se inclinaron respetuosamente y uno a uno se retiraron en silencio.
Ni bien se cerró la puerta, Luna apartó la pila de papeles, abrió una carpeta amarilla, sacó una hoja con el membrete y escudo de Santa Marina que decía: “Decreto de Desalojo del Barrio Obrero”. Pareció dudar un segundo y de inmediato, con gestos ampulosos, estampó su firma en el documento. Con cuidado presionó luego el sello recién adquirido con la inscripción “Manuel Luna, gobernador de Santa Marina” y reclinándose suavemente hacia atrás en su sillón murmuró: “Es el precio del progreso...”; tomó un cigarro dominicano de una caja con la leyenda “Gentileza Mineras Valles de Apalama”; encendió el puro; aspiró hondo y largó una bocanada de humo que formó tres círculos perfectos en la oficina.

Luis Politi, cuarentena del 2020.
(*) Las semejanzas con la realidad son puras coincidencias 



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