Sapiens, la invasión

 

Sapiens, la invasión

Nota: Los nombres fueron modificados para proteger a las familias

 

Luego de tres meses de avanzar por tierras desconocidas, los seis sobrevivientes, acostumbrados al calor sofocante y húmedo de los veranos eternos de dónde venían, comenzaban a sentir el rigor del invierno en su fase más dura, de sombras largas y frías. 

Durante la noche anterior las nubes dejaron caer sobre el grupo sus copos blancos, plumosos e implacables. Abrazados, reteniendo el tenue calor que emanaban sus cuerpos, permanecieron así con la esperanza de que llegase la mañana. No todos la verían. Uno de ellos sudaba y escupía sangre, delirando sobre la tierra gélida. Cuando finalmente sus gemidos se apagaron, Antor arrastró el cadáver aun caliente y lo colocó sobre los hombres semidesnudos que yacían apiñados. Nada había sido fácil hasta allí, y las muertes no habían sido pocas.

Con las luces del alba, cesó la nevada y Antor ordenó proseguir bajo un sol brillante pero helado. Hambrientos y tiritando de frío, eran frágiles presas para las inclemencias del invierno y era obvio que no resistirían mucho más.

Apenas iniciado el descenso por la ladera escarpada divisaron una columna de humo que, tenue como un hilo, se elevaba entre las copas de los robles. Apuraron la marcha hasta ver la cueva de donde emergía el humo. Allí, desprevenido, un chico jugaba bajo el sol. Los cinco hombres se acercaron sigilosos entre los arbustos y se apostaron inmóviles, rodeando la entrada. 

El sol, como una caricia, comenzaba lentamente a derretir la escarcha acumulada sobre las cejas de Antor. Por el frío, Mulen, su segundo, y también los otros, comenzaron a restregar sus manos con fuerza. Antor, con un gesto, les indicó que permanecieran quietos y en silencio. Antor no era el más fornido, pero sí el más inteligente y por ello el jefe indicado para sobrevivir. Si había un niño, especuló, entonces deberían procurarle alimentos y la mañana soleada parecía adecuada para salir de cacería. Sus presunciones se confirmarían rápidamente. A poco, una mujer y cuatro hombres, altos, fornidos y armados con lanzas salieron de la cueva. “Las lanzas son rudimentarias, las nuestras hubiesen sido mejores para la lucha”, pensó Antor. Sin duda hubiera sido sencillo vencerlos, de no haberlas perdido en un despeñadero la jornada anterior. Pero todavía podían lograrlo; aun conservaban un hacha y los cuchillos fabricados con piedras lustrosas y afiladas como dagas. 

Antor hizo un gesto para que el grupo se desplegara en abanico. A la distancia observaron como la mujer abrazaba a Tar, un hombre viejo a juzgar por las canas que se destacaban nítidas sobre una cabellera rojiza y espesa. “Debe ser el jefe, quizás el padre del chico”, especuló Antor. El hombre acarició a la mujer, besó cariñoso al retoño y el grupo enfiló por la huella rumbo al bosque.

Ni bien se perdieron de vista, los hombres atraparon al niño, lo apuñalaron, e irrumpieron salvajemente en la caverna. Aknur, la madre del chico, una joven y una anciana que armaba una lona de pieles, se sobresaltaron ante la violenta intromisión de los invasores. Mulen avanzó hacia la anciana y la abatió de un golpe con el hacha. Los otros arrinconaron a las dos mujeres y comenzaron a forcejear con ellas. Uno de los salvajes se encaramó sobre la más joven, pero la niña lo mordió con tanta furia que le infligió una herida enorme en la garganta. El hombre se tomó el cuello y mientras caía desangrándose, alcanzó a clavarle la daga en el corazón antes de desplomarse para siempre.

Aknur, azorada ante la crueldad de los intrusos, permaneció inmóvil viendo como Antor se lanzaba sobre ella. Paralizada, cerró los ojos y se dejó someter, primero por Antor y después por los demás, una y otra vez. Consumado el bárbaro raid, los hombres se arrojaron sobre las frutas y carnes, devorando todo lo que había en la cueva.

Cansados por el viaje y las tropelías cometidas, los atacantes se tiraron en el piso al calor de las brasas. Aknur, acurrucada en un rincón, lloraba rogando que se fueran. Eso no ocurriría. Antor decidió esperar a que regresaran los cazadores para arrebatarles lo que hubiesen obtenido antes de proseguir su viaje.

Durante la mañana y hasta entrada la tarde, permanecieron sentados esperando en silencio. De a ratos cruzaban algunas frases cortas en un dialecto gutural y desconocido. Para Aknur, en su soledad y desconsuelo, el tiempo parecía haberse detenido para siempre.

De pronto, a lo lejos se escuchó en el bosque el silbido largo de Tar anunciando su regreso. La mujer se incorporó de un salto, pero Antor, de un empellón, la arrojó contra la pared. El silbido se escuchaba intermitente, cada vez más cerca y nítido. La tragedia se precipitaba nuevamente.

Antor indicó a Mulen que custodiara a la cautiva y ordenó a los demás que salieran y esperaran agazapados junto a la senda. El grupo de cazadores regresaba en silencio por la huella. Tar cargaba un ciervo sobre sus hombros fornidos. Los asaltantes les cerraron el paso. Al verlos, los cazadores detuvieron su marcha y abrieron los brazos en señal de paz, ignorando el horror vivido por la familia. Antor los miró con desconfianza; no alcanzaba a explicarse por qué eran amistosos. ¿Sería un ardid para atacarlos con las lanzas? La tensión se disipó cuando Tar extendió una sonrisa amplia en su bocaza.

Más seguros, pero aun recelosos, los asesinos avanzaron y cuando Antor gritó “¡Ataquen!”, las dagas se hundieron rápidas en los cuerpos inocentes de los cazadores. Tar aún se debatía agonizando en el piso cuando Antor lo ultimó de un hachazo. Manchados de sangre, les quitaron las pieles, tomaron las presas de la cacería y las arrastraron hasta la caverna, en medio de una algarabía de carcajadas excitadas por la violencia del ataque.

Las sombras de la noche se expandieron sobre el bosque y ganaron la caverna apenas alumbrada por las brasas. Las chispas del fogón cada tanto saltaban desprendiendo destellos que, cual fantasmas de aquellas almas ingenuas, iluminaban las tinieblas ondulantes.

Los homicidas pasaron la noche al calor de la cueva, comieron del botín robado, violaron a la cautiva cuantas veces quisieron y con la llegada de la mañana desaparecieron rumbo al norte.

El invierno avanzó y, a medida que su panza crecía, las dificultades para obtener leña, prender el fuego y cazar algún animal se hicieron cada vez más arduas para Aknur. Pero no estaba dispuesta a morir y logró sobrevivir a las adversidades. Armó una red con ramas de cedro con las que, cada día, atrapaba un puñado de peces en el arroyo cercano. Aprendió a afilar el hacha, a cortar la leña y a armar una manta de pieles, como le había visto hacer a la anciana con la que había convivido esos años. En la soledad de las noches, se recostaba junto a la boca de la caverna y, abrazada al hacha que olvidaran los asesinos, lloraba en silencio la pérdida del hijo mientras veía desvanecer el rostro de su amado entre las sombras.

El invierno pasó y cuando las flores aparecieron anunciando la primavera, comenzó a sentir los dolores que precedían el alumbramiento inminente. Esa noche se acomodó entre las piedras, gritó y volvió a gritar mientras pujaba, desamparada y sin ayuda. Finalmente, la cabeza del bebé, mucho más grande que su canal de parto, emergió en un alarido y Aknur dio a luz en medio de un baño de sangre.

Exhausta, recostó al chiquillo sobre la piel de oso y se tendió en el piso. Un rato después cesó la hemorragia y recién entonces pudo observar al recién nacido. Le sorprendieron lo pequeño de su tamaño, el color oscuro de su piel y la cabeza, desproporcionadamente grande para ese cuerpo frágil y esmirriado. Tomó al bebé por el torso y lo levantó para verle la cara con detenimiento. Lo acercó desconfiada, lo olió con cuidado y lo atrajo junto a su mejilla para inspeccionar el detalle de sus facciones extrañas. Miró los ojos vivaces e inquietos del recién nacido, que agitaba los brazos pugnando por ocupar el espacio del hijo perdido.

Aknur lo recostó temblorosa sobre su cuna de piel y tomó el hacha, vacilando un momento. Fue en ese instante cuando el esbozo de una sonrisa iluminó el rostro del chiquillo. Aknur dejó caer el hacha, abrazó al bebé y lo apretó con fuerza contra su pecho; el niño dio un respiro y comenzó a mamar con avidez.

La conquista de Europa por los Sapiens, nuestra especie, estaba en marcha...

 

Luis Politi, 1 de octubre, cuarentena del 2020

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