Antonia y las ostras
Antonia y las ostras
Una historia basada en un hecho (i)real
La retirada de la ola descubrió los cinco surcos abiertos
que dejara la mano desesperada de la joven intentando aferrase a la orilla. El pelo
dorado flotando enmarañado, cubría su cuerpo desnudo. A su lado, un muchacho exánime,
permanecía bajo el brazo de la joven, atascado junto a una roca.
Olvidada de la
furia de la noche anterior, el agua, ahora tranquila, mecía los cuerpos sobre
la orilla. Decenas de cangrejos diminutos y de pájaros revoloteando hambrientos,
se aprestaban a picotear los cuerpos, cuando tres jóvenes corriendo por la playa,
advirtieron la pareja. ¡Allí están, son Giancarlo y Antonia! Exclamó uno. ¿Están
vivos? Preguntó otro acercándose.
Antonia, era
única hija y única familia de Ícaro, un inmigrante griego, quien, atraído por
la pesca generosa de la costa de Mariñas, había llegado hasta allí con el
Poseidón, hacía ya varios años. La travesía fue considerada como una proeza por
los marinos del lugar. El pequeño porte del barco, la falta de instrumentos como
los que disponen las naves modernas, y sin tripulación, salvo su hija que para
entonces solo tenía seis años, hicieron que el viaje fuera considerado un
milagro. La hazaña sirvió para que “El Griego” se ganara un lugar en el muelle en
donde pudiera atracar y descargar su pesca. En contrapartida, Ícaro les devolvía,
sin equívocos, su sabiduría sobre los secretos del mar: “hoy habrá que volver
temprano, se avecina tormenta a la tarde”; “mañana tendremos marea alta y habrá
marejada”; “es inútil hacerse a la mar porque no habrá pesca”. Con solo mirar el vuelo de las aves sobre el
mar predecía hacia donde soplaría el viento los siguientes días.
Al cabo de
unos años, Ícaro contrató a Giancarlo, un joven grumete, para que lo ayudara
con las redes y aprendiera los oficios del mar. El muchacho hacia lo que podía,
no solo para vencer su inexperiencia, sino para quebrar la resistencia de
Antonia que, para entonces ya era una bella muchacha y que, por temor a su
padre, evitaba los encuentros con él. Ocasionalmente, cuando entablaba alguna
conversación fugaz con el muchacho, o se reía a carcajadas de sus ocurrencias, Ícaro
la reprendía reclamando su presencia: “¡Antonia! ¿Dónde estás?, ayuda aquí con
los aparejos”. Pese a ello, las jornadas en el mar eran largas y Giancarlo se
las arreglaba para burlar la mirada del griego, de modo que, de la amistad
surgió el amor y al poco, una tarde en que Antonia no respondió a los reclamos
de su padre, el griego bajó a la bodega y allí los sorprendió, abrazados y semidesnudos.
Enfurecido, Ícaro corrió al joven con una cadena amenazando con arrojarlo al
mar, pero Giancarlo, se encaramó en el mástil del barco y desde allí logró
calmar al griego bajo la promesa de no acercarse a la hija. De todos modos, el
juramento no sirvió para evitar los encuentros clandestinos que prosiguieron en
cada descuido del viejo marino.
Al final de cada
jornada, Ícaro solía frecuentar, una taberna junto al muelle, que, asentada
sobre pilotes, se internaba como una cuña en la escollera. Acomodaba una silla
sobre la cubierta de madera, encendía un cigarro y, quizás ganado por los
recuerdos de su tierra natal o de la que fuera su familia, pasaba horas mirando
el horizonte extasiado. Fue allí que conoció a Doménico, un viejo marinero ya
retirado. El viejo se sentaba junto a él con un jarro de ron; levantaba la copa
en señal de respeto; Ícaro respondía con un leve gesto de su cabeza y ambos
bebían sin cruzar palabras hasta que las brisas de la noche los sorprendían. En
silencio, ambos marinos forjaron una amistad muda, apenas interrumpida por algún
diálogo ocasional sobre los mares lejanos, o las bondades de algún barco. En
uno de esos encuentros, Ícaro le propuso que se hicieran a la mar como socios. Doménico
dudó un instante, pero, convencido que su vida era el mar, aceptó la propuesta.
Las habilidades de ambos hicieron que la pesca en el Poseidón se tornara, por
lejos, la más exitosa de la veintena de barquitos de Mariñas.
Cada tarde regresaban
al atracadero donde llenaban los cajones con los salmones que atrapaban con las
redes. La rutina se repetía día a día y hubiese seguido así, de no ser porque
una vez, el griego torció el timón y enfiló hacia un lugar donde se sabía que la
pesca era escasa. Navegaron dos horas y, una vez allí, detuvo los motores, se paró
junto a las barandas y luego de escrutar el mar durante unos minutos ordenó: ¡bajen
la rastra! Todos quedaron perplejos; hacía años que usaban las redes, pero nunca
la rastra. Pero el viejo marino era de pocas palabras y sus órdenes eran indiscutibles,
así que empujaron la rastra y comenzaron a liberar el carrete para su inmersión:
5, 10, 20 metros. Al llegar a los 50 metros, Antonia, que para entonces era tan
ducha en el oficio como su padre, objetó lo que parecía un intento inútil. No
obstante, Ícaro gritó ¡Sigan! La rastra
bajó otros 20 metros hasta que finalmente tocó fondo cuando al carretel ya no le
quedaba cadena. Ícaro encendió los motores e inició un largo giro con la barca,
que se inclinaba peligrosamente cada vez que el rastrillo enganchaba el fondo
rocoso. Con los motores a máxima potencia, la barca dio dos o tres vueltas más
venciendo la resistencia de la carga cada vez más pesada. Finalmente, Ícaro
ordenó recoger la rastra. A cada vuelta del carrete, la barca se inclinaba más
y más. Finalmente, ya sobre el puente, cuando la rastra volcó su carga, entre
la infinidad de piedras, miles de conchas brillantes se desplegaron ante la
vista absorta de los tripulantes. ¡Ostras!, gritó Giancarlo. “No son ostras, ¡son
vieiras! ¡Y valen una fortuna! Replicó el griego.
Ya en el
puerto, los pescadores, asombrados por el hallazgo, se acercaban a Ícaro
intentando conocer los detalles y, sobre todo, saber dónde habían encontrado las
vieiras. ¿Dónde está el banco? repetían; pero Ícaro, en parte temiendo que la
depredación agotara el recurso y también por egoísmo, se negó a revelar el
lugar y prohibió a Antonia y a sus dos marineros que lo hicieron. “Antonia, estas
vieiras son una fortuna y servirán para instalar tu propia empresa pesquera”,
justificaba Ícaro a su hija.
Desde
entonces cambiaron de rutina y solo realizaron excursiones nocturnas. Cada
atardecer zarpaban hacia el lugar; posaban el barco sobre el banco de moluscos,
encendían los faroles, arrojaban la rastra, cargaban cuanto podían y con la
barca repleta, regresaban en la madrugada. Las expediciones nocturnas eran
peligrosas, máxime cuando luego de cargar el barco, el agua amenazaba rebasar las
líneas de flotación. Sin embargo, Ícaro confiaba en su experiencia y la de su
amigo Doménico. Varias veces salieron cuando las nubes oscuras amenazaban con
tormentas en el horizonte. “Va a estar picado el mar, pero podemos salir; el
Poseidón es fuerte y tiene buenas maderas, ¡ha resistido las tormentas más salvajes!”,
sentenciaba confiado el griego.
Pero, la
codicia, como el amor, enceguece la razón y esa tarde la barca partió pese a
las nubes oscuras en el horizonte. Llegaron al lugar, cargaron al tope la barca
y cuando se aprestaban a regresar, el cielo se cerró sobre ellos; las nubes
formaron un círculo negro envolviendo al Poseidón y la tormenta se tornó de
inmediato en una tromba que dejó a la barca en su centro. Como aspirada desde
el cielo, la primera ola levantó el barco y lo estrelló contra otra ola tan
grande como la primera. En la furia de la tormenta desatada, las olas inmensas
se abalanzaron sobre la embarcación y una ráfaga de viento huracanado abrió la
puerta de la cabina al tiempo que una tonelada de agua inundaba la bodega. A
cada embestida, Ícaro lograba maniobrar el timón evitando que la nave volcara. Mientras
Antonia y Giancarlo intentaban controlar las filtraciones del agua en la bodega,
Doménico, en la cubierta, sacudido por la tromba, trataba sin éxito de
desprender las cuerdas que sujetaban los botes salvavidas. De pronto, el cielo
se iluminó y un estruendo resonó brutal sobre la cubierta. ¡Brrrooom! El rayo,
fulminante, partió el timón y arrojó a Ícaro contra uno de los botes. Aturdido,
se incorporó aferrándose a una de las cuerdas y mientras intentaba llegar al
timón, el vendaval lo arrancó de la cubierta arrojándolo al mar; Ícaro agitó
los brazos unos segundos y de inmediato desapareció bajo las aguas.
Aferrados a
las bitas de amarre, Antonia y los otros dos marineros evitaban ser lanzados al
mar. A merced de la tormenta, la nave torcía violentamente su rumbo. De pronto,
una montaña de agua se desplomó estrepitosamente sobre la cubierta. El golpe
hizo trepidar la nave. Inclinado y cargado de vieiras, el barco, ahora al garete,
cedió ante la estocada final. La ola pegó de lleno sobre la popa; el barco subió
la cresta de la ola, pero, herido de muerte, el casco crujió y enseguida se partió
en dos. No hubo tiempo para abordar los botes...
Bajo la tempestad, Antonia
abrazó a su amado y cayeron al mar en medio una avalancha de maderas que hirieron a Giancarlo. Antonia
lo aferró del cuello y ambos se mantuvieron flotando como pudieron. Giancarlo
perdió el conocimiento enseguida, pero Antonia lo siguió aferrando mientras nadaba
hacia la costa.
De a poco, la
tormenta perdió su furia y las aguas se tornaron más calmas. Flotaron tres, o
quizás cuatro horas, hasta que finalmente el mar los arrojó violentamente contra
las piedras. Antonia, en su último esfuerzo, antes de cerrar los ojos para
siempre, apretó a Giancarlo contra su pecho.
“¡Qué horror!”,
exclamó uno de los jóvenes al ver que ambos estaban muertos. “Se ve que Antonia
arrastró a Giancarlo, pero no lograron sobrevivir”, dijo con desazón. En los
días siguientes todos buscaron a Ícaro, Doménico y a los restos del barco, pero
solo encontraron dos salvavidas y algunas maderas que llegaron a la playa
arrastradas por última marejada. La búsqueda se prolongó por meses, no tanto para
encontrar los restos, sino con la esperanza de localizar el banco de vieiras. Finalmente,
desalentados, los pescadores abandonaron los intentos y, de a poco, la
catástrofe fue instalándose como una anécdota en el recuerdo del pueblo.
Bip, bip, bip,
repitió el sonar, mientras la imagen del barco hundido aparecía nítida en la
pantalla. El buque, con sus 80 metros de eslora, dio dos vueltas revelando la
catástrofe ante la mirada absorta del capitán y sus oficiales. “¡Ahí está el
Poseidón!” dijo el capitán. Lentamente, el barco dio dos vueltas más y avanzó luego
unos metros. Bajaron la rastra, el oficial accionó el control remoto y el
equipo comenzó a barrer el fondo pedregoso. La grúa elevó enseguida la carga y en
pocos minutos, el buque factoría, setenta años después, partía de regreso con
dos toneladas de vieiras rumbo a Japón.
Luis Politi
9 de
noviembre del 2024
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