La Virgen de Panambí


La Virgen de Panambí  (*)

El ruido de los remos chapoteando cesó y la piragua siguió deslizándose hasta chocar con el fango de la orilla. Panambí colocó bajo su vincha dos flores que cortara en la ribera opuesta, descendió de la canoa, estiró el tipoy de colores que le servía de pollera, arrastró la canoa hacia la playa y cargó la damajuana de caña quemada. Con el recipiente sobre su cabeza enfiló hacia el cañadón flanqueado de ceibos que impregnaban el sendero con su aroma.
La primera vez que cruzó con la piragua el Bermejo cargando su botellón de licor, apenas tenía trece años. Desde entonces, cada semana, durante cinco años sin faltar ni una sola, cruzaba el río con su damajuana desde el asentamiento de guaraníes en donde vivía.
La colonia indígena había recalado allí luego de que los expulsaran los colonos cuando llegaron al “impenetrable”. Instalados en el corazón de la selva por milenios, fueron obligados a levantar sus tolderías cuando los blancos emplazaron el obraje.
Corridos a tiros, deambularon por la selva hasta recalar en las orillas del río, justo frente a la hacienda de los Encina. Allí, junto a la playa, a poco de instalarse, nació Panambí. Orgullosa hija del cacique Ñezú, había aprendido los secretos del Bermejo y de la jungla. Conocía las aguadas donde cazar los guazunchos y tatúes; sabía cómo poner las pialas en el río para atrapar los pacúes y trepar a los árboles para recoger las guayabas de las enredaderas. Podía curar el empacho con palo santo y sanar las heridas lacerantes con hojas de mburucuyá o con pencas de leuacaltes. Ya a los diez años se atrevía a todo, no le temía a nada, ni a los hombres blancos con sus balas.
Decidida a obtener harina para el chipá, no dudó en intercambiarla por la caña quemada que fabricaban en la tribu. Sin vacilar, trepó a la piragua y en unos minutos atravesó el cauce torrentoso. Sin conocerlo siquiera, ni bien alcanzó la orilla, avanzó entre los paisanos y enfiló derecho hacia Martiniano apoyando la damajuana junto a los pies del joven. Éste vaciló un momento y puso en su lugar un cuero a modo de trueque. La chica meneó la cabeza; Martiniano retiró el cuero y puso una bolsa de choclos en su lugar; la joven volvió a menear la cabeza. Trajo entonces una bolsa de harina. De inmediato se la cargó como pudo, dio media vuelta y sin saludar se escurrió hacia la bajada. A Martiniano le causó gracia la desfachatez de la joven. Se rio de verla, con la bolsa a cuestas, descender por la picada con las piernas que le temblaban de tan escuálidas que eran. Desde entonces, Panambí cruzaba cada semana para el intercambio. Casi no se hablaban, en parte porque para la transacción no hacían falta palabras, y en parte porque la indiecita hablaba solo guaraní y él, como los otros paisanos, hablaba una mezcla de castellano antiguo con guaraní.
Ella sólo se entendía con Martiniano; si éste no estaba, lo esperaba a veces durante horas parada junto a su damajuana y cuando se entretenía con alguna tarea en el corral, la niña lo seguía sin despegarle los ojos. “¿Qué mirás Panambí, tengo monos en la cara?”, le preguntaba Martiniano al ver a su admiradora, quien a veces parecía devolverle una sonrisa, pero nunca una palabra, ni un vocablo, en cinco años.
Junto al barranco, apiñados junto al fogón, los veinte baqueanos de la tropa de Encina, al mando de los hermanos Nicasio y Martiniano Corbalán, esperaban la orden para cruzar el Bermejo.
Hábiles con el lazo, pero más con el facón, los hermanos eran inseparables. Nicasio, el mayor, un hombre grande y musculoso, había ganado fama por su fuerza extraordinaria desde que derribara un potro embravecido. Tenía un tajo que le cruzaba la mandíbula, producto de un entrevero donde despenara de un machetazo a un tal Porfirio Fuentes en una trifulca por una guayna.  De pocas palabras, lo que dijese se hacía sin discutir. Martiniano apenas rozaba los treinta años. Tan hábil como el hermano, conocía los secretos del río y manejaba las tropillas de ganado con destreza. De cuerpo estilizado y carácter afable, secundaba a Nicasio manteniendo a los paisanos a raya cuando éste se lo requería.
Cada noche los gauchos se reunían a la vera del río. Tocaban la guitarra, mascaban tabaco, tomaban mate y ginebra y cuando las primeras luces empezaban a escurrirse entre los árboles, se escuchaban los sapucays retumbando en la selva y apagando el aullar de los carayaes. Si carneaban algún buey, corría el vino y se embriagaban. Pero los días de cruce del ganado, Encina, el caudillo, les tenía prohibida la bebida. El hombre rondaba los sesenta; había instalado su hacienda junto al barranco, en el único lugar donde el Bermejo se dejaba atravesar. Durante una bajante, había descubierto un lecho de rocas que casi emergía sobre las aguas. Marcó el lugar y comprobó que, si se seguía un sendero preciso a través del río, era posible atravesarlo sin ser arrastrado por la corriente. Siguiendo el trazado, la tarea parecía sencilla: había que seguir hasta el medio del cauce y allí tornear unos metros aguas abajo, derecho hacia los ceibales. Sin embargo, era necesario tener la mente fresca y los reflejos rápidos. La maniobra era fácil, pero el alcohol turbaba la mente y el río turbulento no admitía errores.
El hombre había enseñado los secretos del paso a los Corbalán, de modo que solo él y los dos hermanos sabían la línea justa por donde debían avanzar durante el cruce. Contrató a una paisanada de dudosa decencia y puso al mayor de los Corbalán al mando.
Pronto se corrió la voz en la región de que por allí se cruzaba ganado robado en el Paraguay. Por los “servicios”, el hombre cobraba cinco pesos por cabeza. Apoyado por sus matones, el caudillo había expandido sus dominios a fuerza de tiros y machetazos. Conocido por su crueldad y temido por los lugareños, les proporcionaba algunas parcelas para que sembrasen algodón o maíz que luego acopiaba en sus galpones. Como pago les daba unos vales que alcanzaban apenas para cambiar por algunas de las necesidades básicas en la despensa del pueblo, tan olvidado que ni nombre tenía. De a poco se convirtió en amo absoluto de la región. Decidía los destinos de cada uno, y si alguno se le retobaba, Nicasio lo enderezaba a puro facón. Su autoridad era tan absoluta que, en El Colorado, cada vez que los milicos organizaban una partida en busca de algún malandra solo podían llegar hasta el puente del poblado, de allí en adelante el caudillo era la ley.
Fiel a Encina, Nicasio se convirtió en su perro guardián; controlaba la cuadrilla y resguardaba los intereses de la hacienda. Una o dos veces al mes llegaba una tropilla cuatrereada para cruzar al Chaco. Encina solía pararse en lo alto del barranco junto a la quebrada y desde allí observaba la maniobra de cruce. Sin duda Nicasio era el hombre fuerte de Encina. Su única debilidad era el alcohol. Al principio habían sido episodios aislados que causaban la hilaridad de los gauchos, pero en los últimos años cada vez se embriagaba más y era más difícil encontrarlo sobrio que a los tumbos. Martiniano lo cubría cuantas veces podía, pero las borracheras cada vez más seguidas llegaron a oídos del patrón. El caudillo las dejó pasar inicialmente, aunque pronto fue evidente que los desarreglos del capataz iban a comprometer sus intereses.
Esa mañana Panambí subió la cuesta como siempre, se paró frente a Martiniano y colocó la damajuana a sus pies. Sin embargo, éste no vio a la criatura desaliñada que venía por el canje de cada semana, sino a una hermosa guaraní de rasgos delicados. Esta vez, adornada con brazaletes y engalanada con floras entrelazadas en el pelo, percibió el fuego ardiente de su mirada. “¿Qué llevas ahí?”, le preguntó señalando una bolsita de tela que pendía de su cuello. “Payé”, dijo la joven. “¿Para qué?”; “pa´ enamorar”. Martiniano la miró sin comprender. Depositó luego la bolsa de harina, como de costumbre, esperando que la recogiera, pero Panambí se quedó parada. Martiniano acomodó la bolsa nuevamente, pero la joven, inmóvil lo perseguía con esos ojos de mirada intensa que lo invadían e irrumpían de pronto en su corazón.
Sin darse cuenta, capturado por los gualichos guaraníes, la tomó de la mano, pero apenas cargó la bolsa, bajó corriendo. Casi llegando al bote, turbada por el momento de amor, se tropezó y cayó junto a la piragua. La bolsa se abrió y la orilla se cubrió de blanco. Panambí se arrodilló y permaneció junto a la piragua con la desesperanza marcada en su rostro. Martiniano bajó a los saltos; se arrodilló junto a ella y la miró con pena; la tomó del brazo y la apretó contra su pecho. Lentamente pasó sus manos por la piel. Se amaron casi sin cruzar palabras. Abrazados junto a la canoa Martiniano balbuceó: “Panambí porá”. “Aramí”, respondió la joven mientras se dejaba poseer.
Las olas golpearon lentas sobre la canoa; las primeras luces se reflejaban en las aguas. A lo lejos se escuchó un mugido y luego otro más. Los baqueanos comenzaban a reunir las quinientas reses en el barranco. Panambí subió a la piragua y sin voltear la cabeza, cruzó el río. Él la siguió con la mirada esperando que volviera la vista, pero eso no ocurrió. Dio un suspiro, se acomodó las alpargatas y corrió a unirse a la tropa.
Arriba, las vacas, todavía alteradas por una anaconda que había merodeado por el corral durante la noche, resoplaban y bufaban, alborotando la mañana. Otra vez Nicasio había estado bebiendo toda la noche, pero cuando Martiniano se acercó para reemplazarlo, le dio un empellón, apartándolo. Las órdenes de Encina habían sido claras: “cuando se cruza, no hay ginebra que valga…, ni una gota”. ¡Nicasiooo, estás caú añamembuy!; ¡Te voy a estaquear bajo el sol por desobediente!” Se escuchó el grito desde lo alto. Nicasio miró de reojo a Encina y trató de disimular la ebriedad. Subió al caballo, se calzó los estribos y cruzó dos violentos latigazos.
El grito de “¡Arreee!” resonó en las barrancas. El caballo respondió con un relincho y de un salto se internaron en las aguas mientras las vacas se atropellaban hacia el cañadón arrancando las enredaderas que se cruzaban sobre el sendero. La tropilla, en medio de la polvareda, se encaminó detrás del animal que portaba un cencerro en el cogote. De inmediato los baqueanos ladearon las vacas al galope. Adelante, Nicasio marcaba el camino entre las aguas; más atrás Martiniano, daba órdenes a los gauchos para que mantuvieran juntos a los animales. Otros dos baqueanos indicaban el final del desfiladero descargando latigazos sobre las bestias retrasadas o que volvían asustadas por el fragor de las aguas y el retumbar de los mugidos en las barrancas. Los otros gauchos, al mando de un tal Chamorro, se apostaban en línea marcando el borde del desfiladero para evitar que la tropilla fuese arrastrada por la corriente. La manada avanzó en medio de un entrevero de bufidos, gritos y chapoteos. Arriba, parado en lo alto del barranco, Encina observaba, mientras mascaba su bronca por la borrachera de Nicasio.
Pese a todo, los hermanos se movían ágiles yendo hacia adelante y hacia atrás mientras los caballos corcoveaban y lanzaban relinchos. Los baqueanos se desplazaban seguros, indicando el camino a la vaca madrina. El río estaba crecido de modo que las bestias tenían que nadar de tanto en tanto. Cuando se desviaban, los arrieros arremetían a rebencazos empujándolas hacia la orilla a los gritos de “¡Neike, neike neike!”. De a poco los primeros animales alcanzaron la costa. El último tramo era más peligroso porque las vacas se abalanzaban sobre la arena y la orilla, convertida en un tembladeral, se desmoronaba por el peso. Los Corbalán espoleaban a los animales para evitar que avanzaran hacia la arena descalzada de la playa.
Apenas se acercó a la orilla, la madrina avanzó hacia la parte más floja. Nicasio giró su caballo, un alazán tan baqueano como el dueño, y arremetió a fustazos contra el animal. De pronto una piedra se desprendió, el alazán dio un brinco y a Nicasio se le desenganchó el pie. Turbado por la bebida, perdió el equilibrio y quedó inclinado sin poder enderezarse. Sin guía, la vaca desvió súbitamente su rumbo y en un segundo nefasto enfiló directo hacia el cauce. El agua la levantó como una hoja arrastrándola en dirección al remanso. El cencerro sonó confundiéndose con el estrépito del agua, mientras las otras vacas se alinearon obedientes detrás de la madrina que las llevaba ahora hacia la muerte. Nicasio, ladeado y sin poder reacomodarse cambió el rumbo del caballo intentando alcanzar a la madrina. Pataleó y trató de aferrase a las crines, pero el alcohol le hizo flaquear las fuerzas. La corriente lo alcanzó de lleno y perdió el control; el caballo se sacudió entonces para desprenderse de su monta y el agua se llevó al hombre, que intentaba flotar agitando los brazos. Martiniano intentó alcanzarlo antes que la corriente se lo llevara irremediablemente.
Sin la guía de la madrina y abandonadas, las quinientas vacas, descontroladas y sin rumbo, eran empujadas hacia el cauce del Bermejo. Encina escupió en el suelo lanzando un juramento: “¡Martiniano! ¡Se van las vacas! ¡Dejá a Nicasio, ya le dije a ese infeliz que no chupara!; ¡Atajá las vacas que se las lleva la corriente!”. Martiniano nunca había desobedecido al patrón, así que ante la orden, frenó de golpe a su caballo. Por un momento parecía que retomaría el control de la tropilla desenfrenada. Miró a su hermano que levantaba la mano en señal de auxilio. Miró luego a Encina; dudó un instante y finalmente giró su caballo y avanzó hacia Nicasio. En unos segundos alcanzó a su hermano, pero cuando se inclinó para tomarle la mano, apenas logró rozarle los dedos. Martiniano se incorporó de inmediato alcanzándolo nuevamente. Ya casi lo tenía; ahora seguro lo tomaría de la mano. Para Encina esta era la segunda desobediencia y toda una afrenta, justo cuando las quinientas cabezas de ganado se perdían río abajo. Calmo, el hombre levantó el fusil con el pulso firme; la cruz de la mira siguió unos segundos la espalda de Martiniano. Luego sobrevino el disparo fatal, fuerte y seco. El fragor de las aguas, los bramidos y los gritos cesaron un instante. El eco resonó tres veces en los barrancos; la camisa se tiñó de rojo. Martiniano levantó los brazos y se desplomó mientras la sangre fluía a raudales diluyéndose en el río. Con la mente confusa, trataba de mantenerse a flote. La corriente lo arrastraba rápido. Pasó flotando inerme junto a la olla. Pese a que la herida era enorme, la espalda no le dolía. Mientras se deslizaba rio abajo veía sus pies asomar sobre el agua. De pronto percibió el cosquilleo en el dedo que asomaba por un orificio de la alpargata; apenas un leve tirón y luego otro y otro más. Sintió un desgarro en el dedo y vio un hilo de sangre. Luego un mordisco; el dolor lacerante y varios tirones destrozando sus dedos. Vio pasar un pez pequeño, redondo y plano. Otros dos peces plateados saltaron junto a sus pies. “Pirañas”, murmuró. Las pirañas solo bajaban cuando las crecientes desbordaban los bañados de Pirané. “Añá con la mala suerte”, murmuró Martiniano. La sangre fluía de sus pies. Flotando río abajo, vio a los peces abalanzarse sobre sus pies. Sin perder la conciencia los observó tironear hambrientos de la carne roja de sus dedos. Cientos de pirañas se arremolinaban, saltando sobre los pies sangrantes. De a poco fue cerrando los ojos. Decenas de vacas pasaban a su lado y lo golpeaban mientras trataban de alcanzar la orilla. Las imágenes se le mezclaban. Como en un ensueño vio a su hermano pasar a su lado; con la mano levantada ya no pedía ayuda, sino que parecía saludarlo; vio a Nicasio enlazar a un potro embravecido, luego la imagen de su madre acomodando la ropa y advirtiéndole que no se acercara al río; vio la figura de Panambí murmurarle al oído que lo salvaría de las aguas. Los ojos azabaches que lo habían perseguido por años en esos encuentros efímeros lo miraban ahora con ternura, mientras lo rodeaba con sus brazos. Luego el tirón en el hombro; las piernas aflorando entre las aguas; los pies desgarrados; las trenzas renegridas de Panambí sobre su cara; el aroma de las flores de ceibo recién arrancadas y un manto oscuro cubriéndole la vista...
La canoa a la deriva dio un trompo mientras la corriente la arrastraba río abajo. Panambí alcanzó a levantar las piernas ensangrentadas de Martiniano y lo acomodó en la piragua.
Navegaron todo el día y cuando las luces comenzaban a perderse entre las sombras largas de los árboles, encallaron sobre la arena. Acomodó los remos y arrastró a Martiniano hacia la orilla; lo tendió sobre el pajonal; lavó sus heridas y las cubrió con hojas de macaí. Martiniano ya no sentía nada cuando las estrellas desplegaron sus puntos luminosos entre la selva. Panambí, exhausta, lejos de su tribu, en la soledad de la noche se acurrucó junto a Martiniano y se durmió profundamente. 
Según cuentan, en los meses siguientes, a Martiniano lo acosaron las infecciones, la fiebre y los delirios. No se sabe bien si por la gangrena perdió un pie o los dedos. ¿Quién sabe?… Pero Panambí lo cuidó, lo curó y lo amó como nadie lo había amado hasta entonces. Eso dicen.... 
Martiniano y la india guaraní jamás volvieron. Contaba el maestro Don Quagliosi que cuando vino de Santa Fe, a hacerse cargo de una escuela erigida en la selva de Formosa, paró en Resistencia, cargó allí sus pertenencias en una volanta y cuando estaba llegando a Barranqueras, perdió el rumbo y fue a parar a un rancherío lleno de mestizos. Según recuerda, se llamaba Colonia Corbalán. Más tarde, cuando la Empresa Dodero abrió la ruta hasta puerto Piraguas con el Berna, según el oficial de cubierta, apenas se adentraban en el Bermejo, pasaban por un embarcadero donde una india en un bote, se les ponía a la par y desde la borda cambiaban cueros por bolsas de yerba, vino y azúcar. Para el oficial, el embarcadero no tenía nombre, pero para los lugareños no había dudas que ese era Puerto Panambí.
Muchas historias y leyendas se tejieron sobre Panambí. La mayoría no son ciertas, pero sí hay algo seguro: en la entrada de Barranqueras hay una pequeña parroquia a la vera de la avenida principal. Si uno entra, hay una Virgen con indumentaria indígena a quien llaman “Virgencita de Panambí”. Los pescadores siempre le llevan ofrendas, porque según ellos, si te lleva la corriente del Bermejo o te arrastra un remolino y le rezás a la virgen muy pero muy fuerte, ésta se te aparece y te salva del remanso, y eso no es poco milagro, considerando la reputación que tienen esas aguas... 
Eso dicen…, pero ¿quién sabe?

Luis Politi, de “Las Gárgolas”.  EdiUns

(*) Nota del autor: toda semejanza con la realidad es pura coincidencia.


Comentarios

  1. Cuando lo leí la primera vez igual que en esta segunda, casi lloro

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