El secuestro de Titi
El secuestro de Titi
Jacinto abrió la portezuela de metal y pasó la mano entre
las rejas hasta que los dedos de ambos se entrelazaron. Las miradas se cruzaron
embargadas de pena. “No puedo”, dijo Jacinto, “sabes que no puedo, pero bueno…,
te traje esta manzana...”. Luego apretó suavemente los pequeños dedos de Titi y
retiró su mano lentamente. Revisó el agua, barrió el polvo y las mugres
amontonadas junto a los barrotes, se sentó en el banquito que yacía bajo la
ventana y permaneció unos minutos mirando a Titi, que siguió expectante tomado
de los barrotes. Jacinto caminó hacia la salida de la recámara, cruzó la puerta,
miró a Titi por última vez, y con voz resignada exclamó: “no puedo hacer nada
…, sabes que no puedo”. Las manos de Titi se extendieron suplicantes entre los
barrotes. Antes de salir, se miraron nuevamente; Jacinto bajó la mirada con vergüenza,
apagó la luz y cerró la puerta.
El recinto, apenas iluminado por un rayo de luz que se
colaba por el ventanejo permaneció en silencio. Titi sabía que pasaría un día
entero antes de ver a Jacinto irrumpir nuevamente en la sala. Se entretuvo
luego mirando el brillo verdoso que adquirían las paredes desnudas mientras el haz
de luz rotaba en la mañana. El pequeño rayo desaparecería finalmente y un manto
negro invadiría la sala durante la noche. Cada jornada se repetía igual a la
anterior, y a la que vendría y cada noche volvían a su mente las imágenes del
horror reflejada en la cara de sus cinco compañeros.
De a uno se los llevaron. ¿Qué harían con ellos, a que
sufrimiento los enfrentarían? Cuando finalmente
se llevaron al último y Titi quedó solo en su encierro, parecía que había
llegado su turno. Sin embargo, al día siguiente, cuando escuchó el cerrojo y miró
hacia la puerta con pánico; un hombre, ajeno a las desapariciones previas,
entró tarareando una canción por lo bajo. Colocó el plato con comida, luego el
agua y se retiró. Titi lo siguió en silencio con la mirada, se refregó la
cabeza, caminó en círculos unos minutos y finalmente entrecerró los ojos y se
acurrucó en un rincón.
Cuando llegó la noche soñó que era libre, escuchó a los
papagayos ruidosos y los aullidos de los carayás, que tanto admiraba cuando los
veía, solemnes, desfilar por los senderos de la jungla, o saltar para encaramarse
en los árboles. ¡Grandes!, pensaba. Grandes y majestuosos. Titi despertó
inquieto, el sueño lo llevó a recordar la jornada fatídica en la que él y su clan
cayeron atrapados. Todo parecía normal esa mañana, iban hacia las arboledas
donde crecían las guayabas. A cuarenta metros de altura saltaban con agilidad
entre las ramas. El guía, ágil, marcaba el rumbo; un poco más atrás, los otros
monos, menos expertos, a veces titubeaban antes de dar los saltos más
arriesgados.
El grupo avanzó hasta alcanzar la rama desde donde
saltarían hacia las guayabas. Todos miraban al líder esperando la orden. A un
gesto del guía, saltaron hacia un ceibo frondoso, cuando, de pronto, del cielo,
les cayó la red como un manto. Uno de ellos alcanzó a zafar de las cuerdas y se
desplomó dándose golpes entre las ramas. Como si rebotara, el líder, más astuto,
saltó hacia una rama cercana, apenas antes que la red se cerrara como una bolsa. Esa fue la última vez que Titi los vio.
Enseguida llegaron cinco baqueanos; levantaron la bolsa con los cautivos y la
tiraron sobre una carreta atada a un tractor.
Viajaron varias horas por senderos sinuosos, sacudidos
por los barquinazos del remolque atravesando los pozos y las ramas. Titi
espiaba por entre las aberturas de la red las lianas y los pájaros que, espantados
se lanzaban a volar ante el paso del tractor. El olor de las frutas maduras y
de las flores aplastadas por el vehículo, lo invadían, embriagando sus
sentidos. Finalmente llegaron a la reserva; un predio enorme escondido en la
selva, protegido por un alambre tejido y lleno de jaulas dispersas. Uno de los
gauchos arrastró la bolsa hasta una de las jaulas. En cuanto abrió la red, los
monos, espantados, corrieron a refugiarse en un rincón.
Los primeros días de encierro fueron plenos de miedo;
recorrían la jaula y revisaban los barrotes buscando inútilmente un resquicio
por donde escapar; se abrazaban, gritaban y lloraban, día tras día, así durante
un año, quizás dos. Lentamente, sumidos en esa tristeza, se fueron
acostumbrando al encierro. Un día, aparecieron Jacinto y su ayudante. “Estos son los monos que te vas a llevar”,
dijo Aguilar, el encargado, “pero antes tendrán que aprender a agarrarlos,
trasladarlos, alimentarlos, en fin, a manejarlos; una semana bastará. Después
los cargaremos en el camión para el largo viaje hacia el Centro de
Investigaciones”.
Jacinto había ingresado al Centro unos meses antes como
pasante. Un día antes de viajar a la selva, el Director lo llamó y le dijo, “Mañana
va a ir en misión a buscar esos monos para investigar este nuevo virus. Tomás
irá con usted, lo va a ayudar; tenga en cuenta que estas investigaciones son
por demás importantes. Mire, si es lo que pensamos, podremos entender mejor
este virus y, quien le dice, quizás hasta hallaremos la cura para este flagelo.
Acá tenemos todo dispuesto para recibir a estos animalitos, la sala que
preparamos es grande, está aislada, opera como una recámara, y, en su interior
está la jaula para los simios.”
El adiestramiento fue intenso y, al cabo de una
semana, ya hábiles en el manejo de los animales, Jacinto y su ayudante estaban
listos para regresar con los monos. Titi y los que quedaban de su grupo,
miraban aterrorizados sin entender.
El camión dio marcha atrás, se abrió la compuerta, bajó
una rampa y con un aparejo cargaron la jaula. Tal como había pronosticado
Aguilar, el viaje, aunque largo, transcurrió sin contratiempos. En cambio, la
llegada estuvo llena de ellos. Al bajar por la rampa, la jaula enganchó un
aparejo y volcó en medio de un estrépito infernal, mientras los monos,
aferrados a los barrotes, no paraban de chillar. Cuando lograron ingresar a la sala, Jacinto y
Tomás, se aprestaron a pasar los monos a la jaula definitiva. Tal como les
habían instruido en la reserva, acomodaron las jaulas una contra otra. Tomás se
calzó los guantes, se acercó a la jaula, abrió la puertecilla, metió la mano y,
en un segundo, zip, zip, zip, los cinco monos se escabulleron como un rayo.
Jacinto, de un salto, alcanzó a cerrar la puerta de la sala. Los monos comenzaron
a correr en círculos, perseguidos inútilmente por Tomás, quien trataba de
aprisionarlos con una escoba. Jacinto trataba de atrapar a los que pasaban a su
lado, pero los monos eran rápidos y corrían de un extremo al otro de la sala; alcanzaban
la pared, trepaban hasta el techo y desde allí saltaban hacia el otro extremo de
la habitación para repetir el circuito una y otra vez. Jacinto, derrotado, finalmente
se sentó en un banquito a observar la escena. Siguieron así por varias horas
hasta que los monos se cansaron; entonces, Tomás, que era persistente, los fue
apresando uno tras otro. Ya para las diez de la noche, los cinco monos,
exhaustos, quedaron encerrados.
Cuando las investigaciones se iniciaron, cada día,
tomaban uno de los monos, lo anestesiaban e inyectaban con un compuesto, y
finalmente lo sacrificaban para su estudio. Cuando solo quedaba Titi,
inesperadamente, el director del Centro, sufrió un infarto que acabó con su
vida. Las investigaciones se interrumpieron, primero por unos días, después
unos meses, luego dos años y, como ocurre muchas veces, los avatares políticos
que sacuden a los países del tercer mundo, hicieron que los planes y objetivos
cambiaran y todo cayera en el abandono.
Los cambios turbulentos favorecieron a Titi, que,
salvó su vida, pero quedó recluido en su jaula. Solo Jacinto siguió yendo a la sala
cada día. Se sentaba unos minutos junto a la jaula y mantenía con Titi una
charla silenciosa, llena de reproches y penas, por un lado, y de remordimientos
por el otro. Cuando Jacinto regresaba a su casa, la culpa lo embargaba
abrumándolo con un peso insoportable. Un peso que solo compartía con sus amigos
más cercanos, como Pincho Rubiarte, un viajante de comercio que cada seis meses
lo visitaba en su paso por la ciudad. “Jacinto, ¿cómo es que no puedes hacer
nada por ese animal?; dámelo y lo llevo a mi casa; yo vivo en un barrio con gente
del norte; ellos me ayudarán, saben de monos, de loros, de árboles; de la vida,
tienen ese saber ancestral que solo los originarios atesoran; dámelo y te
prometo cuidarle”. “¿Estás loco? contestó Jacinto, ¡No puedo dártelo, ese
animal no es mío!” “Es cierto que no es tuyo”, insistió Rubiarte, “pero a las
autoridades que deberían ocuparse, no les importa. ¿Qué esperamos para hacer
algo? ¡Vamos, dale, dámelo por favor!”. Jacinto se tomó la barbilla, meneó la
cabeza, miró hacia arriba como buscando ayuda en el cielo y con la calma que
caracteriza a los que descargan su culpa, solo dijo: “OK, hagámoslo mañana;
saquemos a ese mono de su encierro”.
Eran las tres de la mañana cuando el auto estacionó en
la esquina. Los dos hombres, vestidos de negro y cubiertos con sus gorras,
favorecidos por la luz mortecina del farol, se movieron rápido hacia la puerta
del Centro de Investigaciones. Jacinto
portaba una pequeña pajarera de alambre. Pincho introdujo un alambre puntudo en
la cerradura, lo giró para un lado y para el otro varias veces, sacudió luego el
picaporte y ¡Zaff!, la puerta se abrió. Como un experto, extrajo luego una
linterna y mirando a Jacinto ordenó: “¡Vamos rápido, que en cualquier momento
suenan las alarmas!”. “No hay alarmas aquí!”, contestó enfático Jacinto, quien
conocía el edificio. Los dos hombres se
deslizaron raudos por el pasillo hacia la sala y cuando Jacinto abrió la
puerta, Titi, sorprendido, dio un chillido agudo. Jacinto instintivamente,
cruzó los dedos sobre los labios en señal de silencio; un gesto inútil porque
el pequeño mono chilló aún más fuerte, pero, al acercarse a la jaula, Titi lo reconoció
y dio un salto hacia él. Jacinto abrió la portezuela y extendió su mano. Como
si supiera del rescate, el monito se posó sobre la palma de la mano. Jacinto lo
tomó junto a su pecho y le acarició el lomo. Luego, con cuidado, lo introdujo
en la pajarera y, tan rápido como llegaron, se apresuraron hacia la salida. Ya
en la puerta, al mover el cerrojo, pese a la afirmación de Jacinto, la
inexistente alarma se disparó alertando a los vecinos y a la policía. Los dos
hombres, con el mono raptado, subieron al auto cuando ya las luces del alba
parecían encenderse a lo lejos. En su huida cruzaron varios autos de policía que
se dirigían raudos hacia el lugar. Unos minutos después, Jacinto se apeó del
auto, se estrecharon con Pincho en un abrazo de despedida y, enseguida, éste emprendió
el regreso con la preciada carga hacia su casa.
Los primeros días en la nueva casa, Pincho, cerró puertas
y ventanas y liberó a Titi para que deambulara en su interior, pero al poco
tiempo, cuando se adaptó y encariñó con su nuevo anfitrión, lo dejó salir al patio
en libertad. Allí, cinco naranjos sirvieron para que ejercitara sus acrobacias
y pasara sus días. Al caer la noche, siempre entraba por la ventana, se extendía
sobre el respaldo de un sillón, dejaba caer los brazos largos hacia ambos lados
y dormía feliz.
En el patio, el monito no tardó en llamar la atención
de los vecinos. Uno de ellos, de apellido Galán, criado en la selva, pasaba
horas mirando embelesado al animal. “Mire Don Rubiarte, ese monito tiene que
vivir en la selva”; “ete…, ete no é lugar pa un Kai”, completó la frase en guaraní.
“No Galán, el mono es feliz, dejémoslo que siga aquí, ya tuvo muchas desgracias
en su vida”, respondía amablemente Pincho cada vez que su vecino insistía.
Entonces Galán, hacia un gesto golpeándose la cabeza con la mano en señal de
disgusto y daba media vuelta hacia su casa.
Fue en la tormenta de Santa Rosa; las nubes se
cerraron de golpe y la lluvia sorprendió a Titi encaramado a una rama entre
relámpagos y rayos. Asustado, saltó hacia la vereda y se tomó de un cable de
luz; luego hizo una pequeña cabriola, se asió al cable contiguo y una descarga fulminante
le recorrió el cuerpo como una ráfaga. Titi se desplomó sobre la vereda. El
chasquido eléctrico y el golpe alertaron a Galán, que, sin dudar corrió a
socorrer al pequeño animal que permanecía exánime en el piso. Galán lo tomó
entre sus manos y le apretó el pecho para reanimarlo, una, otra, y otra vez
hasta que, de pronto, abrió los ojos e hizo una inspiración ahogada al tiempo
que volvía en sí. Galán no dudó; puso un termo, algunas galletas y algo de ropa
en su maleta; cargó al pequeño simio en su auto y partieron hacia la selva.
Viajaron un día y medio hasta que la ruta se internó en la jungla. Galán sabía a
qué lugar de la selva exactamente debía ir. El auto avanzó hasta que las
sombras de los árboles extendieron su penumbra ganándole al sol; detuvo luego
el automóvil, abrió la ventanilla y dejó que Titi se asomara. Curioso, éste sacó
la cabeza, miró hacia los dos lados y saltó hacia la carretera. Galán se
acomodó en el asiento del auto observando al monito, que, indeciso, permanecía
junto al vehículo. “Ehh andée, ¿qué stá ´perando chamigo?”, lo alentó Galán con
una sonrisa. Titi pareció entender. Dio un salto y se encaramó hasta alcanzar la
cima del lapacho más alto. Galán permaneció inmóvil y en silencio a la espera que
las aves repoblaran de ruidos la selva, interrumpidos por la llegada del vehículo.
Los monos, más cautelosos que los pájaros, llegaron más tarde; enseguida rodearon
a Titi y entablaron un diálogo, que se traducía en una algarabía infernal.
Galán salió del auto; sigiloso, se agachó y pudo divisar a Titi en el centro
del bullicioso grupo. Subió al auto y, en cuanto encendió el motor, los monos,
percatados de su presencia, saltaron de inmediato hacia los árboles más
lejanos. Todos, menos Titi, que se quedó observando a Galán. Giró luego la
cabeza, vio que su nuevo grupo se internaba en la jungla y, sin dudar, dio un brinco
y se unió a ellos.
“¡Ko apé; ko apé, tu eres de aquí!”, dijo Galán; encendió
luego un cigarro de chala y, feliz, emprendió el regreso.
Luis Politi, Bahía Blanca, 11 de marzo del 2025
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