Amor de migrantes

 


Amor de migrantes

 En 1905, con la aplastante derrota ante Japón aún pesando sobre el ánimo del imperio ruso, un nuevo terremoto, quizás más devastador, sacudió al zar Nicolás II. El levantamiento de San Petersburgo lo estremeció amenazando con terminar no solo con su reinado sino con el orden que había regido el destino de Rusia por generaciones. Cuando Dimitri surgió como uno de los líderes de esta revuelta, el zar no tuvo dudas: “¡Mátenlo!”

Avisado de la sentencia, cuando vio venir por él a los cosacos, Dimitri besó a Judith y a Edith, su hija recién nacida, tomó el bolso con los documentos fraguados que le facilitaran sus compañeros y huyó internándose en el bosque. “En unos días estaré en Argentina; encontraré trabajo y te enviaré el dinero para que puedan viajar”, dijo a su esposa antes de partir.

En Buenos Aires, el oficial de Aduanas miró los papeles del recién llegado y, a sabiendas de que muchos de los inmigrantes eran bolcheviques o anarquistas, preguntó con desconfianza: “¿Señor, de que se ocupaba en Rusia y a que viene a la Argentina?” “Soy tipógrafo y vengo a trabajar”, respondió sin dudar Dimitri. El oficial miró al ruso a los ojos y, con fastidio, anotó; “Nombre: Dimitri Friedman; Pasaporte: ucraniano; Oficio: tipógrafo. Pegó luego en la hoja de entrada el certificado con el sello que rezaba “vacunado” y, a desgano, agregó: “Bienvenido a la Argentina. ¡Que pase el siguiente!...

Como a muchos de sus paisanos, a Dimitri lo enviaron a la “Casa de los Inmigrantes”. “Acá sobran los tipógrafos, pero faltan estibadores”, dijo allí el agente de turno y, sin más trámite, lo embarcaron rumbo a una Rosario sacudida por las luchas portuarias.

El ruso, como lo llamarían, pronto aprendió el idioma y se integró con sus compañeros, no solo en los trabajos del puerto, sino también en las luchas sindicales y sociales que convulsionaban a la ciudad.

Puso toda su pasión en estas luchas, pero más que nada en trabajar para cumplir la promesa que le hiciera a Edith. Pasados dos años pudo finalmente enviarle la plata para los pasajes y comprar una pequeña casa a la vera del rio. Desde entonces, todos los días pasaba por el correo esperando ansioso a que Judith le confirmara su embarque.

En cuanto Judith recibió el dinero buscó el primer buque hacia Buenos Aires y escribió a Dimitri: “Amor ¡tengo los pasajes! En dos meses partiremos en el Enterprise; recalaremos en Génova y de allí, seguiremos a la Argentina. Edith ya dice tu nombre y ansía conocerte, ¡Espérame! Te amo”.

La noticia avivó la ansiedad de la pareja. A partir de entonces, se enviaban, una, o a veces, dos cartas por día que, una vez en destino, leían con avidez.

El día de la partida, Judith acomodó en la valija la muñeca de cerámica de Edith y el collar de perlas que le regalara su abuela para que luciera en Buenos Aires; guardó las pocas prendas que tenían, cerró la maleta y con su hija en brazos, subieron al carro que las llevaría al puerto de Odesa. Ya en la dársena, se unieron a la larga fila de pasajeros de tercera clase que pugnaban por embarcar: una amalgama de migrantes rusos, polacos, ladrones, buscavidas y escapados del régimen zarista.

Luego de horas en medio de empujones y gritos, accedieron al camarote, un cubículo pequeño y sombrío. En una de las dos literas ya se había instalado Valentina, una joven triste y consumida, que emigraba a América luego de perder a su esposo en la guerra contra Japón. La muchacha tosía todo el tiempo, pero a Judith, no le importaban ni eso, ni las incomodidades y molestias; en unos días arribarían a Génova y un mes después el vapor estaría en la Argentina.

Los gritos de los marineros se desvanecieron de a poco. No bien sonó el silbato anunciando la partida, comenzó el balanceo de la nave y el retumbar monótono de los motores que durarían todo el viaje. Judith se acomodó en el camastro, y mientras dormía a la niña sobre su pecho, cerró los ojos e imaginó de mil formas, su encuentro con Dimitri.

Las jornadas siguientes fueron difíciles; les estaba vedado subir a cubierta, reservada solo para los pasajeros de primera clase. La comida era siempre igual, una sopa desabrida y un guiso que servían sobre largos tablones en la sala oscura y maloliente de la bodega. Para peor, la joven con quien compartían el camarote, empeoraba y ya para el tercer día, la fiebre la consumía. Judith le alcanzaba los tazones de caldo que la muchacha rechazaba indefectiblemente. Justo antes de atracar en Génova, cuando ya Valentina casi no podía respirar y el dolor en el pecho la agobiaba, la revisó el médico de a bordo. “Tuberculosis”, sentenció. Un rato después, el primer oficial se acercó al camarote y les dijo: “debido a la enfermedad, las tres tendrán que bajar en Italia”.

Cuando llegaron al puerto, Valentina estaba tan débil que los marineros debieron ayudarla para descender. La sentaron sobre una valija y en cuanto se retiraron, la joven se desvaneció y cayó tendida sobre el muelle. Judith intentó revivirla, pero para cuando llegó la ambulancia, ya no respiraba. Con Edith en sus brazos, Judith retornó a la pasarela, pero, dos marineros le cerraron el paso: “no podrán abordar; si lo hacen quedaremos en cuarentena”, le dijeron.

Mirando al vapor perderse en el horizonte, Judith, abatida, sintió que se esfumaban las esperanzas de llegar a América. Pero su desgracia no fue mayor que la del Enterprise. Al llegar a Gibraltar una tormenta lo arrastró contra los peñones destrozando su casco. Solo unos pocos sobrevivientes pudieron ser rescatados del desastre.  

La noticia del naufragio llegó finalmente a Rosario. Cuando Dimitri pasó por el correo, el empleado le entregó un sobre, y, con un hilo de voz agregó: “malas noticias ruso, el Enterprise naufragó; ésta es la lista de sobrevivientes”. Dimitri tomó el sobre entre sus manos temblorosas y leyó la lista de los rescatados: “Petrov, Dostoievski, Federov…, Voronova…” Recorrió los nombres una y otra vez, solo para confirmar que Judith y su hija no estaban allí. Salió del edificio, se acomodó en el carro, tomó las riendas deteniendo a los caballos, que impacientes, apuraban el regreso, e inclinado sobre el pescante, lloró como nunca lo había hecho.

El tiempo y su participación en las luchas portuarias limaron de a poco su dolor y aplacaron su soledad.

Aun joven, de aspecto afable y atractivo, el “rusito viudo”, como lo tildaron enseguida, llamó la atención de las muchachas del lugar que se disputaban su compañía. Fue entonces que conoció a Ana. El romance fue corto y al poco tiempo, ella se instaló en la casa y a los nueve meses nació el bebé. Mientras Dimitri trabajaba y dedicaba buena parte de su tiempo a organizar la Federación Obrera, Ana pasaba sus días atendiendo al retoño y cultivando la huerta junto al rio.

Sola en Italia, Judith recorrió Génova buscando alojamiento. Sin hablar el idioma y en un país extraño, cuando por fin halló un albergue, el hotelero, un truhán, por las cien liras que valía el hospedaje, le cobró cinco mil rublos, de los seis mil que llevaba. Cuando tuvieron que dejar el albergue, las dificultades se hicieron enormes, vagando por la ciudad y durmiendo sobre cajas abandonadas en los callejones. Finalmente, la joven consiguió trabajo en un galpón de empaque. Allí sobrevivieron dos años llenando bolsas de arroz chino que cargaban en camiones rumbo a Roma. Mientras, Edith crecía entre las bolsas y las ratas, que, atraídas por los cereales, frecuentaban el lugar. En las noches el patrón les dejaba pernoctar en el depósito. De a poco, con los ahorros de cada día, reunió la cifra para concretar el viaje anhelado.

Con la esperanza renovada, se embarcaron con la niña y luego de días interminables, arribaron a Buenos Aires. Como a Dimitri, la enviaron a la “Casa de los Inmigrantes”, donde le informaron que su esposo estaría en Rosario.

Ansiosa, con Edith que estrenaba sus cuatro años, viajaron a Rosario. Judith quería impresionar a Dimitri y volver a enamorarlo como cuando se conocieron en Ucrania, pero había pasado mucho tiempo y los martirios vividos habían calado en su figura. Sacó su espejo y vio reflejadas las arrugas, que incipientes, se dibujaban en la cara.

Aflojó las pinzas del pelo, lo cepilló y acomodó los bucles de su cabellera, que quedó luciendo tan brillante y amarilla como el sol. Se pintó los labios con un lápiz rojo, se adornó con el collar de perlas de la abuela y se puso el vestido de flores azules que había reservado para el encuentro. Aunque tuvo que aflojarlo para que le calzara, cuando se miró nuevamente al espejo percibió que, después de todo, había recuperado la sonrisa y también su belleza.

Feliz, acarreando a su hija, caminó por el sendero tal como le habían indicado. La huella se fue estrechando entre la vegetación cada vez más tupida. De pronto, la algarabía de los loros y el arrullo del agua le anunciaron la cercanía del rio. Siguió por las barrancas hasta que la senda se abrió en un pequeño valle junto al cauce. Abajo, junto al muelle, pudo ver la casa, pequeña, de paredes blancas, rodeada de los juncos que abundaban en la zona. El corazón le dio un vuelco; después de cuatro años allí estaba logrando lo que parecía imposible.

Ganada por la ansiedad y la esperanza de abrazar a Dimitri, bajó corriendo el barranco con la niña a cuestas. Fue abriéndose paso entre las malezas, espantando unas gallinas y alborotando a los perros que, amistosos, salieron a recibirla. Pero, al final del sendero no vio a Dimitri; junto a la casa, con su niño en brazos, Ana juntaba leña. Absorta por la llegada intempestiva de la visitante, preguntó: “¿Quién eres?” “Judith, soy Judith y busco a mi esposo”. “¡No! ¡no es posible!”, contestó Ana, “es que..., Dimitri es …”. No pudo completar la frase, pero de inmediato agregó con la firmeza de quien se dispone a defender lo suyo: “pero…éste, ¡éste es nuestro hijo!”.

Las voces alertaron a Dimitri. Abrió la puerta y, al ver a Judith, paralizado, solo alcanzó a balbucear: “pero…, ¿cómo es posible?; y la pregunta quedó flotando como un fantasma.

Parados frente a frente, se tocaron los dedos, avanzaron un paso como para fundirse en un abrazo, se miraron, titubearon un segundo, dos …, pero ese abrazo, por tantos años postergado, no ocurrió...

Sin decir palabra, Judith retrocedió dos pasos, dobló sobre el piso el manto que llevaba y depositó con cuidado a su hija. Avanzó luego por el espigón, se detuvo frente al rio y miró pasar extrañada los camalotes veloces que nunca había visto. Volvió luego la mirada hacia la casa y percibió la expresión triste de Dimitri. Entonces respiró hondo y, sin dudar, se arrojó al agua. La corriente la llevó rio abajo; el vestido de flores azules permaneció flotando unos segundos y de pronto, un remolino la arrastró bajo las aguas.

Luis Politi

Bahía Blanca, 23 de diciembre del 2024

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