LA GUERRA GRANDE DE CORRALES

 

LA GUERRA GRANDE DE CORRALES

A los pueblos olvidados de la patria

En fila, los cuatro vehículos avanzaban iluminando con sus lámparas mortecinas la ruta en la soledad de la noche. La monotonía de los motores se interrumpía de a ratos por el cruce intempestivo de algún guanaco o el brillo de los ojos de algún felino. El auto que encabezaba la comitiva enarbolaba una bandera roja. Una hoz y un martillo, estampados en dorado, iluminaban el paño con el reflejo de las estrellas.  

A lo lejos, el resplandor rojizo en el horizonte anunciaba el amanecer. “¡Es aquí!, dijo Dimitri deteniendo el auto junto a un cartel que emergía entre los yuyos indicando la entrada al pueblo de Gobernador Corrales.  La caravana se internó en el camino polvoriento y, al rato, cuando el calor del verano escaldaba los vehículos, entraron al poblado y se detuvieron frente al edificio municipal levantando una nube de tierra. Cuando ésta se aplacó, ya el sol, recuperando su protagonismo, reapareció amenazando devorar las pocas casas del vecindario.  

Sin reclamos que atender, y apartados por kilómetros de la ruta principal, los dos pueblos, Gobernador Corrales y Obispo Camero, yacían librados a su suerte. Olvidados por el Estado por centurias, la gente del lugar mantenía una subsistencia primitiva: sin aspiraciones, esperanzas, ni deseos. Acostumbrados a su mundo, desconectados del poder central, ya no imaginaban ni anhelaban el progreso, de modo que, de a poco, se fueron desvaneciendo los sueños de los fundadores, y disipando su existencia a la vera de la patria grande que emergía lejos de allí.

Aunque las dos poblaciones nacieron como hermanas, las costumbres diferían. En Gobernador Corrales, los habitantes llevaban una vida libertina, dedicada al juego, la bebida y a las asiduas visitas al prostíbulo del pueblo. La iglesia permanecía desierta, excepto cuando el monaguillo acudía en las mañanas para dar las campanadas, o cuando el cura habilitaba el confesionario para ventilar las infidelidades de algún vecino.

En Obispo Camero, por el contrario, el padre Olegario todos los Domingos reunía a los fieles y los incentivaba a leer los salmos bíblicos y prodigar la fe bajo los preceptos de obediencia a Dios, sentimiento reforzado por un fresco frente a la iglesia donde se destacaba la imagen de los pecadores ardiendo en las hogueras del infierno.  

Uno a uno, los hombres, con sus uniformes verde-oliva y sus boinas negras se acomodaron las bandoleras y bajaron observando con recelo la avenida desierta. Villegas se acercó a Dimitri, el comandante, y acotó casi susurrando: “todo está muy tranquilo aquí, ¿no estarán atrincherados esperándonos?” Dimitri frunció el ceño y respondió con firmeza: “el operativo es secreto”. “Pero esta calma, esta quietud...” insistió Villegas, “no sería la primera vez que un topo nos manda al frente y nos …”  No alcanzó a terminar la frase cuando, desde la iglesia, un estampido estremeció a los invasores. Rápidos, los guerrilleros giraron sobre sí y dispararon sus ametralladoras sobre el templo. Pero allí no había fuego enemigo, solo el campanario, que, sacudido de su letargo resonó inmutable otras ocho campanadas. Los guerrilleros se miraron desconcertados mientras, despertado por la metralla, todo el pueblo observaba el operativo tras las mirillas.  

El comandante miró el reloj y ordenó: “es hora de empezar la acción; ya no podremos sorprenderlos”. Tal como lo habían planeado, la brigada roja formó filas junto al convoy de vehículos; desenrollaron la bandera e iniciaron la marcha cubriendo los pocos metros que los separaban del edificio de la alcaidía. Marchando a paso militar avanzaron resueltos hacia el objetivo, mientras entonaban a viva voz las estrofas de “La Internacional”: “Arriba los pobres del mundo! ¡De pie los esclavos sin pan…!”.

Dimitri siguió con la mirada como el pelotón, dirigido por Villegas, tomaba por asalto la alcaidía. Los ruidos de las correderas de las pistolas se escucharon nítidas en la paz extraña de la mañana. En cuanto irrumpieron, el Alcalde, otros dos empleados y Amelia, la bella secretaria del edil, levantaron los brazos sin alcanzar a dirimir si lo que estaban presenciando era un asalto o un ataque terrorista. De inmediato, los guerrilleros aferraron de los brazos al magistrado y a Amelia. A los empellones, empujaron al alcalde junto a un escritorio. Parada frente al magistrado, Amelia, aterrada, lloraba acongojada. Villegas reparó entonces en la joven; le impactaron su perfil delicado, de contornos suaves y la perfección de su figura. Embelesado, avanzó hacia ella y tomándole la mano, con voz calma le dijo: “Esto no es contra ti, es por tu bien y tu futuro, yo me ocuparé de protegerte”.

Asegurada la toma del municipio, Dimitri entró con los brazos en alto en señal de victoria; alisó luego su barba, extrajo un papel, y con voz solemne leyó la proclama: “Alcalde Mayor, Don Jacinto Arracibia, en nombre del Ejército Rojo de Instauración Revolucionaria queda usted despojado de su cargo por complicidad con los explotadores que sumen a esta comarca y al mundo, en la indigencia. Queda usted detenido hasta tanto nuestra revolución triunfe en el mundo…” La proclama, interminable, que derramaba frases copiadas de la “Declaración de la Habana” de Fidel Castro, caían incomprensibles sobre esas almas desprevenidas. Aterrados, los apresados, permanecían de pie estoicamente.

Villegas debía vigilar los movimientos de los secuestrados, pero deslumbrado por Amelia, no se percató que uno de los empleados se escabulló hacia la oficina y, una vez allí, envió un radiograma de socorro al Ministerio. Hacía casi una centuria que Gobernador Corrales no se comunicaba con las autoridades nacionales, de modo que la noticia dejó perplejo al telegrafista quien dudó de la veracidad de la misma.

-          “Señor Ministro”, dijo el empleado, “tenemos un radiograma de una localidad …, Corrales, no sé bien donde queda, pero dice que están siendo invadidos por un ejército de comunistas y solicitan el envío urgente de las fuerzas federales”.

-          ¡Ja ja!!  No, no Palmiro, es una locura lo que me está diciendo, siempre nos llegan “alertas” de algún vivillo que se divierte; no hagamos papelones, ya una vez mandamos un batallón por una noticia así y quedamos como el traste”.  

Mientras la lectura de la proclama proseguía, solo Amelia, recluida durante 25 años en la monotonía de ese pequeño poblado, ignorando los intentos amatorios de Villegas, miraba con admiración al comandante. La gorra con la estrella roja, el uniforme verde, los borceguíes, la barba pulcra, las manos cuidadas, los lentes pequeños y el rostro inmaculado, sin las arrugas que las gentes del pueblo acumulaban bajo el sol y las inclemencias, la cautivaron. La llegada del escuadrón rojo fue lo único que podía sacudirla del sopor en el cual estaba inmersa. Para Amelia, condenada a hacer su vida con alguno de los muchachones que, en las tardes, recorrían ida y vuelta la única calle intentando llamarle la atención, la llegada de los rojos significó una expectativa inédita en su vida. Para el resto de los lugareños, los invasores solo representaban extranjeros belicosos y molestos que venían a trastocar su vida.

Dimitri destacó dos hombres armados con metralletas en la entrada del pueblo. Una decisión inútil, dado que muy ocasionalmente venía algún forastero o abandonaban el caserío para allegarse al pueblo vecino. En Corrales siempre se arreglaban con la producción propia de verduras, gallinas, y ovejas para su subsistencia.  Solo una vez al año, cada 27 de octubre, día de Santo Tomás, el padre Olegario visitaba el pueblo. Ese era el acontecimiento del año. El cura llegaba montando un caballo con tachas relucientes pegadas en la montura.  Se apeaba y se reunía con el párroco local con la vana esperanza de que la fe invadiera las almas de ese pueblo y las removiera del pecado. Luego se detenía en la alcaidía donde visitaba a Amelia, su sobrina, a quien tutelaba, encomendando a Dios que protegiera su alma y también, por qué no, su virginidad. Casi enseguida del encuentro, emprendía el regreso ante la mirada incisiva de los vecinos.

En esa letanía de intrascendencias, la necesidad de iniciar la revolución social parecía tan absurda como inútil. De nada valió que Dimitri reuniera a los Corralenses para que se sublevaran ante el poder del gobierno, que, por cierto, los había abandonado. Para ellos, el Estado estaba fuera de sus vidas, y para el Estado, tanto Gobernador Corrales como Obispo Camero, eran dos puntos imperceptibles en el mapa, sin referencias de sus pobladores, ni de nada allí.

Con el correr de los días, los esfuerzos por instaurar un foco revolucionario se fueron desvaneciendo. Los habitantes se acostumbraron a la rutina impuesta. El pabellón rojo se izaba todas las mañanas. Un bando obligaba, bajo pena de ejecución, a los empleados a formar a las ocho frente al edificio municipal para verlo subir y, aunque nadie protestó por el edicto, el pueblo siguió despertando a las nueve, de modo que la ley rápidamente cayó en desuso. Las reuniones donde Dimitri incitaba a los pobladores a que abrazaran el socialismo, no lograron hacer eco en los Corralenses.

De a poco la situación se tornó insostenible. A la abulia general, se sumaban los presos, quienes permanecerían recluidos “hasta la victoria final” y a quienes había que alimentar y atender en sus necesidades básicas. Para Villegas, pronto se hizo evidente que estaban atrapados en Gobernador Corrales y que debían abandonar la gesta y partir de inmediato. Pero Dimitri, convencido de los beneficios del socialismo, sostenía que debían insistir e inculcar los principios que Marx había establecido, un objetivo que mantenía en buena parte por el hecho que Amelia, destituido el alcalde, ahora oficiaba como su secretaria. Las “acciones”, como denominaba Dimitri a cada “acto revolucionario”, eran volcadas por Amelia, con minuciosidad y letra caligráfica a un libro de tapas rojas.

-          “Comandante”, preguntaba Amelia, “debemos anotar cuantos Corralenses concurrieron al acto, ¿o solo anoto que se realizó el encuentro? 

-          “¡Todo Amelia, todo!  escriba todo al detalle, las generaciones futuras deberán saber cómo se llevó a cabo esta gesta liberadora. Su rol aquí es escribir la historia”.

Con el correr de los meses, los relatos que Amelia registraba en el cuaderno se repetían una y otra vez. Cada tarde, Dimitri se sentaba junto a Amelia y dictaba los acontecimientos. La falta de logros era reemplazada por descripciones detalladas, aunque intrascendentes. Amelia, mojaba la pluma en el tintero y, como los antiguos escribas, escribía las oraciones dibujando minuciosamente cada letra. La soñada marcha hacia el socialismo, parecía no prosperar; por el contrario, los lazos entre Dimitri y Amelia se estrecharon más y más, hasta que una tarde, Dimitri, intentando corregir a Amelia, golpeó la pluma y una gota de tinta rodó sobre el papel del histórico libro. Ambos se abalanzaron sobre la hoja y en el intento de evitar lo inevitable sus manos se tocaron. Dimitri tomó a Amelia de la cintura y cayeron sobre el libro fundidos en un abrazo, al tiempo que una brisa pudorosa cerraba la puerta…

En esa letanía llegó el 27 de octubre y como todos los años, el persistente párroco de Obispo Camero fue de visita a Gobernador Corrales. La bandera roja flameando en la alcaidía y los dos guerrilleros con sus uniformes verdes bastaron a Olegario para convencerlo de que el pueblo había sido tomado por los enemigos de Dios.  Giró su caballo y, al galope, recorrió los pocos kilómetros que lo separaban de su pueblo. Para Olegario, al diablo había que extirparlo de raíz, de modo que convocó a los feligreses a su iglesia.  Desde el púlpito, trocando su plegaria de amor por una arenga propia de los cruzados de la Edad Media, exclamó: “Hijos míos, en nuestro pueblo hermano, sumido en el pecado, el mismo Diablo se ha instalado para apropiarse de sus almas. Erradiquemos al Maligno”; “¡Marchemos a Gobernador Corrales y exorcicemos ese pueblo! “solo el fuego purificará esas almas para siempre…”

Encabezados por el propio Olegario, armados con pistolas, escopetas, cuchillos y varios bidones de nafta, los casi 200 habitantes de Obispo Camero marcharon hacia Corrales. Desprevenidos después de tantos días sin novedades, la gritería de los feligreses, entrando a la carrera, sacudió la modorra de Corrales.  Sorprendidos, los guardias respondieron el ataque con una lentitud que resultó fatal; sin atinar a organizarse, corrieron en desorden hacia los cajones en busca de las armas, balas y explosivos. Mientras, los asaltantes, a los tiros, arremetían contra los revolucionarios. Cuatro de ellos cayeron mientras intentaban parapetarse tras los cercos municipales. Por su parte, Dimitri y los otros guerrilleros, una vez que se calzaron los rifles, armaron una línea de defensa desde las escalinatas del cuartel y desde allí la emprendieron a tiros contra la horda de seguidores del cura.

Los invasores avanzaban sin otro plan más que el de destruir a los comunistas, que creían poseídos por el demonio. En el asedio, uno tras otro caían bajo la metralla implacable de los guerrilleros, pero, superados en número, éstos no pudieron detener a los incendiarios que finalmente se filtraron hacia el caserío. Dimitri giró hacia ellos percibiendo su intención y disparó su rifle abatiendo a muchos de ellos, que cayeron dejando dispersos varios contenedores con combustible.

-          “Villegas, -ordenó Dimitri- estos desgraciados vinieron a quemar el pueblo. Devolvámosles el regalo; cargá esos bidones, andá con dos camaradas a Obispo Camero y préndele fuego a ese pueblo de chupacirios. Estos curitas van a ver lo que es la revolución en marcha”.

Pese al contraataque guerrillero, dos de los monaguillos lograron rociar varias casas con nafta. Mientras la balacera arreciaba, una enorme llamarada se esparció de pronto sobre el pequeño poblado arrasando las primeras casas de Corrales. “Los vamos a matar a todos…”, gruñó Dimitri, pero, minutos más tarde, unas llamaradas gigantes devastaban el pueblo. 

A manos de Villegas y sus compañeros, Obispo Camero siguió un destino semejante. Pero allí los comunistas rociaron las casas con tanta impericia, que al encender el combustible quedaron encerrados y, entre ayes de dolor, acabaron calcinados por las llamas. Solo Villegas logró escapar... Subió al auto y, aturdido, como un autómata, emprendió el regreso hacia Corrales.

Encerrados entre el incendio y los invasores, los guerrilleros armaron una línea desde la cual disparaban a quemarropa contra los que alcanzaban las defensas y hacia la avalancha que, encabezada por el cura, avanzaba decidida bajo una lluvia de balas. Viéndose acorralado, Dimitri, tomó dos granadas y las lanzó sobre la turba eclesiástica. Allí mismo volaron el cura y tres de sus acompañantes. Amelia, que observaba desde las escalinatas de la alcaidía, al ver caer a su tío, corrió hacia el cura y lo abrazó con desconsuelo. Mientras yacía en un lecho de sangre, con su último aliento, el abate abrazó a su sobrina, puso en sus manos un puñal y le dijo: “Amelia, ahora eres tú quien debe extirpar al demonio enquistado en estos lares. ¡Busca al comandante; él es el demonio! ¡Ve y acaba con él!”

La lucha despiadada dejó a ambos pueblos cubiertos de muertos y cuerpos agonizantes. Dimitri aun trataba de recargar su fusil cuando una patada lo sacudió. Levantó la vista y allí estaba ella. “¡Amelia!: ¿qué haces con ese cuchillo?” Preguntó asombrado. La joven avanzó dos pasos y, temblorosa, con una estocada certera hundió su daga en el corazón de Dimitri…

Cuando Villegas llegó a Corrales, ya la nube de humo cubría de sombras la tarde. En su ocaso, el sol parecía huir del horror de la jornada.

Villegas cargó sus pertenencias en un bolso, dobló la bandera roja con cuidado, encendió el motor y cuando iniciaba la marcha vio a Amelia parada junto al almacén. Le hizo apenas una seña con la cabeza y ella, sin decir una palabra, se sentó a su lado. Al llegar a la ruta el guerrillero detuvo el auto, arrojó la bolsa con la bandera junto al cartel y emprendió el regreso hacia la capital bajo el mismo manto de estrellas que lo cobijara a su llegada.

- “Quiero hacer pis”, gritó el niño desde el asiento trasero. El auto se detuvo, el chico bajó, se alejó hacia la banquina junto al sendero y, mientras vaciaba su vejiga, vio un cartel que, en letras borroneadas anunciaba “Gobernador Corrales un pueblo en paz hacia el futuro”. ¡Ey!, gritó, ¡acá hay un pueblo!”.

- “Aquí no hay ningún pueblo, replicó el padre, ese cartel debe haber caído de algún camión”.

El chico subió al auto y mientras asomaba su brazo por la ventanilla gritó nuevamente: “¡Miren! ¡hay un camino ahí! ¿Adónde va?” “No va a ningún lado”, contestó el padre sin desviar la mirada de la ruta. “Pero…, insistió el pequeño, manteniendo el brazo en dirección del pueblo calcinado.

- “No, no, aún faltan trescientos kilómetros para llegar al próximo pueblo. Aquí no hay nada y no vive nadie, nunca vivió nadie...”

 

Luis Politi

                Bahía Blanca, 8 de octubre del 2024

 

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