LA LEYENDA DE POLITEAMA

 

La leyenda del Politeama

Cada mañana el Pardo, como le decían al viejo, agarraba su bastón, un cigarro, el mate, un banquito de madera y se sentaba en la vereda a ver cómo los años que le quedaban desfilaban ante sus ojos. Pasaba sus horas ensimismado murmurando las palabras inconexas que de a ratos, destilaba su cerebro desgastado.  

Sin inmutarse, solo respondía a modo de saludo con un leve gesto al desfile rutinario de personajes: a las nueve, doña Chola con su bata aun calzada, pasaba cargando su changuito rumbo al mercado; después algún empleado apurado arreglándose la corbata le hacía una pequeña reverencia en su paso fugaz rumbo a la oficina.  ¡Viejo loco! le gritaban los chicos camino a la escuela.  Solo Abel, cuando se dirigía a abrir el kiosco le prestaba más atención; con el mantenía diálogos muchas veces cortos, monosilábicos: “¿Qué tal Pardo? ¿Cómo va?”; “Y.., ahí vamos”, respondía lacónico el Pardo.  A veces, sin embargo, lo sorprendía con digresiones filosóficas más profundas sobre la naturaleza humana o la importancia del amor. Cuando eso ocurría parecía que un viento mágico barriera el manto de penumbras que cubría su cerebro y, por un rato, mostraba la agudeza que lo había caracterizado en su vida.  Esa mañana cuando Abel vió las nubes negras levantarse en el horizonte, giró hacia el abuelo y le dijo: “cuando venga esa tormenta: ¡agarrate Catalina!”. Pero, en vez del “sí”, que esperaba como respuesta, el anciano murmuró: “siii, la pobre Sofía y sus penurias” Abel lo miró absorto: “¿Qué dice Pardo? ¿Sofía, qué tiene que ver? Cuente viejo, cuente, ¿quién era Sofía?”   “Politeama…, Politeama…”, siguió el hombre, agregando más confusión al diálogo incipiente. El viejo entrecerró los ojos y comenzó a desgranar una nube de recuerdos: “Era el mejor del mundo..., enorme…, ¡tres mástiles tenía!, el más grande de ese entonces; ¡Fantástico, con fieras traídas de la India y domadores enfrentando leones bravíos que estremecían las carpas con sus rugidos. La gente enloquecía cada noche. Desde el inicio la algarabía crecía y crecía hasta llegar al éxtasis. El público parecía estallar y, de pronto, las luces se extinguían; el silencio disipaba los rugidos y apagaba los murmullos. Luego renacían los tambores repiqueteando en la penumbra; un reflector se encendía y un haz de luz viraba hacia lo alto; ahhh, entonces allí, a 20 metros de altura, aparecía la figura espléndida de Sofía; su cuerpo…; ay, su cuerpo, parecía esculpido por un orfebre, rodeada de tachuelas de oro”.

“Aún recuerdo la primera vez que apareció caminando sobre la cuerda, parecía un ángel etéreo, allí en lo alto desafiando la gravedad. Subió a un trapecio, se sentó en la barra e inició un balanceo que se hizo más y más rápido hasta que la cuerda quedó vertical y entonces saltó, dio dos giros en el aire y cayó perfecta sobre la barra del columpio”.  Siii, ¡esa mujer era perfecta! El público empezó a gritar, y cuando volvió la calma, Sofía se columpió nuevamente, una, dos, tres veces, y luego, el salto mortal; como un ovillo giró en el aire y empalmó con otro columpio”. “¡Era increíble! Yo fui a todas sus funciones, dos años sin faltar una sola vez”.

Abel entrecerró los ojos y esbozó una sonrisa. “Mmm..., ¿no se me habrá enamorado Pardo?”  “¿Que si me enamoré? ¡Y cómo! Todas las funciones asistí, hasta que una noche tomé valor y fui hasta su camarín con un ramo de rosas; No me conoces, le dije al entrar; he presenciado cada una de tus funciones. Sofía levantó la vista, me miró a los ojos un segundo y sin dudar contestó: claro que te conozco; te veo cada noche sentado en la platea; solo me preguntaba cuando vendrías a saludarme.”

“Tuvimos una relación fugaz, pero intensa; nos veíamos cada noche mientras se aprestaba para su presentación; le llevaba rosas; conversábamos y nos reíamos. Los encuentros eran breves, pero disfrutábamos cada instante. Al final se frotaba las piernas y los brazos; respiraba hondo, me daba un beso en la mejilla, abría la cortina y en medio de una ovación, salía al escenario”.

“Creo que sus besos me embrujaron; caí en la cuenta que la amaba,  así que cambié las flores por un par de anillos, pero, cuando fui al circo y entré, estaba sentada con su cabeza gacha:” “Me alegro que vinieras, porque esta noche es mi última función; estoy embarazada. ¿Ves?, me dijo apoyando su mano en el vientre que lucía un tanto sobresaliente. En mi estado, ya no me precisan; además, cuando la panza crezca no podré saltar”.

“¿Y qué harás?, le pregunté”; “bueno…, no hay mucho que pueda hacer, sin trabajo, me iré a vivir con un hombre a un pueblo del norte”.

“No tuve fuerzas para preguntar más; tampoco me animé a decirle que se fuese conmigo…” Guardé los anillos y nos despedimos con un abrazo…”

“El circo siguió varios años sin Sofía; tres bufones ocuparon su lugar; la borraron del espectáculo y ya no figuraba en los escaparates que promocionaban su función; pero, un día, con grandes comparsas el circo anunció su regreso”.

“Y usted, ¡me imagino que fue!,” dijo Abel.

“¡Por supuesto que sí! Fui al camarín solo unos minutos, pero guardo aquí cada instante de ese encuentro”, dijo enfático el viejo, señalándose el corazón. “Supe que su vida con aquel hombre fue una penuria de golpes y abusos, hasta que cansada de los maltratos, armó su valija y se volvió”. “Les rogué que me dejaran volver”, me dijo, “y aquí me ves, ¡otra vez en el trapecio!”.

“Turbado por el relato, me senté y esperé ansioso la función de Sofía. Cuando las luces iluminaron el trapecio, allí estaba, tan esplendorosa como en sus primeros años, pero ahora, una niña la acompañaba”.

“Caminó por la cuerda colgante llevando de la mano a su pequeña hija. Se sentó en la barra del columpio y, con la joven aferrada a sus pies, inició el balanceo hasta que la hamaca tomó impulso; los tambores repiquetearon y, entonces, ante el asombro de todos, se lanzaron al vacío. El vuelo duro un segundo, quizás dos y cuando parecía que se desplomaban, las manos seguras de Sofía se aferraron a la barra. Otra vez el tamborilleo de los timbales y enseguida siguió el anuncio: ¡Señores y señoras, hoy aquí, en Politeama, el circo más grande del mundo, el salto más peligroso que haya hecho un equilibrista con una niña!; con ustedes…”, siguió el locutor, “¡Sofía y su hija Catalina en el gran salto mortal!”

“Ambas comenzaron a columpiarse; Catalina se aferró de su madre y se lanzaron en un vuelo hacia el otro columpio. Tú sabes…”, agregó el Pardo mirando a Abel, “a veces los segundos no pasan, el tiempo se frena y el universo se detiene unos instantes, ¡no hay duda de eso! Cuando Sofía atrapó la barra un suspiro de alivio se escuchó en el circo y, el reloj que marca nuestras vidas, siguió marcando su paso para ellas”, continuó el viejo.

“Los éxitos siguieron, los saltos eran perfectos; yo había visto tantas veces las acrobacias que hasta percibía con antelación cada movimiento de sus músculos como si fueran míos”.

“La gente idolatraba a Sofía, pero con el paso de las funciones, vitoreaban cada vez con más fervor a Catalina.  Yo, fiel a Sofía, seguí yendo un año más. Doce meses y cinco días exactamente tardé en decidirme nuevamente; entré a su camarín cuando estaba preparándose para la función; Sofía refunfuñaba porque una de sus sandalias, ya desgastadas, no quedaba ajustada.  Yo había practicado la frase para que no sonara entrecortada ni confusa: Sofía ¡quiero que vivamos juntos! Le dije sin preámbulos. Sofía, confusa, soltó su calzado, levantó la vista, lanzó una carcajada y preguntó: ¿Quieres que nos casemos? ¡Pues…, ahora tengo la función, pero ven después! Fue lo último que me dijo”.

 “No sé si tuvo que ver con lo que ocurrió después, quizás por la sorpresa de mi propuesta, o tal vez por su calzado, lo cierto es que cuando iniciaron su desfile en las alturas, Sofía dio unos pasos y de pronto resbaló, perdió el equilibrio y ambas se desplomaron. Pero, cuando parecía que caerían al vacío, Sofía alcanzó aferrarse de la cuerda. La gente se tapaba los ojos y la multitud gritaba. Colgando de la cuerda y con su hija suspendida de los pies, se balanceó una, dos, tres veces y de pronto, con un envión, recuperaron la postura. Después, como si el error hubiese sido planeado, se aprestaron para dar el salto mortal”.

“Hay veces que hay que desistir; el tiempo es implacable…, hace estragos sobre los músculos y aún más en los reflejos; yo creo que Sofía sabía eso, pero el trapecio había sido su forma de vida, de eso vivía y por eso moriría. Cuando saltaron, Catalina se aferró a la sandalia de Sofía, pero, floja como estaba, se salió del pie; Catalina voló hacia lo alto; Sofía dio un giro en el aire intentado asir a su hija, su brazo rozó la pierna de Catalina, pero no pudo aferrarla. La niña alcanzó la barra y se aferró a ella, pero Sofía…, Sofía no pudo”. “El golpe en el piso marcó el final de Sofía…”.    

“¿Qué pasó con la niña?” Preguntó Abel.

“Bueno, la función se suspendió, pero cuatro días después, el circo anunció por los altoparlantes que el salto mortal lo haría Catalina, así que cuando llegó el momento de la función, las luces se apagaron y, al redoble inquietante de los tambores, siguió un silencio tenso, profundo, de esos que penetran los oídos y alcanzan el alma”.

“El reflector iluminó la cuerda colgante y allí estaba, tan esplendorosa como la madre. Con una barra cruzada en sus manos dio unos pasos suaves, medidos, tímidos. Parecía insegura; el público, que contenía el aliento, comenzó entonces a gritar: “¡Agarrate Catalina!! ¡Agarrate Catalina! Pero, cuando se sentó en el trapecio, su figura se trasformó y el salto fue tan perfecto que un grito de asombro surgió de las gradas”.

“Catalina repitió cientos de veces su hazaña. Sin duda era tan eximia como la madre, pero cada vez que iniciaba su caminata por la cuerda con el abismo bajo sus pies, el público coreaba: ¡agarrate Catalina! ¡agarrate Catalina!”

“No hay duda, el público la amó, tanto como yo amé a su madre. Yo seguí yendo a cada una de sus funciones hasta que, los dueños del gran circo Bailey, enterados de su fama y pericia inigualables, se la llevaron a Francia”.

“Allí también triunfó” prosiguió el Pardo; “yo seguí sus éxitos por los diarios que me llegaban desde Europa una vez por mes. Supe que la ovacionaron, Yo no creo que los franceses supiesen de su pasado, pero por algún motivo, cada vez que subía al cordel, los parisinos gritaban a coro “¡prends la corde Catherine! ¡prends la corde Catherine!”

“También supe que una vez, en su última función, al igual que su madre, perdió el equilibrio, pero, para entonces, abajo ya había redes...”

Luis Politi, B Blanca, 10 de abril del 2025  .    

Comentarios

Entradas populares de este blog

LA GUERRA GRANDE DE CORRALES

Antonia y las ostras

Pichilo