El enviado


El enviado

Los vagones rechinaron los frenos, el convoy se detuvo y la locomotora descargó la presión del vapor con un silbido largo.  
No bien el hombrecito asomó su cabeza, el comandante dio la orden y estalló una marcha con redoble de tambores y una fanfarria de trompetas, clarinetes y timbales. Los acordes resonaron perdiéndose entre los cerros aun amarillos por el otoño reciente. Cuando cesó la partitura, se dispararon dos salvas que espantaron a las bandurrias que merodeaban el lago, al tiempo que el militar, a paso de ganso, avanzó hacia el recién llegado; se cuadró frente a él, levantó su espada y con voz estridente exclamó: “excelentísimo señor Rogelio Gallesio, delegado plenipotenciario del benemérito presidente de la nación ¡Buenos días!”. El recién llegado, con voz aflautada y casi inaudible, apenas respondió: “buenos días”.  “Como comandante de San Martin del Prado, …,” prosiguió el oficial, “le doy la bienvenida y solicito su autorización para revistar la tropa”. De inmediato y con la rigidez que sólo logran los militares, el comandante dirigió su vista hacia el regimiento y ordenó: “¡Batallón…!  ¡Atención!” "¡Fir-més! “¡Presentar armas uno! ¡dos! ¡Vista a dere-chá uno! ¡dos! Los soldados obedecieron como autómatas mientras el comandante iniciaba la revista junto al recién llegado.
Gallesio avanzó trastabillando, absorto ante la parada militar ejecutada en su honor, tan lejos de los malos tratos a los que estaba acostumbrado por su condición. Iba apretando un pequeño portafolio contra su pecho; se detuvo primero ante una cabra que, ajena a la parada, pastaba tranquilamente entre la tropa y después, para observar las cintas doradas y borlas de colores que engalanaban el tambor que encabezaba la banda. 
En el palco, Margarita Gallesio de Montivero, la esposa del comandante, refugiada del sol bajo un improvisado techito de lona, observaba la pomposa recepción ofrecida a su hermano. Margarita era mezquina y para ella, Rogelio era solo un fastidio.
Corría el año 1946, y tanto ella como el comandante, Don Ramón Montivero parecían resignados a la vida rutinaria que les ofrecía aquel páramo recluido en la montaña. Tan apartado era que, mientras el país se debatía en una feroz guerra interna, en el poblado nunca se había registrado un solo incidente.
Sin peligros de invasiones extranjeras, sin hijos a quienes dedicar sus esfuerzos, respetados y temidos por la jerarquía militar que investía Montivero, se aprestaban a transitar esos años tediosos en los que, de a poco, se apagan las inquietudes y se adormece el amor.
De tanto en tanto, les llegaba alguna carta para informar de los gastos o las novedades médicas de Rogelio. Margarita, abría los sobres, revisaba escrupulosamente su contenido por caso que hubiese algo de valor, leía los primeros renglones apenas como para enterarse del tema, hacia un bollito y arrojaba el papel a la basura. Siempre era igual, pero cuando llegó el sobre amarillo adornado de sellos y una estampilla que rezaba “poste italiane” con la cabeza coronada de una reina y cerrado a lacre, a Margarita la ansiedad le agitó el corazón; buscó el abrecartas de bronce que guardaba en su joyero, cortó el borde con cuidado y leyó que el “Ministero della Giustizia” le informaba del “fallecimiento del conde Giuseppe Gallesio” y que “no habiendo otros descendientes…”  dejaba como únicos herederos de su enorme fortuna a los hermanos Rogelio y Margarita Gallesio. La mujer nunca había escuchado de su pariente ni de su fortuna, de modo que la noticia sorprendió a la pareja.
Es difícil predecir cuanto y cómo pueden afectar estas cosas la conducta humana. En Margarita, despertó uno de sus sentimientos más ruines, la avaricia. Si como dicen, la codicia invade la mente de los avaros, ésta se apoderó de Margarita de inmediato.
El primer impulso fue presionar a los médicos para que certificaran el retraso de su hermano, de modo de poder quedarse con el total de la fortuna, pero la Junta Médica solo accedió a referir en su informe: “dificultades en el entendimiento”.
Abandonado este intento, urdieron un plan más elaborado para apoderarse de la parte de Rogelio. Ramón mandó a confeccionar un certificado “oficial” en el cual, con una firma y sellos fraguados, el presidente designaba a Rogelio como enviado plenipotenciario en Alcarza, una localidad de difícil acceso, al borde de un macizo montañoso a 200 km al sur de San Martin del Prado. Esperaban allí recluir a Rogelio asignándole un cargo pomposo, en un lugar donde fuese imposible que trascendiera el fraude.
No bien culminó la exhibición, subieron a Rogelio a un auto suntuoso, un Morris inglés adquirido apenas recibieron su parte de la herencia y lo acomodaron en el asiento trasero. Las cinco motos se ubicaron escoltando al vehículo y partieron de inmediato rumbo a Alcarza.
Rogelio nunca había salido de la capital, de modo que el viaje le resultó fascinante. Inocente, apretaba su cara contra la ventanilla cada vez que el vehículo tomaba una de las curvas junto al precipicio y miraba hacia atrás verificando como las motos se mantenían imperturbables escoltándolo a él, Rogelio, quien tan solo unos días atrás había sido ignorado y despreciado. Cada vez que miraba a la escolta motorizada crecía su autoestima fortaleciendo la recientemente adquirida importancia de su rol.  
Al rato de andar alcanzaron un puesto militar donde los gendarmes, en esos tiempos violentos, pedían identificaciones a los pocos que accedían a transitar por allí. Dos oficiales, armas en mano, cruzaron al vehículo y solicitaron documentos. Rogelio extendió el certificado que lo acreditaba como enviado del general. Uno de los uniformados entró a la casilla para consultar con sus superiores. Al cabo de un rato el mismo gendarme y otro más, de evidente rango superior, volvieron al vehículo: “no tenemos información de su llegada, ni que el general hubiese enviado un delegado personal a Alcarza; ¿quién le extendió el certificado, cuándo, dónde?” Las preguntas derivaron rápidamente en un interrogatorio intimidatorio. En verdad Rogelio se había acomodado muy rápido a su nuevo papel de delegado, de modo que su cara enrojeció, se apeó del vehículo, manoteó el documento que estaba en manos del gendarme y comenzó a gritar improperios por el trato que estaba recibiendo y siguió amenazando con que solicitaría al mismísimo presidente que los expulsaran de la fuerza por obstaculizar su misión.
La sorpresiva firmeza de Rogelio paralizó a los soldados que se cuadraron frente a él y dejaron que continuara su camino.
Ya en Alcarza, se dirigieron al hotel donde, instruido por el comandante, el gerente lo recibió y acomodó sus pertenencias en la habitación reservada para los huéspedes de honor.
Alcarza era un poblado pequeño donde los lugareños, empobrecidos y olvidados del poder central, vieron en Rogelio un benefactor que llegaba con la expresa orden presidencial de aliviar sus penares.
Al principio, solo unos pocos vecinos se acercaron al enviado para solicitarle cosas menores, como una frazada, una hornalla, o una estufa, pero al cabo de unos días, el número de solicitantes creció significativamente; cada mañana, los lugareños formaban una larga cola a la espera de que Rogelio los atendiera. Éste anotaba cada solicitud en una planilla, colocaba todo en un sobre y lo enviaba a la casa de gobierno. Pero las cartas rumbo a la capital llegaban primero a San Martin donde el comandante las detenía, las leía y ordenaba que se compraran todos y cada uno de los pedidos.
La fortuna del matrimonio era tal que cualquier pedido podía ser satisfecho sin que modificase su desmesurada riqueza. Sin embargo, los requerimientos de los pobladores eran cada vez mayores: una heladera, 500 ladrillos, un pulmotor para la sala médica. Pese a ello Montivero firmaba aceptando todos los pedidos que interceptaba cada día. Firmar y ordenar la compra de los pedidos se trasformó en casi la única actividad del comandante.
Cada mañana junto a la mesa donde le servían el desayuno estaba la carta proveniente de Alcarza, pero esa mañana cuando se sentó, no estaba el habitual sobre. En cambio, un telegrama firmado por el Estado Mayor le informaba que su edecán había sido pasado a retiro y que, en su reemplazo asumía un soldado recién ingresado a la fuerza. Montivero llamó al edecán y luego de los saludos correspondientes le preguntó por la carta. El joven contestó que habiendo visto que estaba dirigida al presidente de la nación la colocó en la bolsa de correspondencias y la despachó por tren, como se debía. Montivero, lanzó un insulto contra el joven por tomar decisiones sin consultar a su superior, dio una patada a la mesa y convocó a su lugarteniente, un tal Medina, a quien le ordenó que organizara una partida, alcanzara el tren y recuperara la carta. 
El hombre cargó 20 soldados en un camión y partieron a la caza del tren que había salido con las primeras luces de la mañana. El chofer era un hombre experimentado que maniobraba hábilmente el vehículo por lo que no aminoraron la marcha siquiera ante las curvas que peligrosamente se abrían hacia los precipicios circundantes. Afortunadamente, el tren iba despacio, de modo que no bien avanzaron unos kilómetros, los soldados divisaron la formación, se cruzaron sobre la vía y detuvieron el convoy. La detención no resultó extraña dada la violencia del país por ese entonces; lo que resultó extraño fue que el pelotón proviniera de Alcarza, donde las tropas jamás habían disparado un arma ni participado en luchas o enfrentamientos. Los soldados abordaron el furgón, desparramaron cajas y paquetes, hallaron el saco, voltearon su contenido y recogieron la carta. Luego, sin dar explicación alguna, retornaron al cuartel. 
“Aquí está la carta mi comandante”, dijo con orgullo Medina; Montivero tomó el sobre aliviado, hizo apenas un gesto de reconocimiento y ordenó que se retire. A partir de allí, los pedidos tomaron un curso rutinario, las cartas llegaban, Montivero las revisaba, compraba lo que se pedía y lo enviaban al pueblo. Sin embargo, la pareja veía con preocupación creciente que los requerimientos eran cada vez mayores. Mientras tanto, en Alcarza, por su carácter sencillo y porque autorizaba todos los pedidos que le presentaban, Gallesio era ya el personaje más querido y popular del poblado.
La intranquilidad de la pareja aumentó cuando el dueño del hotel donde se alojaba Rogelio solicitó una caldera; el enviado no puso ningún reparo y anotó el pedido con la misma dedicación e interés que lo hacía para la solicitud de una olla de cocina. Montivero pegó un puñetazo e increpó a su mujer por el descontrol de gastos del cuñado, pero finalmente acordaron con que era mejor aceptar el pedido antes que armar un escándalo.
Los meses pasaron y se aproximaba el verano que amenazaba ser literalmente de fuego. Allí todos sabían que, una vez desatadas, las llamas crecían sin control ayudadas por los vientos y la falta de instrumentos adecuados para detenerlo. Animado por las experiencias de los pobladores, el propio jefe de los Parques hizo la cola y cuando Rogelio le preguntó cuál era su solicitud, el hombre carraspeó un segundo y espetó: “necesitamos dos aviones hidrantes para controlar los incendios que se avecinan”. Rogelio no titubeó y anotó prolijamente “dos aviones hidrantes”, justo debajo del pedido del farol de querosén que le había solicitado la mujer anterior.
“¡Tu hermano nos va a fundir!”, gritó Montivero; “¡Terminemos con este farsante!” dijo, olvidando quienes eran los estafadores. “¡Desenmascarémoslo!”
Enceguecido por la avaricia, Montivero envió un mensaje a la policía de Alcarza denunciando a Rogelio como impostor. Los policías fueron al hotel, revisaron los papeles, constataron la falsedad de los documentos y, sin más, lo metieron preso en la única celda de la comisaria.
Pero Rogelio no tenía ni culpa ni maldad, así que a los pocos días los policías reconocieron que no representaba ningún peligro, por lo que abrieron la puerta del calabozo y le pidieron que barriera, limpiara las vajillas y preparara las infusiones que los policías tomaban durante el día.
Como la sentencia nunca llegaba, un buen día, el comisario, cansado de la injusticia que se estaba cometiendo, ordenó que lo liberaran. Sin recursos, Rogelio deambuló desde entonces por el pueblo viviendo de las limosnas, ropas y comidas que le ofrecían. Un vecino le dio una gorra de dormir con un pompón que se calzó de inmediato, lo cual, debido lo esmirriado y enjuto de su cuerpo, le dio el aspecto de un gnomo. A partir de allí su condición mental empeoró y se retiró al bosque, en la ladera de la montaña, donde construyó una pequeña tapera para protegerse de las inclemencias del tiempo.
Con los años se instaló la leyenda que en Alcarza había un gnomo, de modo que mucha gente visitaba el poblado con la sola esperanza de ver al mítico personaje y algunos, fascinados por la belleza y tranquilidad del lugar, terminaron instalándose definitivamente en el pueblo. Muchos recién llegados eran personajes peculiares: fugitivos, cuenteros, estafadores y hasta escapados de la guerra, recalaban allí. Entre ellos llegó un psiquiatra, Don Martin Granados, que además de su título médico decía ser vidente, cosa que demostró al predecir en forma precisa que una de las hijas del comisario se ahogaría.
Granados se interesó de inmediato por Rogelio. Cuando lo vio, lo examinó y determinó que si bien no mejoraría, al menos podría hacer más feliz su existencia, por lo que le construyó una casilla pequeña en el bosque. Encariñado con el personaje, dado que él también vivía solo, a menudo lo invitaba a comer y a veces, cuando se aburría del poblado y viajaba a San Martín del Prado, lo sentaba en su camioneta y le regalaba el paseo. 
Con el tiempo, el camino a San Martín se hizo más y más transitado, por  lo que aumentó el peligro debido a la falta de carteles en las curvas y precipicios.
Esa vez, de vuelta de San Martín, lo sorprendió la noche viajando, pero a Granados no le importó porque una luna inmensa y luminosa esparcía su brillo por la montaña. A su lado, Rogelio dormitaba chocando su cabeza contra el parante. El psiquiatra trataba de distraerlo para que no se golpeara y para tener una compañía, pero, vencido por el sueño, Rogelio empezó a desplomarse; Granados quitó una de sus manos del volante para enderezarlo justo cuando un paisano de a caballo avanzaba por la curva en sentido contrario. El psiquiatra pegó el volantazo y la camioneta se abrió como un pájaro al abismo.
En esa inmensidad, iluminado por la luna, la caída semejó un búho plateado abalanzándose en la noche sobre su presa. El ruido sordo y el golpe final en el cañadón en ese instante fatídico apenas quebraron el silencio. Luego sobrevino la quietud y, en esa soledad, desde el fondo del barranco, el vehículo siguió reflejando la luna hasta que ésta desapareció tras el cerro.
El gaucho afirmó después que los reflejos de la luna súbitamente se transformaron en destellos fulgurantes y de entre esa claridad pudo ver como dos sombras se elevaron hasta desaparecer en el cielo.
Aún más notable que la narración del baqueano, es que años más tarde, cuando compré la finca del psiquiatra, encontré en el arcón dos relatos escritos de su puño y letra el 25 de abril de 1941, uno era el cuento de una niña ahogada, y el otro era la historia de un hombre bajito que llegaba a un pueblo en la montaña donde una banda militar lo recibía con una fanfarria de trompetas, clarinetes y timbales...   

Luis Politi, cuarentena del 2020

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