Las Cartas


Las cartas

El rey moro sosteniendo una moneda de oro, escoltado por una moneda cubierta de filigranas doradas y por un jinete portando un sol amarillo, se acomodó entre los dedos ásperos de Galarza.
La extraña trilogía, reunida fortuitamente por un segundo entre esas manos curtidas, marcaría para siempre el destino de Galarza y Ramona: “¡Flor!”, dijo el hombre, desplegando las tres cartas sobre la mesa. Martiniano Laguna las observó y recogió lentamente, como desconociendo la trascendencia de aquella palabra y de los tres naipes que sellaban la suerte de Ramona. Levantó la mirada y meneando suavemente la cabeza hacia su hija dijo: “Junte sus cosas niña, que se va a ir con Don Galarza ahora”. Ramona juntó sus escasas pertenencias: un pequeño espejito enmarcado en cobre repujado, una peineta de carey y una cajita metálica de té inglés donde guardaba un collar de perlitas blancas. Dobló el vestido de flores bordadas que le había regalado su madre para las celebraciones de San Juan, colocó todo en el saco de arpillera, besó el crucifijo y mientras se santiguaba salió al patio a esperar a Galarza. Ebrio como estaba, Galarza se aferró de las crines del caballo e intentó un salto, pero el alcohol le aflojó los músculos y cayó pesadamente sobre sus espaldas. Sin mirar para atrás, para no evidenciar la humillación de la caída, saltó nuevamente y se acomodó en la silla de montar. Se inclinó luego desde su montura, desafiando peligrosamente la altura con su precario equilibrio, y tendiendo la mano hacia Ramona la alzó de un tirón. Con ella en ancas, se internó en la picada que cruzaba la selva hacia su rancho.
Ramona era la única hija, entre cuatro hermanos, de los Laguna. Ni bien tuvo fuerzas para hacerlo, la enviaron a los surcos del algodonal de los Vigues; una familia de rusos alemanes, que llegara en la primera guerra a Formosa donde regenteaban una respetable y próspera hacienda.
Cada mañana el sol descubría a Ramona arrancando los pequeños copos blancos y llenando las bolsas de arpillera. Hubiera seguido allí cuando cumplió sus trece años, de no ser porque mi padre fue a la policía y logró que obligaran a Laguna enviarla a la escuela. “Mire, Don Laguna, si Ramona no va mañana a la escuela yo lo meto preso ahí mismo”, le dijo el comisario, exhibiendo un papel escrito a máquina con un sello rojo. A la mañana siguiente Ramona estuvo en la escuela, formando última en la fila de niñas de primero inferior. Soportó imperturbable las pullas de los mitaíces más pequeños debido a su edad y altura, pero más que nada porque era inevitable percibir que sus piernas largas escapaban ridículamente debajo del guardapolvo blanco.
El desgaste del sol, el viento norte y las penurias tempranas no lograban aplacar la belleza toba que afloraba con ímpetu bajo la piel cobriza de su cara. A su lado, en la fila de varones, casi tan alto como Ramona, formaba Hilario Chamorro, arreado a la escuela por el mismo método de mi padre. Cada mañana espiaba de reojo a Ramona en la fila y se sonrojaba si ésta le descubría la mirada. A Hilario lo llamaban “el rusito”, por su pelo de hebras doradas casi etéreas y su tez blanca. Había nacido un año después que llegaran los Vigues. Era el segundo de nueve hijos, todos morochos renegridos, menos él. Castigado por la desgracia de haber nacido ilegítimo entre los Chamorro, terminó trabajando como bracero en el algodonal. Allí fue sorprendido por el comisario, impulsado por la convicción de mi padre respecto de las bondades de la educación pública.
Los efímeros cruces entre Hilario y Ramona se restringían al momento de la entrada, durante la formación de saludo a la bandera. Hilario era el primero en formar la fila, esperando con ansiedad ese encuentro fugaz con Ramona, su única oportunidad diaria porque el maestro los había sentado en extremos opuestos del aula. Desde su esquina dedicaba más tiempo a estudiar a Ramona que a concentrarse en la caligrafía. El último día de clase la salida de la escuela lo encontró con el pecho encogido por una profunda tristeza.
Quiso el destino que de vuelta en el algodonal se encontraran con Ramona recogiendo capullos en los surcos. Ocasionalmente Ramona respondía a las miradas de Hilario con una sonrisa de picardía. Los cruces se sucedieron una y otra y otra vez, hasta que sus manos finalmente se tocaron, entrelazando sus destinos. Casi sin cruzar palabras, se sentaban bajo un naranjo a la vera del algodonal en los breves momentos de descanso, cuando el sol de mediodía se tornaba insoportable. Cada pausa bajo ese implacable sol del trópico era una suave bendición, brotando efímera entre plagas, miserias y padecimientos.
Una tarde, Hilario juntó valor. Desató el nudo de tiento y desplegó el contenido de una pequeña bolsa de arpillera que mantenía atada a su faja: diez monedas de un peso y una estampita de Belgrano que le había regalado el maestro a la vuelta de su viaje a Buenos Aires. Ramona, haciendo caso omiso de las monedas, fijó su vista en la estampita de Belgrano, impecable con su uniforme azul y dorado en su caballo blanco.
            Hilario saltó de los esporádicos cruces de miradas a una propuesta de vida juntos: “Tengo suficiente para que nos vayamos a Barranqueras”. De las exiguas sumas que recibía a fin de mes, luego de descontados los vales de yerba, arroz, galletas y otros “vicios”, como llamaba el capataz a las necesidades primeras, había logrado acumular un respetable ahorro. “Allá están tomando gente en las desmotadoras”, agregó enseguida, y con esto sumó dos frases, más que las habladas en una semana. Lejos de reflexionar sobre la súbita propuesta, Ramona seguía absorta observando con curiosidad la estampita de Belgrano. Le llamaron la atención la tez blanca y el peinado tan cuidado con un pequeño jopo sobre la frente. El maestro había dicho que Belgrano había venido desde Buenos Aires y que había llegado hasta muy cerquita de allí. “Vino a salvarnos de los españoles”. “Pero ¿por qué no habría llegado hasta aquí?; ¿Por qué se olvidaría de nosotros? Quizá no vio que estábamos acá”. Además, el aspecto tan femenino, con sus pantalones blancos ajustados e impecables, contrastaba con la historia que había escuchado de boca del maestro. Quizá no era tan valiente como les había dicho. No, Garcés, el maestro, no podía haberse equivocado y nunca nos hubiese mentido.
A Hilario el corazón le daba mil tumbos esperando la reacción de Ramona. Ésta, en su inocencia de niña, no calibró la insólita propuesta y siguió atrapada por la estampa de Belgrano, elucubrando sobre su paso por esos lares. Paralizado, esperando una respuesta, Hilario contuvo la respiración mientras su rostro viraba de blanco a pálido. Quebrando de pronto el silencio de años, Ramona levantó súbitamente la vista y simplemente dijo: “¿y cómo?”. Hilario no había improvisado nada; en sus horas de clase y entre los surcos había pergeñado todo un futuro con Ramona. “Iremos en la volanta de Vigues cuando él vaya a El Colorado y desde allí iremos a Barranqueras en colectivo. Cuesta tres pesos, me lo dijo Don Dalmacio el del almacén del 213”. “Barranqueras es distinto, allí pagan con plata. Podemos irnos…vivir juntos”. Ramona lo miraba absorta; por primera vez alguien pensaba en ella. Por primera vez también dejó de percibir a Hilario como un niño bracero o un compañero de escuela; por primera vez observó la ternura dibujada en la cara de Hilario; por primera vez percibió lo que había significado cruzar sus manos en el algodonal; por primera vez observó los rizos dorados de Hilario ondear sobre la cara y sintió que había alguien más en su vida; por primera vez….
En ancas de Galarza recorrió el camino en silencio. Sólo el resoplido del caballo y los cascos golpeando en la huella parecían acompañar la soledad infinita que embargaba a Ramona. Caía el sol lentamente sobre la huella que bordeaba el manchón de selva junto al río, y su fulgor abrasador se entrelazaba ahora con las primeras sombras de la noche. Desde la selva, un coro de monos pareció festejar ruidosamente la proximidad de la noche. La algarabía de los simios y loros era sólo interrumpida por el paso del caballo con Galarza y Ramona en ancas.
El camino se angostó de golpe al adentrarse en la selva, dejando sólo una picada abierta años atrás a machetazos por Galarza en sus momentos de sobriedad. Ahora, abandonada a su suerte, casi desaparecía bajo la espesa maraña de lianas cruzadas.
La brisa fresca de la noche arrastraba el aroma de los mburucuyás. Los loros se agitaban desordenados cada vez que Galarza se inclinaba peligrosamente para apartar las ramas que entorpecían el paso. Finalmente la huella se abrió, descubriendo un descampado donde se encontraba el rancho de Galarza, una tapera de adobe con una puerta desvencijada en el centro y una única y pequeña ventana. Se apearon del caballo, Galarza cargó la montura en sus brazos, abrió la puerta de un empujón y tirando los cojinillos en un costado encendió el pequeño farol de querosén. Ramona, en silencio, seguía los pasos del gaucho. El olor ácido de la montura sudada se mezclaba ahora con los del tabaco, el alcohol y la mandioca fermentada. De a poco, al avivarse la mecha, fue descubriendo las pertenencias de Galarza en el interior del rancho. En el centro, un catre de lona construido con parantes de madera, cubierto con un cojinillo de oveja que hacía de colchón; una mesa desvencijada soportaba un plato sucio, varias botellas de vino vacías, el pan, una lámpara, un tarro de lata lleno de querosén, un machete, dos jarros de lata, el mate con incrustaciones de plata y una botella de malatión, el veneno usado años atrás para espantar las plagas mientras abría la picada. En las paredes de barro se abrían pequeños orificios por donde asomaban las patas de las arañas que esperaban la noche para iniciar sus cacerías. En las esquinas, unos tubos de barro servían de refugio a las avispas, que cada tanto emprendían su vuelo sorpresivo y desaparecían por la ventana.
Galarza asió a Ramona de un brazo y la empujó sobre el catre, envolviéndola con su aliento de alcohol, sudor y tabaco. Sin mediar palabras se abalanzó sobre ella, arrancando los botones de su vestido y rodeándola con su cuerpo hediondo. Ramona se cubrió con el brazo, tratando de evitar el insoportable hedor a alcohol que emanaba Galarza. Fijó los ojos en el techo y observó las sombras rojizas de sus cuerpos meciéndose al ritmo de la llama del candil, mientras mil demonios se atropellaron en sus entrañas. Cruzaron su mente las imágenes de Hilario llenando bolsas en el algodonal. Sintió que el techo se abría, pero detrás no aparecía el manto de estrellas que conocía. Desgarrando un grito agudo, Ramona cerró los ojos, apretó los puños y se dejó poseer sin resistencia, mientras infructuosamente intentaba recordar los ojos de Hilario.
Nada llenó los minutos siguientes, sólo la llama del candil siguió agitando las sombras en el techo. Afuera los monos reanudaron sus aullidos nocturnos. Galarza giró para apartarse, pero quedó enredado entre su cinturón de monedas de plata y su facón. Contrariado, dio un tirón para liberarse del cinto pero, ebrio como estaba, excedió el envión y cayó de lleno sobre el piso. Intentó usar su brazo para levantarse, pero cayó nuevamente sobre sí. Agitó su brazo tratando de asirse del catre, pero, ausente de equilibrio y sin fuerzas, se desplomó definitivamente. Vencido, se abandonó a su borrachera emitiendo un gruñido incomprensible.
Ramona permaneció inerte, con la vista en el techo, mientras la luz de la luna en la ventana cambiaba lentamente su ángulo, asediando a las sombras proyectadas desde el candil. Sin mover la cabeza alcanzó a divisar a Galarza, que yacía aún en el piso. Observó como asomaba su figura, inmóvil bajo el catre, iluminada por los múltiples reflejos de la luna sobre las tachas metálicas del cinturón. Se sentó, acomodó su vestido y lo alisó varias veces con sus dedos, como si eso importara. Se arrodilló con lentitud junto a Galarza, y levantando el facón con ambas manos, de un golpe firme lo clavó en el cuello del hombre. Mientras la sangre escapaba a borbotones por la caladura del cuchillo, Galarza dio un respingo final. Con las piernas aun temblando limpió el cuchillo en el vestido y lo acomodó en la funda sobre la cama, mientras repetía murmurando “Ave María”, “Ave María”. Se apoyó luego sobre la mesa y sin titubear bebió un largo trago de malatión. Un ardor profundo la embargó de inmediato, vio escapar un vómito incontrolable, y alcanzó a divisar la luna y las mil estrellas que tachonaban la noche. Sintió que su cuerpo se elevaba girando sobre Galarza bañado en sangre. Un destello brillante se encendió en sus ojos, abarcando su cuerpo como un rayo fulminante. Un manto de sombra cubrió su último pensamiento, que se esparció para siempre en la soledad de la selva.
La llama del candil se extinguió. Las sombras avanzaron, ocultando el terrible infortunio de Ramona. De a poco, la tragedia se fue diluyendo en el marco de la selva formoseña. Los monos, como si comprendieran, por un momento, acompañaron en silencio el fatídico desenlace.
Nunca dejé de preguntarme cómo la unión fortuita de tres naipes pudo cambiar en un segundo el destino de Ramona. ¿Qué combinación extraña de cartas habría atrapado a aquellas almas en un lugar sin nombre ni destino?
En los meses siguientes creció entre los vecinos el convencimiento de que el alma de Galarza rondaba por la selva acechando a los desprevenidos que se avenían a usar el sendero junto al rancho. Sólo los paraguayos perseguidos por los colorados de Stroessner, ignorantes del aciago final de Ramona y Galarza, se atrevían a atravesar la picada. Temerosos de las apariciones, en nuestras escapadas hacia el río evitábamos deambular por el sendero. “Todas pavadas de ignorantes”, decía Garcés, mi padre. Con mi hermano asentíamos al unísono sus explicaciones. Pero cuando apareció el cuerpo despedazado de uno de los fugitivos, ni nosotros ni nadie creyó en la obviedad de un jabalí. La leyenda de que el alma en pena de Galarza ultimaba con su facón a quienes pasaban por la picada había tomado cuerpo en los lugareños para siempre.

Luis Politi, de “Formosa Puros Cuentos” (EdiUns)

Comentarios

Entradas populares de este blog

LA GUERRA GRANDE DE CORRALES

Pichilo

Antonia y las ostras