Un aporte patriótico
El impacto hizo temblar el parabrisas cubriendo todo con una
baba rojiza. Carlos Villar espió por el área de vidrio que aún quedaba limpio, cuando
otros dos proyectiles golpearon sobre el cristal y un coloide amarillento anuló
la visibilidad por completo. Encendió el
limpia parabrisas, pero el sol inclemente ya secaba la mezcla adhiriéndola a la
superficie. Tomó un pañuelo y trató de abrir un resquicio por donde mirar. Una
lluvia de huevos cayó entonces sobre el auto. El vehículo detuvo la
marcha al tiempo que un hacha rompía la ventanilla y la muchedumbre enardecida,
en medio de una algarabía ensordecedora, arremetía contra los ocupantes. Presa
del pánico, Villar se bajó del auto intentando escapar, pero la multitud lo
rodeó y a empellones lo acorralaron contra el vehículo donde le propinaron
patadas y golpes de puño. La sangre se le escapaba a chorros de la nariz, y aun
así intentaba evitar que ésta manchara su camisa.
Por entre el gentío, un hombre de gris, bajito y con un
sombrero negro, se escurrió rápidamente hasta el auto y se abalanzó sobre Villar;
por un momento pareció que lo cubría para defenderlo del ataque; lo abrazó y miró
fijo con sus ojos pequeños que resaltaban en su tez oscura. Villar sintió un
dolor agudo en la espalada que lo recorrió hasta el hígado y de inmediato el
hombrecillo retrocedió desapareciendo por donde había llegado.
Los golpes seguían cayendo; Villar levantó los brazos
intentado parar la golpiza; los segundos se hicieron eternos; ya casi no sentía
los puñetazos; solo le molestaba la espalda…, ese dolor agudo y repentino,
sería la edad que le caía de golpe, o quizás estaba muy cansado. Se palpó el dorso
y sintió un ardor húmedo. Debía ser el calor, había transpirado mucho todo el
día. Puso su mano contra el sol y observó el brillo rojizo de sus dedos. Movió los labios para pedir ayuda, pero solo
alcanzó a emitir un gemido ahogado. Se fue desplomando de a poco hasta quedar
boca arriba. Desde el piso vio los rostros inclinándose con curiosidad sobre él,
las voces le parecían lejanas. Observó las figuras que se movían sobre su
cuerpo; el sol se esfumaba tras las siluetas torvas aliviando su padecer, pero
reaparecía implacable quemándole las heridas de la cara. De a poco las siluetas
fueron desapareciendo.
Apenas pudo levantar su brazo para cubrirse del sol. La mano
roja, los dedos pegajosos y los recuerdos que empezaban a desfilar atropellados
en su memoria: las alfombras rojas; las butacas y la mesa en el centro del
escenario; las luces y las palabras que resurgían: “…Carlos Villar, medalla de
oro”.
Después vino el peregrinar por el mundo y los periódicos que
reflejaban sus éxitos: “Villar laureado en Europa”, “Villar obtiene el premio
de las Américas”. Fue en el apogeo de su fama cuando regresó al país. La prensa
tituló: “con el retorno del Doctor Villar el País recupera una eminencia”. El gobierno
le asignó un lugar en el Ministerio de las Ciencias de modo que se sintió
reconocido. A poco de llegar, el ministro de producción lo llamó a su oficina; Villar
pensó que era para otra sesión de prensa, donde se mostraba la avenencia
gubernamental con la ciencia. “Mire Villar, lo llamamos porque necesitamos su
aporte, yo diría patriótico; la historia es sencilla, hay una empresa internacional,
la Cefex AgroTech; resulta que estos tipos inventaron una planta generada por
ingeniería genética, la Eleusiana; sus semillas servirían para alimentar al
mundo ¿Perfecto para ellos, no? Pero,
usted se preguntará ¿por qué nos interesa?; esta gente encontró que acá crece
muy bien, así que piensan instalarse y desarrollar los cultivos aquí; ellos
ganan y el país gana. Tenemos todo encaminado, pero ¿dónde entraría su aporte
patriótico?”. “Necesitamos que pruebe que estas semillas son inocuas”. “La Cefex,
una empresa seria de veras y responsable ya estudió las semillas y no afectan la
salud; ya está todo hecho”. “Así que lo
suyo sería casi un trámite: hacen las verificaciones, los productores ganan, el
país gana con las exportaciones, todos ganamos y el plan queda respaldado por
un equipo dirigido por un excelente profesional”. “¿Qué me dice?¡Todos
ganamos!”, repitió. Las palabras del ministro convencieron a Villar, quien
firmó el consentimiento para los estudios.
El idilio duró hasta que Villar encontró que las semillas
causaban tumores, sus relaciones con la empresa y el gobierno se derrumbaron,
pero, para entonces las ventas habían inundado el mercado y los campesinos, que
por primera vez obtenían algunas ganancias y solo veían los beneficios a corto
plazo, habían abandonado los cultivos tradicionales para dedicarse de lleno a
las nuevas plantas. Villar se transformó en una molestia, no solo para el
gobierno, sino para los productores y por sobre todo para la empresa.
Desde que cayera en desgracia que no sonaba el teléfono, así
que cuando la secretaria le anunció que querían hablar con él, Villar dudó
“¿Qué quieren?”. “No sé, … suena raro!”. Villar tomó el teléfono, “¿Quién es;
qué quiere? ¿Qué quiere?” Volvió a
preguntar. La voz sonó autoritaria y terminante: “Villar, usted se pasó de la
raya, largue sus análisis y no empiece a dar vueltas por los diarios porque va
a quedar flotando en el río. ¿Le queda claro?” “Flotando”, repitió. Al día
siguiente, en un bar que frecuentaba, un hombre avanzó hacia él: “Disculpe
doctor, tengo algo para darle”, dijo, al tiempo que extraía una bala del
bolsillo. “Es un obsequio de la Cefex para usted.” Villar tomó la bala y la
observó con curiosidad. Con voz amable el hombre remató: “a ésta, tienen la
gentileza de dársela en la mano, la próxima irá de otra forma.” Le palmeó el
hombro y mientras se alejaba preguntó: “¿cómo prefiere el obsequio Villar?”
Pero Villar estaba lejos de doblegarse: “no me conocen, iremos pueblo por
pueblo a mostrar lo que hace esta planta”. Empecinado, empezó a recorrer las
poblaciones denunciando el lado oscuro del progreso que traía la nueva planta.
La gira tuvo su efecto, pero los campesinos, que por primera vez obtenían algo
de beneficios, prefirieron creer que era uno de los tantos charlatanes que los
habían sumido en la miseria, por lo que comenzaron a hostigarlo. Los disturbios
que generaba en cada poblado atraían a la prensa y enfurecían al gobierno.
El auto cruzó el puente sobre el río y entró al pueblo a
toda velocidad. Un lomo de burro sobresaltó a Villar, quien cansado del viaje y
el calor, se había dormido. Los dos policías de la entrada saludaron con un
ademán. La leyenda de “Bienvenidos” que cruzaba la avenida principal,
contrastaba con los pasacalles: “Villar andate”; “Fuera Villar”; “Villar ¿quién
te paga?”.
¿Cuánto falta?, preguntó Villar. Ya entramos al pueblo, contestó
el chofer, vamos adónde dará su discurso.
A poco de andar, un centenar de
personas armadas con palos y machetes se cruzó en el camino. El vehículo intentó
atravesar el gentío pero la poblada le cerró el paso arremetiendo a golpes de
puño y escupitajos. Los lugareños arrojaron huevos podridos, pedradas y golpes obligando
a Villar a salir del vehículo. Afuera no le fue mejor; allí la muchedumbre se
abalanzó descargando su furia.
Nadie supo de donde había salido aquella persona diminuta y
oscura. Algunos dicen que había estado esperando en el bar, otros que había
llegado a caballo. Lo vieron en la plaza, antes que apareciera el vehículo.
¿Quién era?, nadie lo supo. Cuando Villar bajó del auto, se levantó, acomodó su
cinto; extrajo un facón pequeño y avanzó entre la muchedumbre enardecida. Fue
directo a Villar, sólo lo abrazó y le clavó un cuchillo en la espalda. Una sola
estocada, justa y mortal. Ahí, delante de todos, sin que nadie lo percibiera,
le robó la vida en un segundo.
Villar yacía bajo el sol, boca arriba sobre la calle
polvorienta. Casi inmóvil, solo podía observar su propia muerte reflejada en
las caras de quienes lo miraban con curiosidad. Su brazo levantado, ya sin
fuerzas, se agitó para cubrirse del sol implacable. Su vida se fue apagando de
a poco.
En un pueblo donde solo pasaban uno o dos vehículos por día,
de pronto apareció otro auto: lujoso, gris metálico y con vidrios polarizados.
Avanzó despacio, las ruedas crujieron las piedras cuando se detuvo junto al
cuerpo de Villar. La sangre aun derramándose sobre la calle, se cuarteaba de
inmediato por el calor de la tarde. Con sus ojos abiertos, sin ayuda, con la
sala médica muy lejos, la vida se le escapaba implacablemente.
Los cuatro individuos, de anteojos oscuros, con camisas
blancas y corbatas negras, descendieron del auto. Rodearon a Villar mientras se
desangraba. Tres de ellos tenían sus melenas engominadas y lustrosas. El
cuarto, de pelo largo y algo canoso, recogido en un rodete sobre la nuca,
impartió una señal con la mano para que rodearan al moribundo.
Tendido en el suelo, respirando con un ronquido cada vez más
agónico, pudo ver los cuatro rostros adustos; las voces le resonaron estridentes
y lejanas a la vez. “No tiene resto; se está desangrando”; “no hay nada que
hacer acá”. Villar mantenía grotescamente su mano levantada. La luz del sol
paradójicamente le nublaba la vista, los rostros se confundían. Uno de los
hombres se agachó para inspeccionar la herida. Villar observó el rostro
ensombrecido; le pareció vagamente familiar; los labios se movían pero no pudo percibir
sus palabras. El jefe, un individuo canoso, se inclinó sobre él como si
intentara oírlo; desenfundó una enorme pistola, la apoyó sobre la sien y le
descerrajó un tiro mortal. Sacó luego un paño, limpió el cañón con cuidado y
subieron al auto.
El hombre se secó la transpiración con un pañuelo blanco e
impecable. “Calor de mierda”, dijo. “Para qué lo mataste; si igual se moría en
un rato”, se quejó uno de los maleantes. Por eso mismo lo maté; había que
pegarle el tiro antes que muera. ¡Nos pagaron para matarlo, no para que lo
dejásemos morir! Luego bajó apenas la
ventanilla e inclinó la cabeza como si quisiera tomar aire fresco. Una bocanada
de fuego invadió el interior del auto.
Sin apuro, como desconociendo el fatal episodio que acababa
de protagonizar, añadió: “parece mentira; todo un año persiguiéndolo y estos
indios de mierda lo despenan de una cuchillada”. “A este paso creo que ya no
haremos falta”. “Este país se va al carajo viejo…, se va todo al carajo…” Se
calzó luego los lentes, encendió el motor, acomodó los mechones de su pelo e
iniciaron la marcha sin apuro. Las piedras crujieron bajo las ruedas nuevamente
y enseguida desaparecieron tras la polvareda.
Luis Politi, cuarentena del 2020
(*): Cualquier
semejanza con la realidad es pura coincidencia
Muy imaginativo hermano! vas camino a organizar una novela, aunque sea corta!
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