El gran Messi


El gran Messi
“Si quieres ser un héroe, prueba en Katmandú” (un cuento sin pretensiones..)

El hombre giró sobre el camastro liberando un vaho pestilente de alcohol y orines que invadió el recinto; a su lado, un anciano envuelto en una túnica hablaba desvariando, hacia una ventana miserable, por donde se colaba la luz titilante de una vela. Enzo, asustado, se arrinconó en el otro extremo, se apoyó luego en las rejas y llamó a gritos a los guardias, pero estos no aparecieron. Desalentado, se sentó en cuclillas y, por temor a los truhanes que lo habían perseguido y a los policías que lo habían encerrado, permaneció despierto a esperar la mañana.
Con las primeras luces, escuchó la puerta y la cháchara de los oficiales que tomaban su turno. Enzo tomó el jarro de metal que le habían dejado y comenzó a golpearlo contra las rejas. Enseguida apareció uno de los policías, se paró frente a él y sin decir palabra hizo un gesto inquisidor. “¿Por qué me encierran?! ¡Yo no hice nada!” reclamó. “Es para protegerte, ahora te soltamos, y danos gracias que no te mataron”.  
Desgarbado, con sus pantalones de lienzo sujetos con una soga, las costillas a flor de piel y cubierto con una manta había llegado el día anterior a Samosir. Allí lo esperaban los tres jóvenes que lo llevarían a la montaña; tomaban café en un bar mientras dirimían ásperamente una partida de cartas junto a otros parroquianos. Aunque notaron su llegada, siguieron riñendo y gritando cada vez que daban vuelta una baraja. En ese caos, solo quedaba lugar para unas pocas preguntas de rigor, que, aisladas e intrascendentes, se mezclaban con el fragor de la partida: “¿qué haces aquí?, ¿dónde te alojas?, ¿cómo te llamas?” Pero cuando le preguntaron de dónde venía y Enzo contestó “Argentina”, los tres al unísono exclamaron “¡Messi!”, y de inmediato agregaron: “¡Juega hoy con nuestro equipo!”. Enzo no salía de su asombro, nada estaba más lejos de sus planes que ir a Samosir para jugar al futbol…, en Sumatra. Hacía más de dos años que no hacía deportes y el viaje reciente a la montaña lo había extenuado.  “No, no puedo, estoy cansado, no tengo botines”, se excusó. “No importa, te doy mis ojotas”, dijo Chandra sacándose las suyas. “No, no”, insistió Enzo, “no puedo con ojotas”. “Pues entonces juega descalzo, como nosotros”. “No”, repitió, “¡descalzo menos!” Pero cuando Cahaya tomó la moto y regresó con un par de botines de futbol, ya no pudo decir que no.  Después de todo, jugar en una canchita un partido informal con los muchachos de allí, hasta podría ser divertido.
Subieron los cuatro a la pequeña moto, que pareció desmoronarse al arrancar, pero enseguida lograron equilibrarse y avanzaron zigzagueando por la calle hasta llegar a una construcción con el aspecto de un estadio. “Es acá”, dijo Krishna. Entraron a una oficina donde dos hombres anotaban datos y estampaban sellos en un libro.  “Queremos inscribir a …”, dijo Cahaya mientras señalaba a Enzo sin poder pronunciar su nombre. El empleado miró el pasaporte y exclamó “¡Imposible!, es extranjero”. “El reglamento no dice que no puedan jugar”, insistió Krishna; “Es cierto, pero aquí nunca tuvimos extranjeros”; “Pero no dice que no se pueda…”, arguyó Chandra. El hombre meneó la cabeza resignado y anotó: “Enmzh …”, dando fin a la discusión.  
Cahaya le dio una camiseta a Enzo con el número 10 en la espalda y los 4 corrieron hacia la cancha. Cuando emergieron del túnel, un grito ensordecedor emergió de la tribuna. Para el “picadito” que imaginaba Enzo, se habían congregado miles de fanáticos con la certeza que el mismísimo Messi jugaría la final del campeonato de Samosir.  Enzo, absorto, se paró ante las gradas del estadio. Los hinchas tiraban petardos y fuegos artificiales y todos, de uno y otro bando, le gritaban a Enzo: “¡Messi!, ¡Messi!”, pese a que éste por su aspecto parecía más un monje budista que un ídolo de futbol.
Cuando el árbitro convocó a los jugadores al centro del campo y dio inicio al juego, varios de los rojos rodearon a Enzo inmovilizándolo, algo por demás innecesario, dado que, de por sí, él apenas lograba moverse.
Los yerros hacia los arcos fueron tantos que los arqueros no tuvieron que demostrar ninguna destreza; los avances de uno y otro equipo resultaban fallidos, las jugadas eran predecibles, los pases hacia Enzo eran siempre interceptados y las infracciones fueron tantas que era difícil presagiar cuál sería el resultado del encuentro.  Definitivamente anulado y acorralado por los jugadores contrarios, Enzo solo quería desplomarse o huir.  No obstante, los fanáticos del improvisado Messi lo alentaban con cánticos apasionados. Cuando solo faltaban 10 minutos para el final, completamente abatido, se acercó al arco contrario esperando que un milagro pusiese la pelota a su alcance.
Hay personas que hacen cosas heroicas, que no siempre son reconocidas, o pasan desapercibidas, pero es curioso que alguien sea proclamado héroe sin haber hecho nada para merecerlo. Pero a Enzo nunca le faltaron cosas extrañas en su vida y, en ese instante, la pelota, casualmente, rebotó en un jugador y la providencia la envió a sus pies. En cuanto intentó alcanzar el balón un enjambre de jóvenes, que pareció surgir de la nada, corrió en su dirección. Con el miedo dibujado en sus caras, como temiendo que el sudamericano se elevara mágicamente en vuelo sobre ellos, o que con sus super piernas escapara como un rayo hacia el arco, se abroquelaron junto a él. Enzo intentó alcanzar el balón, pero las pequeñas figuras rojas le abrazaron el pecho y la cintura, y la orden que salió de su cerebro para que apresurara la carrera nunca llegó a sus piernas.
En su recorrido imperturbable, la bola siguió parsimoniosa hasta casi detenerse justo ante los pies de Cahaya; éste simplemente la frenó y la pasó a Chandra, quien, solo frente al arco, sin importarle cuán evidente era la infracción que estaba cometiendo, la empujó apenas con el pie. La pelota cruzó la línea blanca estallando una ovación que, extrañamente, no estaba dirigida a Chandra, sino a Enzo: “¡Messi! ¡Messi!, ¡Messi!”. A nadie le importó que el árbitro ignorara la flagrante infracción de Chandra, ni que Enzo ni siquiera hubiera corrido hacia la jugada.  “¡Messi es grande!, ¡Messi es grande!”, repetían.
Solo restaban unos pocos minutos, y fue en ese momento cuando en un rapto de inspiración, Enzo comenzó a hacer lo que había aprendido en los potreros, y de muchos políticos cuando los acorralan los periodistas, ni más ni menos, que “patear la pelota afuera”.
El silbato sonó finalmente y la multitud de abalanzó sobre el héroe para cargarlo en andas. Cuando los dirigentes de la liga se acercaron para proclamar a los campeones, con un balón dorado que realmente parecía de oro, un grupo de apostadores desahuciados, armados con navajas y machetes entraron a la cancha desatando una batahola infernal. Los policías empezaron a los palos castigando sin ton ni son a quien se les cruzase. El desorden de a poco amainó, los policías dispersaron a los atacantes y se llevaron preso a Enzo como el causante del descontrol.
Cuando lo liberaron en la mañana, la calle estaba desierta. En las puertas del estadio un caos de botellas rotas, piedras y navajas dispersas, reflejaban la batalla campal que se había desatado. En el medio del desorden, reflejando el sol, relucía brillante el balón dorado adherido a un pedestal de metal que, en letras brillantes decía “Campeones de la liga de Samosir”. A su lado, la camiseta que había usado en el partido permanecía intacta. Se sentó en cuclillas preguntándose ¿por qué lo habrían idolatrado?, ¿qué había llevado a esa gente a creer que podría hacer hazañas inimaginables? ¿Fue la casualidad?  Dicen que, si crees firmemente que algo va a pasar, eso finalmente ocurre.  Todos creyeron que Enzo era Dios esa tarde, pero, ¿Fue la suerte la que les otorgó la victoria? Quizás..., aunque, a veces son nuestras convicciones las que pueden impulsar la rueda del destino hacia limites inimaginables ¿o no? Miró a su alrededor buscando una respuesta; no había nadie. Enzo levantó el trofeo, lo limpió con la túnica y lo introdujo en la mochila. Se dirigió luego al Ferry y embarcó allí rumbo a Manila.   

Luis Politi, Cuentos de la cuarentena .       


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