La violación
La violación
Pareciera normal que dos desconocidos
se encuentren y conozcan; y sin embargo, es un hecho asombrosamente fortuito. El
instante es tan preciso que un pequeño movimiento en el tiempo o el espacio solo
permitiría una visión fugaz, y un desfasaje mayor los dejaría tan lejos que
jamás podrían conocerse. Se necesitan millones de eventos engarzados unos tras
otros para que coincidan en esa casualidad enorme que los coloca a veces muy lejos
y otras tan cerca que podrían adentrarse en el alma de cada uno.
Éramos dos desconocidos sin historias
ni pasados comunes y sin embargo, en un momento preciso de esa vastedad junto
al mar, que es apenas un punto en el universo, nuestras vidas se cruzaron. Atrapado por el océano, con el sonido de las
olas abrazando las rocas, mis días se repetían monótonos. Sin embargo, esa vez fui
una luz para quien hoy se desvanece en el recuerdo.
Cerré los ojos debido a la arena que
arrastraba el viento y mientras ataba los lazos de una red, percibí que el cansancio
de años me impulsaba a abandonar la rutina. Ajusté el último nudo y me senté a
contemplar los reflejos del agua como lo había hecho día tras día, cada tarde de
mi vida.
El sol todavía ardía cuando la brisa
del mar trajo una bocanada de aire fresco. La camioneta irrumpió entonces y se
detuvo, levantando una lluvia de polvo y arena. Cuando se aplacó la nube de
tierra la joven descendió y sin saludar, giró sobre sí, hurgó en la caja y
avanzó arrastrando una red. No intenté incorporarme, en parte porque aún estaba
sacudiéndome el polvo y en parte porque su descortesía no lo merecía.
La tierra apenas dejaba traslucir su rostro.
Era bonita aunque lucía demacrada a fuerza de enfrentar las inclemencias del
mar, o quizá los desencantos vividos. Desaliñada, sus pantalones oscuros parecían
conciliar con la nube de tierra que había levantado. Arrastró el tejido hasta
la cabaña, se sentó junto a mí y esbozó una sonrisa que disipó mi mal humor. Me
miró después y tomando la red dijo simplemente: “es para reparar”.
A veces una mirada nos basta para
percibir una vida de abusos, de angustias, de amores violentos, secretos o no correspondidos.
Sentados a la par, como si no hubiésemos reparado uno en el otro, nos quedamos
hurgando en el silencio quebrado por el tronar de las olas que rompían en el
acantilado.
Allí estaba, sin haberla visto antes,
pero con la impresión de conocerla desde siempre. En silencio, contemplando el
océano y turbado por la sensación extraña de sentir que su pesar era también el
mío “¿cómo te llamas?”, pregunté. “Marianela”. “¿A qué has venido?”
“No sé, soñé que alguien sabía todo de mí; después solo vine y te reconocí”. “¿Por
qué?, quizás porque de tantos desengaños, abandoné a quien amaba; pero su
ausencia me ahoga y ahora quisiera morir; me pregunto si un amor puede ser tan
intenso que agonicemos por él”. “¿Por qué lo hice…?”. ¿Por qué…?, repitió. Abrió
los labios para iniciar otra frase pero una ráfaga de viento aspiró sus
palabras.
“Tú tienes la respuesta”, respondí, “busca
en la esencia de lo que eres; atraviesa las corazas con las que te cubres cada
día y llega a tu origen; el lugar preciso, casi inaccesible de donde has surgido,
desde donde emanan tus sueños y deseos; donde albergas los sentimientos y
residen tus vivencias más terribles”. Siguió un largo silencio y cuando supuse
que ya no respondería, la escuché balbucir: “no sé cómo soy, quizá por eso
vine”.
Me levanté y estiré la mano para que
se incorpore: “vamos antes que oscurezca”. Caminamos en silencio siguiendo la
huella que cortaba los tamariscos hacia el acantilado. Yo iba adelante, ella
seguía las marcas de mis pisadas en la arena. Sin mirar atrás, apenas percibía
su existencia por el ruido de las ramas a su paso. Transitamos las mismas
arenas y respiramos la misma brisa; sólo eso y nada más.
Nos detuvimos al llegar al despeñadero
y observamos como el mar se abría en el horizonte, azul y sin límites. “¿Quién
eres?”, preguntó. “Quizás sea un alma gemela que ve tus sentimientos y que el
destino ha colocado junto a ti”, contesté, al tiempo que iniciamos el descenso.
En esa soledad enorme, con el cielo
ardiente penetrándonos la piel, solo el rumor del viento nos acompañaba. Dos
veces nos resbalamos y cuando parecía que nos despeñaríamos, los arbustos lo
impidieron. De pronto aparté una mata y quedó al descubierto una galería que se
internaba en el barranco. Me tomé de las ramas que se descolgaban por la boca
en penumbras y entré; miré hacia atrás y vi la sombra de Marianela que se
proyectaba sobre el túnel.
Bajé a tientas y perdí toda noción
del tiempo. El pasaje ora se angostaba, ora se expandía. Varias veces se
bifurcó y sin embargo nunca dudé; seguí bajando guiado por el instinto y la
curiosidad que me intrigaban.
No fue un descenso ordenado como
ocurre con los enamorados, donde el contacto físico abre el camino hacia el
conocimiento profundo del otro. Es un camino de algún modo ordenado, desde la
piel hacia la esencia del ser amado. Sin embargo, no bien se avanza en esa
dirección, o erramos el camino o se nos cierran los accesos. Cuando conocí a
Marianela presentí que esos caminos estaban abiertos; sólo tenía que iniciar el
descenso y eso hice, no fue necesario el contacto físico. No pedí permiso
porque supe que lo tenía otorgado; sólo avancé hacia donde surgía su naturaleza;
vi un lago con aguas mansas y en el mismo, torbellinos de aguas turbulentas; la
vi sangrar bajo las olas encrespadas, encerradas entre paredes de piedras
brillantes, acumuladas en los momentos felices de su infancia. Atravesé las
áreas más oscuras de su personalidad, puestas en el camino con el propósito de
que las abominara; pero aun esas me maravillaron. Hubo lugares donde no quise
entrar; hubiese podido, pero no lo hice. Llegué al mismo origen desde donde surgía.
La vi pasar luego hacia mi esencia más
íntima, de aguas más tranquilas, como si siempre lo hubiese hecho y recorrer
ese torrente que arrastra las piedras acumuladas en mi vida. La vi sentada, sin
prisa, juntando los ladrillos del rompecabezas de lo que soy; lo hizo así; y ya
instalada en lo más hondo de mi ser y con lágrimas en los ojos confesó, “quiero
morir”.
“Todo lo que eres está allí, en esas olas
furiosas que irrumpen desde el fondo; búscate allí y calma esas aguas que son
tu vida”. Internada en ese lago enardecido la vi desaparecer bajo las marejadas
de sus desgracias, violada y abusada una y otra vez, golpeando contra las piedras y
hundiendo su agonía hasta emerger finalmente con un grito profundo, violento y
desgarrador; su grito primal y liberador.
Las aguas se aquietaron, el fragor
cedió y el silencio se esparció como una nube que ganó las profundidades de la
galería.
Retornamos sin hablar. De a ratos nos
mirábamos, escuchando las ramas crujir bajo nuestros pasos. Al llegar me abrazó,
subió al vehículo y solo dijo: “adiós, ya no nos veremos”. La vi alejarse hasta
que su silueta se trasformó en un punto que desapareció entre las dunas.
En ese espacio mezquino que el
destino nos concedió, pude llegar hasta su origen, pude verla extendiendo sus alas
y contemplar su vuelo. Nos vimos tal cual éramos porque nos acercamos a lo más
profundo de nuestros sentimientos.
Aun hoy su recuerdo me perturba; se
pierde confuso en mi memoria y resurge a veces como un sueño, pero ahora comprendo
que esa alma gemela, con su figura desaliñada y su mirada triste era nada menos
que el espejo de mi rostro y de mi propio pasado.
Luis
Politi, cuarentena
del 2020
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