Camellos en la tormenta

Camellos en la tormenta

El camello se arrodilló, dio un gemido ronco y se desplomó en un suspiro agónico. El animal vencedor abrió las patas, bajó la cabeza y le asestó un golpe mortal en la cerviz. Luego dio media vuelta y se alejó. De inmediato, cientos de espectadores lanzaron gritos de júbilo y comenzaron a colectar las apuestas.

Enzo miró disgustado a la multitud y avanzó luego hacia un anciano que abrazaba al animal caído. “¿Cómo obligan a animales tan mansos a matarse?”, pensó. Se sentó luego junto al anciano y cuando éste se calmó le preguntó: “¿Eres Rashid?”; “Si”, asintió el hombre; “Quiero ir a Kahipur y me han dicho que puedes llevarme, pero ¿era éste…?”, preguntó señalando al animal. “Pues no, tengo otros dos. Hay que cruzar el desierto y eso no es fácil, como tampoco lo es pasar la noche a la intemperie”, advirtió. “De todos modos quiero que me lleves”, dijo Enzo, pensando que el próximo ómnibus pasaría en diez días y que no le agradaría permanecer allí, con gente tan poco amigable.

Pactaron el viaje y Rashid fue en busca de sus camellos. Cuando regresó, éstos ya estaban ensillados, llenos de mantas de colores y tan engalanados con adornos y campanillas que a Enzo le parecieron dos tiendas beduinas ambulantes.

Sentado sobre sus cuatro patas, el camello esperó paciente a que Enzo decidiera subirse. Malhumorado, Rashid, dio varias indicaciones ininteligibles en urdu. Enzo no entendía el idioma, pero dedujo que debía montar de inmediato…

Cuando partieron y las últimas casas quedaron atrás, el suelo color ocre y la vegetación achaparrada desaparecieron dando paso a un mar de arena.

La idea de cabalgar hasta Kahipur perdió rápidamente su encanto; el sol implacable les caía con tanta fuerza que las sombras desaparecían bajo los camellos. Las piernas abiertas rozando la silla le causaban un dolor agudo y el olor penetrante del animal se mezclaba con un vaho caliente, invadiéndolo hasta las náuseas. Para colmo, Enzo no acertaba en acompañar con su cuerpo el paso parsimonioso del camello que, con su balanceo, destrozaba su espalda.

La llanura se desvaneció y de las arenas emergieron unas dunas altísimas y ondulantes. A medida que se internaba en el desierto, la soledad sin fin se abría ante sus ojos y lo sobrecogía estremeciéndole el alma.

Con su andar cansino, imperturbables, los camellos recortaban su figura en la cresta de las dunas. De pronto, el aire se tornó violento y levantó mil granos de arena que se clavaron como agujas en su piel.

Enzo trataba de acomodarse en su silla, pero cada vez que lo hacía, Rashid se volteaba y lo reprendía enfadado. Aunque vociferaba en su idioma, a Enzo no le cabían dudas que el enojo era por su forma de montar, cosa que difícilmente remediaría en la jornada. El viento, con su silbido inquietante, gobernaba el desierto y sus ráfagas violentas esparcían las quejas incesantes de Rashid.

“Aún faltan 20 horas al menos…”, murmuró Enzo, intentando cambiar de posición. El movimiento inoportuno lo desequilibró y súbitamente cayó desbarrancándose por la cuesta. Cansado, sudando y acosado por el dolor que le causaba la arena sobre las llagas abiertas, apenas movía las piernas que se enterraban en la duna a medida que subía. Cuando alcanzó la cima se desplomó extenuado, pero Rashid, enfadado, le ordenó que se levantara. En verdad, la tarea no era sencilla para Rashid; tras las caídas debía acomodar los aperos, arrodillar el camello y acomodar a Enzo en su silla. Pese a sus esfuerzos, Enzo volvió a rodar cuesta abajo logrando enfurecer a Rashid. Finalmente logró estabilizarse en su montura y los jinetes avanzaron entre los remolinos que danzaban junto a ellos.

Enzo, cada vez más molesto, contaba las horas faltantes. Ahora la cintura le dolía más que las piernas. Cuando se apoyó en los brazos para acomodar el torso, Rashid levantó su brazo, frenó la marcha de golpe, bajó del camello y le indicó que desmontara.

El miedo se convirtió en terror; si Rashid lo dejaba allí, sin duda moriría. Se negó a apearse, pero Rashid comenzó a tironear de su pie hasta voltearlo. Puso luego a los dos camellos a la par y, a los empujones, ubicó a Enzo entre ambos. Los camellos se arrodillaron, Rashid desenrolló una manta enorme y la colocó por encima de ellos a modo de tienda. Luego obligó a Enzo a hincarse en el piso. Éste levantó los brazos implorando clemencia, intuyendo que su fin se aproximaba. Rashid lo miró, se volteó y señaló una nube negra e imponente, que avanzaba hacia ellos. 

El horizonte comenzó a crujir y en pocos minutos las ráfagas se hicieron tan fuertes que Enzo pensó que morirían aplastados. Enterró sus manos en la arena evitando que el viento lo arrastrase. Como pudo se acurrucó junto a los animales, se refugió bajo la manta y todo se cubrió de polvo y arena. El calor, mezclado con el olor fétido de los camellos, se hizo insoportable. Enzo pensó que no podría resistir mucho más. Abatido, se desmoronó y perdió el conocimiento. 

Cuando abrió los ojos todo estaba oscuro y cubierto de arenisca. Se sorprendió de estar vivo. Estiró el brazo y, como un topo, abrió un hueco en la arena, asomó la cabeza y oteó el horizonte. Todo estaba notablemente calmo. A su lado, los camellos permanecían echados.

Se levantó y caminó entre las dunas, pero no vio a Rashid. “¡Rashiiid!” Gritó, pero nadie contestó. “¡Rashid! Rashid!” gritó de nuevo con más fuerza. Sin su guía no sabría que rumbo tomar y no sobreviviría la noche. Siguió buscándolo con desesperación; el sol rojo e inmenso ya se inclinaba estirando las sombras. De pronto, tras él emergió oscura, una figura larga y enorme. Enzo giró sobre sí y vio a un hombre alto y fornido, que, cubierto con un turbante y una capa negra avanzaba decidido hacia él. El miedo lo embargó; el hombre se paró delante suyo y súbitamente abrió la capa descubriendo una caja: “Coke; beer, ¡ice!”, ofreció. “Tu guía esta más allá, haciendo sus necesidades”; “ésta es la ruta a Kahipur, atrás viene otra caravana con 10 camellos; están bien, pese a la tormenta terrible”, añadió.  

Enzo dudó un momento y compró una cerveza. Enseguida el hombre siguió su camino.

Enzo pensó que alucinaba; se sentó luego apoyado en el camello; ya no sentía el olor nauseabundo. Abrió la lata y la bebió de un sorbo. “¡Jaaa!”, exclamó, al tiempo que lanzaba una carcajada. “¡Estoy vivo!”, gritó sorprendido. Luego miró a su alrededor; se tomó la cara y llorando desconsolado murmuró: “Kahipur, Kahipur...”  

Luis Politi, Cuentos de la cuarentena.      

 


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