La guerra roja

La guerra roja

Si hay un Dios, no es como lo imaginamos

Los seis guerreros rojos se movieron rápido sobre el lecho de hojarasca húmeda ignorando el vaho insoportable que impregnaba el túnel. Avanzaron hacia las nidadas grandes casi sin tocarse, rozando apenas sus armaduras. De pronto detuvieron la marcha para evaluar los destrozos: miles de cuerpos traslúcidos reptaban lacerados entre criaturas que se descomponían sumergidas en las hojas. Esgrimiendo sus penachos de color formaron un círculo y, como en un ritual, se desplegaron contactando sus antenas. Bastó un leve roce para que toda la información recabada quedara compartida en sus cerebros. De allí en más sus movimientos devendrían del mismo acervo de datos.

Los brigadistas se alinearon y reiniciaron la travesía. Armados con sus tijeras y punzones, formaron en ángulo y marcharon esquivando los restos inermes y los muertos; cuerpos seccionados aun deambulaban hasta toparse con las paredes.

El grupo avanzó veloz hasta donde el túnel se bifurcaba; se detuvieron, rozaron nuevamente las antenas y prosiguieron. Ya cerca de las nidadas, millares de muertos se interponían en el camino. Los embriones mutilados, por los que otrora hubiesen dado su vida, eran ahora obstáculos sobre los que había que avanzar, y aplastar si fuese necesario. El túnel dio paso a una galería con incrustaciones de mármol, que sostenían una bóveda lúgubre, impregnada de efluvios agridulces. Diez escalones accedían a una plataforma sobre la cual yacían miles de pequeños bloques, el principal sustento de la colonia. El calor de la cámara fundía los bloques esparciendo un vaho dulzón. La vista era desoladora: los fragmentos gelatinosos yacían destrozados por doquier. Azorados, los combatientes se apoyaron en las paredes. La destrucción de los túneles era un crimen. La consigna de preservarlos estaba grabada en sus cerebros y la violación de esta regla merecía un castigo ejemplar. La saña destructiva de los agresores crispó a los combatientes que comenzaron a emitir un gorgoreo amenazador con sus mandíbulas. Desplegando sus armaduras en señal de ataque recorrieron la bóveda en círculos, solo deteniéndose ante los pocos embriones que aún permanecían intactos.

Pronto las evidencias apuntaron a un culpable inequívoco… las negras. Sólo ellas dejaban ese hedor, atacaban los huevos, o eran capaces de destruir los túneles.

Los guerreros levantaron sus punzones, desplegaron las tijeras e iniciaron el regreso por el atajo, una galería casi sin aire, sin cuerpos y sin hojas, sólo barro. De pronto las antenas percibieron las ondas y de inmediato vibraron. Un olor inconfundible llegó desde el fondo de las galerías. La cuadrilla se paralizó. El silencio se esparció por el túnel. Otra vez avanzaron y otra vez vibraron las antenas. Los seis guerreros detuvieron su marcha y lanzaron la alerta: “negras en la trayectoria; negras en la trayectoria”; repitió la alarma, “tres negras atascadas en el túnel”, precisó la alerta. De inmediato se reorganizaron para el ataque: los que formaban a la derecha pasaron al frente formando una “V” con el líder. Equivocadas en su rumbo, las enemigas pugnaban por liberarse de las paredes estrechas de la galería. El error lo pagarían de inmediato: la brigada roja se desplegó como una tromba cayéndoles de improviso. Atacaron por detrás golpeándolas con sus escudos; se deslizaron luego bajo las patas, hincaron sus garfios en los vientres y se encaramaron hasta colgarse de sus cuellos. Un solo punzonazo y dos cortes dejaron las cabezas dislocadas mientras el dolor de la ponzoña se esparcía por sus cuerpos. Los movimientos se volvieron lentos. Sin chances de girar sus pinzas, se desplomaron y la escuadra avanzó sobre los cuerpos. El primer corte les seccionó el abdomen, luego las patas… luego el fin. Los restos siguieron revolcándose unos minutos antes de detenerse.

El escuadrón casi no se detuvo al cruzar el portal de la jefatura. Los guardias bajaron sus espolones y se abrieron para darles paso. La noticia llegó al comité central. Un clamor se elevó en la sala. “¡Hay que aniquilarlas!”; “¡atacar; eliminar; matar!”, bramó Macusa, la reina roja: “no podemos tolerar esta afrenta”; “¡hemos sido pacientes hasta ahora!”. El clamor se extendió como un reguero por la sala. El olor de muerte ganó los túneles y el gran ejército rojo comenzó a alistarse en las galerías.

La colonia de las negras superaba por millares a la de las rojas; sus tenazas podían partir en dos a sus oponentes, pero eran torpes, lentas y sus decisiones apenas elaboradas. Las rojas eran más inteligentes y se movían mejor entre las galerías. Su superioridad se debía a su veneno y a las antenas, que les permitían compartir la información. Los cerebros, cargados con la suma de las experiencias, eran sin duda su mayor adquisición evolutiva, o, a decir de las rojas, la bendición del Dios Tam. ¿Qué debían retornar ellas a cambio? Sólo cumplir con dos mandamientos: no violar los túneles y no mentir. La obediencia a estos dos mandatos estaba grabada en todos los cerebros de ambas colonias. En todos, menos en los de las reinas, Macusa y Formicania. Sólo ellas tenían la libertad de violar los mandamientos. Aun así, el libre albedrio no eludía las consecuencias: la muerte.     

Los escuadrones de ataque se alienaron adelante. Más atrás, los demás se ordenaron en fila. Acomodaron sus corazas y rechinaron sus armaduras calentándolas para la batalla. Detuvieron todo movimiento; cruzaron sus antenas y formaron las líneas. Un chirrido ensordecedor se elevó por los túneles al iniciar la marcha. ¡La batalla final se aproximaba! ¡Por fin eliminarían a las negras! Un río colorado avanzó trepando las galerías hacia las nidadas negras. Marcharon hasta que los túneles mal construidos, los caminos sin alisar y los restos desordenados de bloques de mármol indicaron la entrada al territorio enemigo.

Ante la inminencia de la batalla, los escuadrones de avanzada iniciaron la carrera. Tras ellos, dos largas filas rojas marcharon hacia el objetivo. Una columna destruiría las nidadas y la otra caería de lleno sobre el comité central. 

El final de las negras se acercaba. El ejército invasor se detuvo al llegar al portal. Al unísono golpearon sus patas en el piso una vez. El sonido retumbó por las galerías. Como un tambor, golpearon nuevamente, sacudiendo los túneles. Muy cerca, las escuadras negras se aprestaban para la defensa. El silencio en las filas defensivas solo era quebrado de tanto en tanto cuando alguna combatiente, invadida por el terror, hacia tiritar sus pinzas. Las que estaban en la primera línea abrieron sus pinzas al tiempo que la horda roja lanzaba su asalto. Las primeras atacantes cayeron despedazadas por las cuchillas negras. Las rojas lanzaron dos nuevos ataques y otra vez fueron destrozadas en la entrada del corredor. Mientras las defensoras desprendían los cuerpos lacerados de entre sus tijeras, los guerreros rojos se colaban por la retaguardia. Una tras otra las avanzadas eran destruidas por las negras. La pérdida de los primeros escuadrones no amedrentó a los oficiales, quienes dieron la orden de lanzar otra ofensiva. Las negras cruzaron nuevamente sus pinzas, cortándoles el avance. Los brigadistas rojos caían por centenares. Muy pronto, sin embargo, las negras mostraron su talón de Aquiles: los movimientos de las pinzas eran lentos e insuficientes para detener las embestidas. Poco a poco, los atacantes comenzaron a penetrar las defensas. Las rojas eran feroces; sus cabezas, aun cuando dislocadas, no dejaban de morder hincando el veneno en su último hálito. Las líneas negras comenzaron a ceder, dejando abierto un corredor por donde, en medio de la algarabía, embistieron los invasores hasta ganar las galerías. El ejército rojo avanzaba ahora sin resistencia. Tras unos minutos de batalla, los jefes negros ordenaron la retirada. Las negras huían a la carrera, y las rojas las perseguían hasta destruirlas. Miles caían presas de la acometida roja. La destrucción de las nidadas y de los embriones anunciaba el final. La ola de muerte se esparcía por los territorios. La catástrofe de los últimos escuadrones marcó la inminencia de la derrota.

Formicania acomodó con sus manecillas su vientre sobre la mesa. Levantó la vista y dio un suspiro. Las tres oficiales negras ajustaron sus chaquetas, se cuadraron y anunciaron: “nuestras columnas fueron aniquiladas”; “sólo nos queda el escuadrón real”; “la defenderán hasta el final”.

Los gritos de dolor y desolación llegaban desde el fondo de las galerías. Formicania llamó a sus edecanes, pero ya nadie respondía. Por primera vez tomó conciencia de la gravedad de la situación. “El escuadrón real —murmuró— el escuadrón real…”.  Formado por las guerreras más inteligentes y diestras de la colonia, quizás aún podría arrancar una victoria, lanzando un golpe sorpresivo sobre las rojas. Formicania pergeñaba su estrategia. Enviaría una columna por los túneles del agua, ascenderían a la luz, cruzarían el trayecto sobre la superficie, bajarían luego por los corredores traseros y caerían directo sobre el comando rojo. Sólo necesitaba un escuadrón bien entrenado y decidido a todo. Uno sólo, el escuadrón real. La sorpresa jugaría de su lado. Los rojos nunca imaginarían un ataque por los túneles sagrados. Violarlos era un sacrilegio, el camino de Tam, el ascenso hacia su residencia, a la luz y sus misterios. No había perdón posible para quienes lo violaran. Las dos leyes eran sencillas, a la medida de esos cerebros: “no usarás los túneles”; “no mentirás”.

Formicania siempre había pensado que los mandamientos de Tam tenían, en el fondo, el sentido de preservar la supervivencia de las colonias. La prohibición de usar los túneles resguardaba el vital suministro de agua y la de no mentir aseguraba que la información fuese correcta para poder programar las respuestas. Para Formicania, el mandamiento sobre la mentira aplicaba a las rojas, que compartían la información en sus cerebros. Era claro que, si las rojas mentían, la información no serviría para elaborar una estrategia y eso podía originar una catástrofe. Pero para las negras este mandato no era necesario. Entonces, ¿por qué deberían ellas acatar un mandamiento diseñado a la medida de las rojas? Los túneles en cambio eran el suministro de agua. ¡Ni por error usarlos!  Estaba grabado en sus cerebros. Los transgresores pagarían con su vida. Era obvio que, si los túneles sagrados se usaban como vía de transporte, ponían en riesgo la provisión de agua y se corría el peligro de un derrumbe que acabaría con las colonias. Pero Formicania no pretendía usarlos como vía de transporte. Sus tropas pasarían por los túneles solo una vez. No había entonces un motivo para tamaña prudencia.

Sin embargo, debía aun convencer al comité central y a la columna de choque de ejecutar semejante violación divina. Sólo una orden emanada del propio Tam podría justificarla. Formicania abrió los brazos y elevó una plegaria, clamando por un gesto que la autorizase. Tam debería escuchar la plegaria; era necesario que la escuchara. Cerró los ojos e inclinada sobre sí esperó inútilmente la respuesta. Repitió sus plegarias con pasión, pero solo retornó un prolongado silencio, quebrado por los lamentos que llegaban de las galerías.

Formicania comenzó a persuadirse de que Tam no acudiría en su ayuda. Quizá nunca aprobaría que las negras violaran los túneles y menos para usarlos contra las rojas, sus favoritas. Tam siempre había favorecido a las rojas. No era justo eso. Les había dado la memoria compartida y la superioridad militar.

De pronto, Formicania comprendió: la orden para avanzar por los túneles sagrados debería ejecutarse pese a Tam. Debería inventar una autorización divina. Debería mentir. Sintió un alivio de tener el albedrío de mentir. Las presiones del imperio tenían su costo, pero también sus prerrogativas…, por suerte. Sopesó su decisión con cuidado. ¿Osaba ahora enfrentar a Dios y sus designios? La apuesta era riesgosa. No sólo la continuidad del imperio, sino su propia cabeza estaba en juego. Necesitaba el aval de sus acólitos para semejante violación.

Miró a los miembros del comité central y carraspeó antes de anunciar: “las rojas nos están aniquilando, están a las puertas, ¡no queda mucho tiempo! Si utilizamos los túneles todavía podemos caerles por la retaguardia y eliminarlas”. El anuncio de una victoria posible entusiasmó al sector más sumiso: “¡venceremos de la mano de nuestra líder!”; “¡Formicania!”; “¡Formicania!”, gritaron a coro. “No es totalmente legal, quizá deberíamos..., mirar si...”, objetó Hemiptra, mientras se revolvía agitando su coraza como para tomar aire. Las miradas del comité en pleno le cayeron como un rayo. “¡Obsecuencia, obsecuencia!”, clamó Tyrania desde una de las alas del comité central. Hemiptra miró a Tyrania con desdén. Le costaba ver en esa figura arruinada a la valiente comandante que había derrotado a las rojas en los inicios de la colonia. Ganada por los años, con un escudo que parecía a punto de caérsele por los flancos, toda la figura de Tyrania contrastaba con la guerrera que había conocido. Las dos cabezas rojas que colgaban de su cuello, trofeos de sus batallas, golpeaban ahora ridículamente sobre un vientre voluminoso. Hemiptra insistió, tratando que el comité central recapacitara sobre la atrocidad que se estaba por cometer. No tanto por el miedo a la represalia divina, sino porque avanzar con las tropas por los túneles sagrados podría ocasionar su derrumbe. “Va contra las leyes sagradas de Tam”, insistió Hemiptra. Formicania se impacientó ante la falta de acatamiento: “¡el propio Tam ordenó usar sus túneles sagrados!; ¡Tam está de nuestro lado!; ¡Tam está de nuestro lado!”, repitió agitando su armadura mientras apuntaba sus tijeras hacia la cabeza de la insurrecta. “Nos haces perder tiempo”. “¡Obediencia, obediencia!”, clamaron las integrantes más serviles del comité, mientras retorcían sus escudos en señal de sumisión. Tyrania se levantó y, sumisa, se inclinó hacia la reina, desplegando sobre el piso su escudo mientras avanzaba serpenteando, resabio sin duda de las reptaciones de su pasado larvario.

Una vez aplacadas las objeciones la orden de contraataque no se hizo esperar. El escuadrón real se agrupó en la base de los túneles. Afilaron sus cuchillas y giraron sus cabezas para flexibilizar sus cuerpos. En el otro extremo, las rojas esperaban agazapadas. Era obvio que las negras se alistaban para un contraataque. Las idiotas caerían en la emboscada. Era un suicidio. Las antenas rojas empezaron a detectar los movimientos del enemigo. Los oficiales lanzaron la orden de alistar cuchillas y punzones: “¡carguen venenos y esperen a que aparezcan por las galerías, luego mátenlas sin misericordia!”. Siguió un momento de calma; las negras empezaron a moverse. Los guerreros rojos agitaron sus patas al detectar el desplazamiento enemigo. La espera se extendía más de lo debido. Los jefes del escuadrón rojo estaban desconcertados al no ver a sus oponentes. No sospechaban la jugada de Formicania. Esperaron unos segundos, y otros más, pero las negras no aparecían. Algo estaba mal, había movimientos en el enemigo, pero aun así no se asomaban. A menos que retrocedieran, pero ya no tenían adónde. Excepto, claro, que usaran los túneles de agua. Pero eso no era una opción, estaba prohibido. Ni siquiera ellas osarían usar los túneles sagrados. Era imposible; además, las negras eran incapaces de recursos imaginativos.

Cuando los oficiales rojos por fin comprendieron, ya era tarde. El escuadrón real se desplazaba a toda marcha hacia los túneles de agua. Las primeras negras se encaramaron por las paredes del pasaje con facilidad. Afirmándose en los trozos de mármol que emergían de las paredes, treparon rápido hacia la luz. Mientras ascendían, eran salpicadas por los saltos de los arroyuelos que discurrían por las galerías. El sonido del agua retumbando en los socavones era desconocido para las guerreras. La sensación de paz y la belleza del conducto contrastaban con la idea que se habían formado de los túneles sagrados.

Con cada pisada, los trozos de mármol se movían levemente y el agua afloraba dando un brillo particular a las piedras. Las piedras brillantes reflejaban los haces de luz de la superficie. El agua, al emerger bajo los trozos de mármol, no tardó en descalzarlos. De pronto, uno de los bloques se derrumbó. El ruido de la piedra golpeando por las paredes y el ¡splash! final en el fondo del precipicio sobrecogió al escuadrón. Las filtraciones generadas por el paso del escuadrón ya habían formado una laguna. Las guerreras miraron la caída del mármol y el espejo de agua en el fondo. Jamás habían visto una laguna. Sintieron miedo por primera vez. Luego de un momento de indecisión continuaron su ascenso. Otros dos bloques se descalzaron y un segundo más tarde, un alud de piedras y agua barrió el borde de la galería arrastrando a un grupo hacia el precipicio. Allí, atrapadas en el barro, agitaron sus armaduras, clamando por ayuda inútilmente hasta que desaparecieron de la superficie.

Aterrorizado por el derrumbe el resto del escuadrón se acercó al borde para no caer, pero el peso terminó por desprender la estructura y una avalancha de barro y piedras derribó la galería principal. Una tras otra, las galerías se desplomaron bajo la fuerza del diluvio. Anegados todos los túneles, los sobrevivientes caían a las aguas o eran atrapados y sepultados en el fango. La ira de Tam caía con furia sobre los pecadores derramando el diluvio final.

En su reducto, Formicania esperaba su postrer momento. Podía percibir en su verdadera magnitud la cólera de Dios. Pagaba caro su blasfemia. Desconsolada, no dejaba de preguntarse el motivo de semejante ensañamiento. Después de todo, Tam era el Dios de la bondad; les había dado el agua y las había creado. Ahora parecía cruel, desatando el Armagedón que presenciaba.

Veía pasar los cuerpos flotando a la deriva, tratando de asirse a los fragmentos de mármol que aún permanecían en las paredes de los túneles.  Las aguas se filtraban hacia los pasillos y las galerías se derrumbaban mientras miles de cuerpos negros y rojos eran aplastados o arrasados. Poco a poco, las aguas penetraron en la sala de mando rodeándola. Sin comprender, en sus últimos momentos, sollozó. “¿Por qué? ¿Por qué?”, y una ola enorme la barrió.

Tom abrió la puerta y con un gesto de preocupación fue directo hacia su obra. Había notado en los últimos días la tremenda actividad destructiva de las colonias. En particular las colonias rojas se mostraban agresivas. Miró a través del vidrio y observó con frustración la caída del acueducto principal y parte de las colonias flotando. Era evidente que algo había fallado. Los túneles habían sido anegados, otros derrumbados, y miles de cuerpos yacían despedazados. Tomó el manual de instrucciones y se detuvo en el capítulo “Restricciones en el empleo de las galerías de agua”. Sabía que el uso de los túneles de agua debía limitarse para evitar el colapso. Le había dado carácter sagrado; y había impuesto penas severas a su violación. Escrutó su manual revisando con cuidado los procedimientos. Había cumplido todos los pasos de acuerdo a las normas. El grabado en el cerebro había sido hecho como un reaseguro. ¿Cómo podía explicar el colapso de las tuberías del agua? Releyó el rubro “pecados capitales y limitaciones”. Eran menos de diez, tal como aconsejaba el manual. De hecho, para una organización sencilla de sólo dos especies dentro de un cubo de vidrio, con tres pecados capitales alcanzaba.

Repasó el resto del instructivo: “Flexibilidad de los pecados capitales”; “información a grabar en los cerebros”; “distribución de tareas”. Todo parecía normal. Siguió: “capacidades orgánicas”; “lideres”; “prerrogativas de los líderes”. Quizás allí estaba su error; la orden de acceder a las tuberías de agua debía haber surgido de los líderes.  “Mmm —se dijo— no hay duda, solo las reinas tenían prerrogativas”.

Tom observó los daños del acueducto de acceso y comprendió que ya no tendría tiempo de repararlos. Además, los túneles aún estaban inundados. No había modo de reparar todo antes de que venciera el plazo que le asignaran los instructores para entregar su tarea. Tendría que empezar de cero e iniciar un nuevo ciclo. Examinó el surtidor de agua. Un hilo de agua apenas bajaba desde la cañería principal. Con resignación murmuró: “a empezar de cero entonces”, presionó la válvula de apertura como lo indicaba el manual. Tenía que anegar las colonias. El agua comenzó a fluir a raudales. El túnel se llenó de inmediato, filtrándose hacia los corredores. Millares de cuerpos rojos y también algunos negros huían; se agolpaban en los vértices o trepaban por las paredes inútilmente. Enseguida las galerías se inundaron.

Tom pulsó el botón “bioselector” y un tamiz empezó a agitarse. Los pequeños seres quedaron sobre la malla de acero mientras por debajo, entre las rendijas, se escurría el agua y los restos de grava. Tomó un cepillo y los colocó en un recipiente cilíndrico de metal. Ajustó el cierre y lo introdujo en la caja de “big bang” en cuya tapa se leía: “Generador de Universos pequeños de 2 a 10 colonias”. Tomó el manual y leyó: “especifique las condiciones de evolución de su Universo: marque sólo una de las opciones”. Miró la primera: “Número de colonias”. Tom anotó: “2”. Los universos de dos colonias eran más fáciles de generar y Tom, en su flagrante mediocridad, no tenía ni el tiempo, ni la astucia, ni la voluntad para desarrollar algo más complejo. Las organizaciones mayores requerían una dedicación que estaba fuera de sus planes y de su capacidad. Siguió: “Organización de las colonias”; “Pulse una sola opción en cada caso”: “número de mandamientos: 1, 2 ó 10”. Pulsó “2”. “Grabado de los mandamientos en cerebros: Sí o No”. No dudó en apretar “Sí”. “Excepciones a los mandamientos (prerrogativas): a) ninguna, b) sólo a los reyes; c) sólo reyes y comités”. Dudó un momento. Trató de recordar lo aprendido en su curso. Este era un punto importante que podía haber llevado a la catástrofe a su universo. La opción “b” estaba descartada, pero ¿cuál era la opción correcta? ¿Ninguna excepción?  No había estudiado los manuales en profundidad para realizar la tarea y le resultaba imposible recordar bajo presión. Trató de razonar sobre las consecuencias. “Ninguna excepción”. Esto le sonó democrático, de algún modo. Recordó que tenía sus desventajas. Pero ¿cuáles eran? “Mmm, reyes y comité”, murmuró. El tiempo se acababa, el indicador rojo titilaba cada vez más rápido recordándole que debía apretar una opción o cancelaría la formación del “Universo”. Si ampliaba la excepción sería más justo. Apurado, pulsó la opción “c”, “sólo reyes y comités”. Siguió: “Organización de comités asesores”; “Nivel de obsecuencia del comité: marque de 0 a 100”; “pulse sólo números enteros”. Tom escribió 98. De inmediato escuchó el sonido de la turbina del generador mientras un cartel indicaba “se ha completado la fase inicial; pase a la fase final”.

Pegado a la caja, se leían las instrucciones de manejo: “1: Cargue los especímenes en el cilindro; 2: ubique el cilindro en el centro del generador; 3: cierre la puerta. Use gafas para observar el proceso; 4: cierre la puerta y oprima el botón de Big Bang”. 

Cerró la puerta, pulsó el botón rojo: “generador de Big Bang” y observó a través del visor.  Una luz violeta se esparció de inmediato. Afuera, la luz verde titilaba intermitente, “Cuidado: generación en progreso”. Observó cómo la luz violeta se extinguía en el interior. Nada ocurrió durante los siguientes minutos. Quizás algo había fallado. De pronto una luz se encendió: “procesando datos del Big Bang”. Esperó otro minuto y allí estaba. El inicio de su universo pequeño. Un fogonazo hizo colapsar el cilindro; vio cómo la cápsula se achicaba, rechinando y retorciéndose hasta formar una bolita diminuta. Tom se acercó más al visor. Una explosión apenas perceptible por el blindaje surgió desde el centro. Miles de luces se expandieron mientras el receptáculo se llenó de estrellitas multicolores. La ventana del visor se cerró. Un cartel indicó: “Espere 10 minutos antes de abrir el generador; recoja los especímenes formados. Ha generado con éxito un universo pequeño. Los resultados de su tarea serán evaluados por expertos en el tema; Buena suerte”. 

 

Luis Politi

Del libro “Las gárgolas”, EdiUns. Bahía Blanca, 2018

 

 


Comentarios

Entradas populares de este blog

LA GUERRA GRANDE DE CORRALES

Pichilo

Antonia y las ostras