La Sospecha

La sospecha

La música funcional se interrumpió de golpe: “Tin, tan, tin, tan; señores pasajeros hemos iniciado el descenso hacia la ciudad de Buenos Aires, la hora local indica las siete en punto, la temperatura es de dos grados centígrados y el cielo está cubierto con lloviznas”; “ladies and gentlemen, we have…”  El sonido inquietante del tren de aterrizaje crujiendo bajo las alas y la inclinación súbita del aparato dando una vuelta cerrada sobre el rio lo despertaron. Pese al trato afable de las azafatas de la línea escandinava apenas había podido dormir.

Mario enderezó las piernas intentando sin éxito divisar las luces de la ciudad por la ventanilla. De pronto, después de treinta y dos años, allí estaba de nuevo, a un par de minutos de aterrizar donde había jurado no volver.

Las imágenes de aquella mañana de antaño se abrían vívidas y las dudas que lo habían asaltado en esos años le caían ahora con una intensidad inusitada.

No cabe duda, Facebook tiene esa virtud: de golpe alguien que teníamos guardado en la memoria, “plop”, nos aparece como por encanto. Abrió la página y ahí estaba el mensaje: “Mario Ezequiel Fernández, ¿sos vos?, ¿el “Chucho Rodríguez” ?, soy Melenita Páez; quizá no quieras verme pero debo intentarlo ahora que te encontré. Si querés, te espero como siempre, en Politeama, en Corrientes y Paraná, ¿te acordás?, bueno ya no se llama Politeama..., pero igual quisiera verte, tendríamos que hablar, el lunes quince, a las seis de la tarde. ¡No faltes!”  Mario cerró la página, se reclinó en el sillón y entrecerró los ojos al tiempo que un dolor extraño atrapaba su pecho reabriendo las heridas. “¿Cómo supo mi nombre verdadero si nunca se lo dijimos?”, fue su primer pensamiento. “¿Para qué quiere verme ahora? ¿No le bastó lo de aquella vez?; ¿Por qué no habría ido aquel día? ¿Arrepentida quizá después de treinta y dos años, un mes y diez días? No sería la primera; es sabido que a muchos los carcome la culpa. Algunos sé que se chiflaron un poco; otros iniciaron una vida diferente tratando de escapar del pasado, o de su conciencia. A lo mejor simuló estar enamorada al principio y después se enamoró de veras. Vaya a saber”.

Para Mario, lo que parecía un capítulo cerrado de su vida, ahora se reabría de golpe en esos dos renglones. “Quizá ya ni me reconozca después de tanto tiempo; ¿sabrá que vivo en Suecia? De todos modos, ya es tiempo de volver”, pensó.

Junto a la ventana, en la última mesa, la mujer miraba hacia afuera. Conservaba el pelo rizado con su color dorado. El rostro, demacrado por el paso de los años, mantenía su belleza, pero sus ojos negros habían perdido la mirada vivaz y alegre que lo había cautivado entonces. A medida que avanzaba, sus pasos parecían sumergirlo en el pasado que había querido olvidar. Al verla, las imágenes de aquella mañana fatídica se acomodaron de pronto como fantasmas en sus recuerdos: las sombras disipándose entre la neblina espesa; las manos transpiradas apretando el rifle húmedo por la llovizna helada. Mario acomodó su cuerpo como pudo en el hueco del zaguán, entreabrió la puerta desvencijada y apoyó el rifle sobre la columna. Sintió la garúa apenas visible cosquilleando helada en sus mejillas.

Encendió un cigarrillo para matar la ansiedad mientras esperaba. Miró la hora. Si el dato era correcto, la comitiva debería pasar por la esquina a las siete y veinte. Eran ya las siete y veintitrés y no aparecían. Deberían pasar en cualquier momento.... Las gotas de sudor se condensaban ahora bajo la campera verde de paño militar que había comprado en “La Pulga”.

Dos tiros; el primero a las gomas delanteras dejaría el auto justo frente a él; el otro iría directo a la cabeza del general. El segundo disparo debía ser más fácil porque el auto de la comitiva quedaría detenido a solo veinte metros. Era fácil pero arriesgado: si erraba estaba perdido. Acertando, los militares se concentrarían en el general por unos segundos, quizá minutos, pero si fallaba se iban a largar a su cacería de inmediato. No podía errar, confiaba en su pulso y en la puntería que lo había destacado entre sus camaradas. Sólo treinta segundos después aparecería la moto por Corrientes y lo levantaría. El escape sería perfecto porque la moto, importada, avanzaría a toda velocidad hacia Chacarita esquivando el tránsito, intenso a esa hora. Con el caos de autos de frente, no había forma que los “coordinas” los alcanzaran con los Falcon verdes. Siete y veinticuatro y todo calmo. Los autos parados en el semáforo esperando la luz verde. Un grupo de chicos con guardapolvos blancos pasó gritando por la vereda. Cuando se detuvieron junto al zaguán forcejeando entre ellos en sus juegos violentos, estuvo tentado de gritarles que se alejaran, pero se contuvo. “Borregos de mierda, ¿por qué no siguen?”, murmuró. Siete y veinticinco, Mario respiró al ver a los chicos alejarse. Un segundo después una señora arropada con una bata tejida empujando un “changuito”, paró a guarecerse de la llovizna en la entrada al zaguán. Por suerte no percibió el cañón del Mauser casi tocándole la espalda. Mario se impacientó y pensó que si aparecía la comitiva en ese momento tendría que inutilizar de inmediato a la mujer. Pero ¿cómo?, Quizá tendría que matarla, no habían previsto ese detalle. La mujer esperó un instante, miró el cielo hacia ambos lados y con gesto de resignación decidió seguir, convencida de que la espera solo retrasaba la mojadura. Miró el reloj por última vez, siete y veintisiete, ¿qué pasaría? Comenzaba a dudar del dato que le pasara Melenita. ¿Acaso tendrían que suspender todo?

Un cortejo fúnebre se detuvo en la esquina y avanzó con la luz verde hacia Chacarita. Casi cuando el semáforo cortaba nuevamente se escuchó el rugir de las motos bajando por Canning. Las cinco motos avanzaron escoltando al Mercedes importado donde se desplazaba el general. Atrás, lo seguían los Falcon verdes. Tal como le había dicho Melenita, la comitiva avanzó hacia el semáforo de Corrientes. Acomodó el rifle; apuntó con cuidado y descerrajó el tiro. El auto dio un pequeño giro; luego una frenada, golpeó sobre el cordón y se detuvo a escasos metro del zaguán. Recargó el fusil y  apuntó directo a la cabeza del general. El crack del tiro retumbó en la avenida. Cuando el impacto, certero e inesperado le voló el fusil y uno de sus dedos, comprendió que había caído en una emboscada. A lo lejos se escuchó un tableteo de ametralladoras. Con su mano ensangrentada, se arrastró hacia la vereda a la espera de Melenita en su moto. Pero ella no apareció como habían planeado. Preso de un dolor inmenso supo que de no alcanzar el rifle estaba perdido.  Tomó el Mauser y casi sin apuntar, repelió el ataque. De inmediato, los guardias apostados tras los autos descargaron sus baterías hacia el zaguán. Los quince hombres se abrieron a la carrera avanzando por los flancos de la entrada. El tableteo de las ametralladoras se mezclaba ahora con el ruido de las sirenas acercándose. Permaneció un minuto en el zaguán a la espera de Melenita, pero ésta no aparecía. ¿Por qué no venía? Algo había fallado sin duda. Mario envolvió su mano ensangrentada en un trapo y corrió hacia el fondo del zaguán. Saltó la pequeña pared y se escabulló por el corredor entre los departamentos del conventillo hacia la calle. Ya en la vereda, para no llamar la atención, caminó sin correr hacia la boca de tormenta de la esquina. Allí había previsto refugiarse en caso de un desenlace catastrófico. Levantó la tapa y se tiró hacia el pozo justo cuando los cuatro vehículos militares frenaban en la esquina. Los soldados bajaron corriendo mientras se desplegaban para el rastrillaje.

Se arrastró dos cuadras por el caño de desagües hasta la próxima boca de tormenta; allí se acomodó en un hueco repleto de basura hedionda; se quitó la campera y la camisa; cerró los ojos por el dolor e hizo un torniquete para frenar la hemorragia. Se recostó luego sobre la campera gruesa y permaneció escondido. Arriba los soldados pasaban corriendo. Escuchó a los oficiales impartir órdenes. Varias veces desplazaron los vehículos justo sobre él.

Pasaron las horas. Las sirenas siguieron ululando hasta bien entrada la tarde. Empapado por la lluvia, tiritaba de dolor y de frío.

Si todo hubiese salido bien, a las nueve tendría que haber llamado por teléfono y decir “parece que ganamos la lotería”. A las diecinueve, como habían acordado, en el comité abrieron el sobre donde estaba indicado el lugar de rescate si algo salía mal. Uno de los camaradas estiró el papelito y leyó: “Humahuaca y Canning, en la boca de tormenta, a las veinte”. 

Justo a las veinte el rastrojero se detuvo en la esquina; los cuatro operarios con el uniforme de “Obras Sanitarias” levantaron la tapa de hierro; subieron a Mario y se alejaron de inmediato. Apenas a unas cuadras de allí, bajaron los hombres vestidos de operarios. Sólo quedaron el chofer y Mario. “No entiendo que pudo haber pasado, parece que nos emboscaron; no sé cómo supieron del lugar justo”, dijo Mario resignado. “Fue Melenita”, contestó el chofer; “es buchona de los servicios”, ella te traicionó; Roberto nos lo dijo”. “Ella era la única que sabía de la esquina; nunca fue con la moto al lugar, por eso no la viste”. “Pasó el dato un rato antes del operativo y desapareció”; “Roberto nunca confió en Melenita; sospechó de sus relaciones desde el principio: sobrina del ministro; de familia adinerada; llena de gustos e inclinaciones burguesas; con todos los berretines de chica bien: la moto importada…”. “¡Bueno, pero esa era la moto que íbamos a usar en el ataque!”, se quejó Mario. “Sí, pero ya ves que no la usó; te delató Chucho, ella te delató. Es así, entiendo que te sea duro de admitir; no sé cómo te metiste con la chica”, agregó el chofer. “Usó su encanto y te enamoró para llevarte a la emboscada. Por suerte no caímos más; pensaron que en el ataque se involucrarían varios compañeros, pero por suerte no fue así”.

Anduvieron una hora hasta que el rastrojero se detuvo en una casa quinta de Pilar. Parecía deshabitada. Las habitaciones estaban totalmente vacías y la pintura descascarada y con manchas amarillas de humedades antiguas; sólo en la cocina había una heladera pequeña y unos pocos utensilios y sobre la mesada de mármol blanco, dos botellas de alcohol; un frasco de mertiolate; un par de tijeras quirúrgicas y unas vendas. Entraron a la cocina y enseguida apareció un muchacho joven con guantes: “No te asustes, soy médico”, dijo sonriente. “Bueno, parece que tengo el honor de atender al mismísimo Chucho Rodríguez; veamos esa mano”. Mario estiró la mano; “Mmm, esto está muy mal; las heridas están sucias; perdiste un dedo y los otros no están mucho mejor; quizá tenga que cortar otro dedo”. En seguida le aplicó una inyección. “Bueno”, dijo el médico mientras trataba de acomodar los huesos de la mano; “tenemos que hacer esto y no tengo anestesia, así que vas a tener que cerrar los ojos y morder este paño”. “No importa, aguanto”, dijo Mario.

El chofer observaba mientras asistía al médico con las curaciones. “Ahora, cuando el camarada termine las curaciones te vestimos de paisano alambrador y te sacamos del país”. “¿Cómo?”, preguntó Mario. “Tenemos una Estanciera afuera; te van a llevar por el litoral rumbo al Paraguay. Hay tres lugares donde desviarán la ruta para evitar los controles policiales y los gendarmes; una vez en el Paraguay alguien te contactará. A partir de ahí olvidate de que sos el Chucho Rodríguez; te darán un pasaporte y algo de plata y de ahí, con identidad nueva, te vas a Suecia. Acá tenés los papeles; si los paran, son gauchos alambradores; en la parte de atrás de la estanciera hay dos rollos de alambres de púa; tenazas y martillos y un cuchillo de campo. Llevan un cojinillo y una bota de vino, para despistar. No creo que sospechen; pero si ven la herida les decís que te cortaste los dedos con el cuchillo”.

Con el dolor de las heridas y la pena profunda por la traición, miró por última vez por la ventanilla del avión mientras tomaba altura y pensó que nunca más volvería. 

Los treinta y dos años en Suecia sirvieron para sanar las heridas y aliviar los dolores. De a poco fue mirando el pasado como una etapa turbulenta de su vida en un país que se desangraba. Lo que nunca pudo superar fue la imagen de Melenita esa madrugada. Todo se iba borrando del recuerdo, pero las escenas de esos minutos con Melenita desembocando en la traición permanecían intactas:

A toda marcha por Corrientes, la luz potente apenas abría un haz estrecho en la niebla dando paso al ronronear solitario de la moto. Sentado detrás, siguió abrazado a la cintura de Melenita hasta que se detuvieron a dos cuadras del sitio elegido para el ataque. Eran las cinco de la mañana en punto. Mario descendió, acomodó la funda con el rifle. Melenita lo miró a los ojos; lo abrazó fuerte contra su pecho; le dio un beso y le dijo: “Andá al zaguán y esperá allí, ellos van a pasar, el dato es seguro. Un minuto después que pase todo, te levanto y desaparecemos; ¡cuidate, no te voy a fallar!”. “¿Seguro que no?”, preguntó Mario, quizá prediciendo una calamidad. Melenita aceleró el motor y mientras se alejaba, giró la cabeza y con una sonrisa le gritó. “¡No puedo fallar porque te amo!” Mario se quedó perplejo mirándola mientras se alejaba.

En las dos cuadras que lo separaban del zaguán, no pensó ni en el golpe comando, ni en el general, ni en el rifle. Solo parecía invadido por el beso y la súbita declaración de amor de Melenita. 

Sentado ahora frente a esa mujer ya madura, la tomó de las manos y con la voz doblada de dolor alcanzó a preguntar: “¿por qué nos traicionaste? ¿Por qué me traicionaste?”, precisó luego.  

 “No fui yo quien te traicionó, ¡nos traicionaron!” se quejó la mujer “¿Quién?”, preguntó Mario. “Fue Roberto., él era de la SIDE …”. Mario la miró extrañado: “¿Roberto? ¡No puede ser!”. “Sí, -dijo ella- es difícil de creer, pero así fue. A mí me ametrallaron una cuadra antes de llegar. Me dieron en las piernas; luego me levantaron y me llevaron al cuartel. Querían que cante; no sé si te hubiese delatado de haber estado lúcida, de verdad no lo sé, pero estaba semiinconsciente; me torturaron hasta que se dieron cuenta que en mi estado era imposible sacarme algo; me estaba desangrando, así que me llevaron al hospital y me internaron. Estuve varios meses en coma; después no recordé nada y cuando me volvió la memoria, fingí no acordarme”.

“¿Cómo sabes que fue Roberto?”, preguntó Mario. Melenita recorrió el borde del pocillo con sus dedos y sin mirarlo contestó: “mi tío era ministro; él tenía los ficheros de muchos militantes, sospechosos, soplones, agentes infiltrados. Roberto entró a la organización cuando todavía las cosas no estaban tan mal; la SIDE siempre infiltraba gente en todos lados, después si el grupo se hacía importante, ya tenían a alguien adentro”. “¿Por qué debería creerte?”, preguntó Mario.

Apenas en un susurro, la mujer contestó: “no tenés que creerme; y no podés preguntarle a Roberto porque hace dos años que murió...”.

“Quisiera creerte entonces, pero no puedo”, insistió Mario.  “Ya te he dicho que no tenés que creerme; me duele lo que te pasó; me duele no haber podido ir, pero más me duele que no me creas”.

“No sé, es tu palabra contra la de Roberto, él era un héroe intachable”, dijo Mario con firmeza. “Sí, es así, al menos así lo recuerdan los compañeros; y yo solo era una pequeña burguesa siempre lista para caer en manos del enemigo”. “No sé, eras la única que sabía todo lo del operativo”. La mujer lo miró entonces resignada; una lágrima se deslizó hasta golpear en el café y con su pena profunda añadió: “Roberto también lo sabía, solo que él estaba libre de sospecha; lástima que no puedas creerme”. Movió luego una perilla del apoya brazos y comenzó a retroceder; giró las ruedas con el control e hizo avanzar la silla hacia la puerta; al llegar a la salida, estiró la mantilla sobre las piernas ausentes para cubrirse de la llovizna; empujó la puerta del bar con el bastón y desapareció para siempre entre la neblina espesa de Julio.

Luis Politi,  “Las gárgolas”, EdiUns 2018.


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