Malaqué, un pueblo en cuarentena
Malaqué era un pueblo en una isla minúscula, donde el
sol quemaba en el invierno y abrasaba aún más en el verano. Para algunos, su único
atractivo eran los olivares. Impulsados
por la soledad que les imponía el río, los malaqueños eran huraños y
socializaban poco entre ellos y menos aún con los pobladores de San Agustín, dónde
accedían cruzando el río de cuando en cuando, y solo para las compras de
subsistencia.
Cuando empezó la peste en Malaqué, todos corrieron a sus
casas y se encerraron en cuarentena a esperar a que pasara. El médico en la
sala de asistencia dijo lo que se acostumbra cuando el diagnóstico es incierto,
“es un virus”, y en este caso, …lo era.
Lo cierto es que en ese pueblo solitario la calamidad
se expandió y a los pocos días casi todos mostraban unas pústulas que daban
escalofríos de tan solo mirarlas, pero a nadie le importó porque como decían
allí, “mal de muchos…” Tampoco importó a
los políticos, que no arriesgaban a gastar los dineros del erario en una
población antipática que tenía tan poca gente y que, además, votaba siempre en
contra del partido gobernante, sin importar como fuese la gestión de gobierno. Cierto es que los Ministerios de la salubridad
pública deberían haber tomado cartas en el asunto, pero eso no ocurrió.
Ya sea por la falta de solidaridad o también por el miedo,
que nubla el deber y la conciencia, a los habitantes de Malaqué no les dejaron
abandonar su pueblo.
Al principio los que cruzaban el río eran devueltos ni
bien la lancha atracaba, pero a medida que la peste se fue expandiendo la cosa
se puso más violenta; una milicia de voluntarios llamados “guardianes”, armados
con rifles, pistolas y machetes se parapetó en el desembarcadero para desanimar
a los que intentaban evadir el cerco. Y cuando los malaqueños comenzaron a desembarcar
en las playas más alejadas, los guardianes, sin más, la emprendieron a tiros
con los transgresores.
Mientras todos querían huir de Malaqué, solo uno quería
volver. Jacinto había cruzado a la ciudad un tiempo atrás, dejando a Esther, su
prometida, con la única esperanza de conseguir trabajo, juntar unos pesos y
volver para hacer una vida con ella. Había conocido a Esther en la única
escuela de Malaqué. Es sabido que los jóvenes suelen tener su primer amor en la
pubertad, pero Jacinto podríamos decir que era un adelantado en ese asunto,
porque desde el primer día de clase, a los 6 años, se enamoró perdidamente de
ella.
Terminada la primaria, separaron sus vidas y Jacinto
se trasformó en un joven apuesto, con una sonrisa que encendía los suspiros de
las niñas del pueblo. No bien pudo trabajar, lo hizo para la cosecha de olivas.
Fue allí donde se reencontró con Esther, quién se sintió atraída de inmediato.
No tardaron en compartir las cestas, las miradas, los abrazos y las siestas de
sol ardiente.
Ese verano, todas las tardes se sentaban a la orilla
del río y, tomados de la mano, esperaban a ver los reflejos del sol en el agua cuando
éste desaparecía al crepúsculo.
Cuando Esther se animó a dar su primer beso y se
entregaron en cuerpo y alma jurando amarse para siempre, Jacinto se convirtió
en la persona más feliz del mundo. Malaqué,
en verdad, no era un lugar demasiado atractivo, pero para Jacinto si había un
paraíso estaba allí, junto a Esther.
Con la esperanza de armar un futuro junto a ella,
subió a la lancha y pegado a la baranda, siguió con la mirada a su amada que, agitando
su pañuelo se desvanecía en la costa. Ya en San Agustín, a pocos kilómetros de
su pueblo, lo sorprendió la peste y quedó allí varado y sin esperanzas de
volver.
En plena cuarentena, a cada intento de cruce, los
guardianes repelían a los malaqueños disparando a mansalva. Hubo unos cuantos
muertos que quedaron tirados a la vera del camino porque nadie se animaba a
acercarse por miedo al contagio.
Finalmente, todos en Malaqué entendieron que era mejor
arreglárselas entre ellos y organizar su subsistencia. Emprendedores como eran,
organizaron la comunidad sin cruzar a una ciudad que nunca los había acogido y que
ahora, no solo les impedía salir, sino que acribillaba a los que lo intentaban.
Pese a los guardianes implacables y a la hostilidad
contra los malaqueños, la peste pasó a San Agustín y de allí a otra ciudad, y a
muchas otras, dejando un tendal de muertos por doquier.
Ya sea por las balas agresoras o por la peste, la
pequeña población resultó diezmada. A
poco, descubrieron que los sobrevivientes eran aquellos que tenían olivares,
por lo cual, en plena epidemia, arrasaron con los escasos frutos locales. Cuando
estos se acabaron, echaron mano a las olivas provenientes de la ciudad; sin
embargo, solo las de Malaqué podían contra la peste, así que cuando éstas se agotaron,
rogaron que ésta no volviera hasta el próximo año.
En San Agustín, ni bien supieron que Jacinto era malaqueño,
los guardianes no tuvieron mejor idea que ir a buscarlo, para quemarlo en una
pira y así evitar que difundiera la peste. Pero Jacinto se escondió en la
arboleda de la orilla, armó una pequeña choza de ramas y sobrevivió durante
meses comiendo frutos y evitando que lo descubrieran, a la espera de una
oportunidad para cruzar el río de regreso. Una noche, en medio de una tormenta
infernal, robó una canoa y remando se lanzó a cruzar el río enfrentando las
olas inclementes.
Las pruebas finales para lograr la vacuna fueron
realizadas tan rápida y eficazmente que, muchos descreyeron de sus bondades y
hasta circuló la infundada sospecha que incluso podría ser letal. La vacuna llegó
finalmente como un bálsamo para la humanidad, pero para ese entonces, los
sobrevivientes de Malaqué, conocedores de las propiedades milagrosas de sus
olivas ya no la necesitaban. En San Agustín, que descreían de los beneficios de
cualquier vacuna, se hicieron eco de las sospechas malintencionadas y se
negaron a aplicarse las dosis necesarias. En cambio, pensaron que la salvación segura
estaba en Malaqué, dónde para ese entonces los olivares ya habían dado sus
frutos. Pero los malaqueños estaban dispuestos a no dejarse arrebatar las
olivas y con ellas sus vidas. Armaron entonces escuadrones que se atrincheraron
junto al muelle esperando a los invasores y todo el pueblo se preparó para
repeler el desembarco.
No faltó quien opinara que había que defender también la
playa del norte. Allí el oleaje era agitado, pero aun así, algunos podrían animarse
a desembarcar. En Malaqué hasta los chicos se armaron. A Esther, que nunca
había visto un arma, le dieron una pistola, le indicaron como destrabar el
seguro y apuntar tomándola con ambas manos. La subieron luego a una camioneta,
la llevaron a la playa del norte y le encomendaron que defendiera la posición hasta
la muerte.
La tormenta arreciaba, los rayos caían por doquier y los
destellos fulgurantes esparcían las sombras de los árboles como fantasmas. Esther se arrodilló junto a un árbol, el agua
le chorreaba sobre la cara calándole los huesos. Apoyó los brazos sobre el
tronco, empuñó la pistola y, temblando de miedo, esperó escrudiñando entre las
sombras que dejaban las olas encrespadas.
Cuando los hechos se acumulan desembocan en fenómenos de
algún modo imaginables, pero cuando dos sucesos diferentes eclosionan al mismo
tiempo, las consecuencias suelen ser impredecibles. Mientras Esther, aterrada,
observaba las olas, la corriente, brutal e implacable, amenazaba con quebrar
los remos y minaba las fuerzas de Jacinto mientras avanzaba hacia la orilla. Iba
a ciegas; solo su instinto lo guiaba. La costa no aparecía y a cada golpe de
remo sus fuerzas se desvanecían. De pronto un relámpago iluminó unos árboles y,
a lo lejos, ¡la playa!
El corazón le latía ahora con más fuerza, solo un
esfuerzo más se dijo, y siguió remando. Fue entonces cuando dos olas irrumpieron
violentas; una pegó en el flanco inclinando la lancha, y la segunda, enorme y brutal
golpeó sobre la popa. La lancha giró sobre sí, la proa se elevó y en un segundo
se fue a pique.
El río se tragó a Jacinto por un momento, pero
enseguida lo devolvió a la superficie. Asomó la cabeza, vio la orilla y nadó
como pudo hacia la playa. Empapado, extenuado y llorando se levantó y caminó hacia
el bosque hundiendo los pies en la arena.
Esther vio la figura del invasor que avanzaba hacia
ella, las manos le temblaban, levantó la pistola, se escurrió las gotas que le enturbiaban
la vista, apuntó al pecho y descerrajó un tiro, perfecto e implacable...
Luis Politi, 19 de julio del 2020
Cuentos de la cuarentena
Una alegorìa de la realidad que estamos viviendo.
ResponderEliminarLo superaremos!!
EliminarDuro, vigente, irónico. Como dicen en inglés 'unputdownable'
EliminarGracias por los comentarios! le realidad a veces es dura y supera la fantasía. Abrazos
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