"No matarás"

 

“No matarás”

Ilich se recostó sobre el rellano de la escalera que subía a ningún lado, porque del edificio solo quedaban escombros. Percibió un hilo de sangre escurriéndose por la manga del pantalón, pero por miedo, no quiso mirar cuán grave era su herida. Cerró los ojos, tomó su pierna y la acomodó para que el dolor fuese menos intenso. Cargó las dos últimas balas en la recámara del revólver y con calma, dispuesto a esperar, encendió un cigarrillo y aspiró una bocanada larga de humo.

Las sombras ya se disipaban entre los destellos del alba.  El sol, todavía lejos, colaba su resplandor tenue entre el humo de los bombardeos de la noche pasada.  De a ratos escuchaba los ayes agónicos de los heridos que no podría auxiliar.

“Quédate aquí, no podemos cargarte más” le dijeron, “¿Cuántos serán ellos?”  Preguntó. “Mmm..., no sé, quizá 20, quizás 1, ó 2, no lo sé, las bombas no discriminaron anoche, hicieron una masacre”. “Tenés buena puntería”, añadió el capitán, “si les disparas en cuanto aparezcan, al menos los detendrás por un rato, después …, después no sé”. Siguió un silencio largo e inquietante; el oficial al mando intentó una venia que ya no tenía sentido con su pelotón diezmado. Solo él y dos soldados, que eran casi niños, más llenos de miedo que del valor patriótico que les habían inculcado.

Recordó la imagen de aquellos generales que, en los libros de historia, subían a sus caballos y al frente de sus regimientos ordenaban “¡al ataque!”.  Pero ahora,  su comandante, “El comandante”, desde una sala, sentado en un sillón, observaba en los monitores el despliegue de sus tropas y desplazamiento de los enemigos. Desde allí había visto como éstos superaban a los suyos en número y poderío.

El nerviosismo en la sala era evidente. Los oficiales se movían inquietos y las órdenes y contraórdenes se cruzaban alteradas. En medio de ese jaleo sonó un teléfono. “Comandante, es el presidente”, anunció el edecán. El comandante atendió. “Escuche Antonov, sé que está complicado por allí, pero no podemos perder el frente del Este”. “¡Ponga la tropa a la entrada del pueblo y fréneme el avance de esos infelices como sea!¡Como sea!”, repitió.  “Estaba por ordenar la retirada, señor presidente, nos van a destrozar” arguyó Antonov. “¿No me entiende usted? Le dije que resista allí”, sonó estridente la voz del mandatario. Antonov se reclinó resignado en el sillón y enseguida transmitió la orden al capitán para que desplazara el batallón a la entrada del pueblo.

Durante la noche, en 10 camiones y dos tanquetas, irrumpieron las tropas enemigas a las puertas del pueblo iniciando el asedio. Los defensores, ubicados en puntos estratégicos hicieron lo que pudieron, y hubieran seguido defendiendo de no ser porque una explosión, sorpresiva e implacable, los hizo volar.

Con la explosión no solo se perdieron las vidas, sino el contacto con el comando central. Ilich escuchó el estruendo y sintió que una esquirla le atravesaba la cadera para incrustarse en su abdomen. Miró a su alrededor y vio a sus compañeros agonizando entre las piedras. Solo quedaban vivos él y el capitán con dos de sus camaradas.  “¡Retirada..., retirada!”  gritó el capitán. Los cuatro sobrevivientes iniciaron el repliegue, que no era más que una fuga desesperada, internándose en las calles laterales con la esperanza de no ser alcanzados por el fuego enemigo. Corrieron 2 o 3 kilómetros, pero la esquirla clavada en su cuerpo complicaba el escape. Más atrás, una vez despejado el acceso, las tanquetas y los camiones cargados con los soldados enemigos, reiniciaron el avance.  

En la sala de mandos, el comandante observaba los monitores, alimentados por las señales que llegaban desde el satélite. No veía a los suyos, pero sí a la brigada enemiga avanzando rápido e internándose en el pueblo. Las imágenes mostraban solo las sombras del pelotón diezmado de Antonov y el batallón enemigo entrando por la calle principal.

“Preparen el contraataque; vamos a disparar los misiles”; ordenó el comandante. “Pero señor…, no sabemos qué pasó con nuestro batallón, nuestros soldados deben estar allí, además hay edificios…”. “Pues yo no los veo”, replicó frio el comandante; “perdimos contacto”, añadió lacónico. “Cañones 1 y 2, disparen misiles”, siguió la orden del comandante. El oficial ubicó los blancos con el cursor y apretó el botón de expulsión de los proyectiles. Un cartel rojo comenzó a titilar en el monitor central: “proceso de disparo activado”, seguido por otro: “atención: zona poblada en el blanco; posibles bajas civiles; hospital en A4, fuerzas aliadas en el área”. Y otra leyenda: “¿disparar? ¿Sí? ¿No?”, siguió titilando en la pantalla. “Comandante, tenemos una advertencia de NO disparo...”. “¡Dije que dispare!”, gritó Antonov, golpeando la mesa con el puño como toda respuesta. El oficial apretó el botón rojo y…fuzzzzzz, los misiles surcaron el aire. Las líneas de puntos avanzaron por la pantalla hacia la zona del blanco. Tip tip tip tip, sonó el aparato mientras los puntos se movían hacia su destino.  De pronto las líneas se detuvieron mientras el procesador emitía un tiiiiiiiip final y un círculo rojo iluminaba el lugar del impacto. Todo volvió a repetirse con el segundo misil. Varios puntos brillantes se encendieron, indicando los muertos en el área. El comandante se acercó a la pantalla para evaluar de cerca el resultado de su acción. Titubeó un segundo, apoyó con firmeza los brazos sobre el tablero y sin desviar la vista de la pantalla ordenó nuevamente: “¡Dispare!” Otra vez el fuzzzzzz de los misiles al salir eyectados hacia sus blancos y otra vez las líneas de puntos y los círculos iluminados; “¡dispare!”, repitió…; “¡dispare!” …, “¡dispare!” …; ¡dispare!  ... “¡dispare!” …, siguió ordenando con voz calmada, como un instructor dando indicaciones en una clase de danza. “¡Dispare!, dispare!, siguió. Los círculos rojos se multiplicaron y los puntos iluminados cubrieron finalmente la pantalla. “Cese el ataque”, finalizó, con el monitor ya teñido de rojo, una vez consumada la masacre. 

Al abrigo de la noche, tomado de los hombros por sus dos camaradas, Ilich y sus compañeros avanzaron entre los escombros por las veredas destruidas, entre las bombas que explotaban a su alrededor.

Perseguidos por los enemigos, atacados por sus propias fuerzas, los cuatro sobrevivientes contaban las horas. Ilich comenzó a desvanecerse y los camaradas que lo arrastraban se paraban a cada momento para levantarlo. El capitán se dio vuelta, miró a Ilich casi desfallecido y a los dos soldados exhaustos. “Dejémoslo aquí”, ordenó. Fue el capitán quien le dio el revólver. “Toma estas dos balas, no tengo más…, trata de sobrevivir”, le dijo a modo de despedida. Ilich los vio alejarse. Sus figuras borrosas se disiparon en las tinieblas y con ellas, sus esperanzas.

Aspiró otra bocanada de humo, levantó el brazo y vio como la brasa incandescente del cigarrillo sobresalía en la oscuridad. Si hubiese alguien cerca, esto delataría mi posición, pensó. “¡Que mierda, igual estoy frito!”, murmuró.

Permaneció tendido con la mirada fija en el malecón por donde avanzarían los soldados enemigos. El cansancio lo dominaba, los ojos se le cerraban y ese dolor intenso que no cesaba y se acentuaba de a ratos, cortándole la respiración. ¿Cuántos serían?, la duda lo inquietaba. Si eran muchos no habría nada que hacer; agitaría su pañuelo blanco y les rogaría que no lo acribillaran. Si eran dos, quizás podría matarlos. Solo debía mantenerse sereno, apuntar con calma y ser certero con los dos únicos tiros que tenía.  De pronto se horrorizó de enfrentar la idea de matar, uno o dos; más no, pero por no tener cartuchos. Es la guerra, pensó. Aquí no se aplica la moral, sino la obligación de vencer al enemigo.

Sí que sabía quién era el enemigo, un ente abstracto, un monstruo sin forma ni entidad al que había que destruir. Pero ahora, ese ente eran personas, quizás como él, con esposas, con hijos a quienes prodigarían su amor en lugares distantes y desconocidos de los que apenas tenía ideas borrosas e inexactas. ¿Por qué tendría que matar a quien nunca había visto?  ¿Qué tenía la guerra para validar lo que sería abominable en épocas de paz? ¿Por qué ahora tomar la vida de alguien no era un crimen, sino un deber?

De a poco fue comprendiendo que matar no estaba bien. Los que ordenaban las guerras lo hacían tras la cobardía de sus escritorios para defender intereses mezquinos. Los tratados, las leyes y convenciones para regular la guerra con métodos “civilizados”, no hacían más que validar el espanto de cambiar unas formas de asesinatos por otras, “más humanas”. Pero allí estaba, metido en una guerra y sin opciones, más que las de su conciencia. “Hay que eliminarlos...”, le habían machacado antes de subirlo a un camión rumbo al frente de batalla. Sabía que su deber era eliminar al enemigo, pero el enemigo, de pronto iba a materializarse frente a él en cuerpo y alma. Y él, allí, inmóvil y sin posibilidad de huir debía decidir a quién matar y cómo hacerlo.

Los minutos parecían horas interminables. Los estruendos ya no se escuchaban y el rechinar de las tanquetas parecía haber cesado. A su lado, sobre el piso, el charco de sangre seguía creciendo mientras las fuerzas lo abandonaban.

Escuchó un ruido cercano; pudo ver una sombra, apagó el cigarrillo, pero tarde; la ametralladora repicó su tableteo intermitente y una ráfaga le dio en la pierna herida. No pudo evitar un grito que lo dejó expuesto ante el atacante. El hombre, ametralladora en mano, cruzó la calle corriendo y avanzó luego lentamente hacia Ilich, pegado a las paredes. Sabía que le había dado y ahora avanzaba para rematarlo.

Con dos heridas en la pierna, desangrado y sin fuerzas, el fin se aproximaba. No le quedaban casi chances; levantó el revólver, apoyó el brazo en la baranda de la escalera y dirigió el arma hacia el bulto que emergía tras una columna. Unas horas atrás el tiro hubiese sido fácil, pero ahora, cuando más lo necesitaba, con la vista nublada y la mano temblorosa, apenas podía sostener la pistola. El blanco era una mancha oscura que oscilaba ante su visión borrosa. La mira se balanceaba delante de la figura esquiva del hombre. Su vida dependía de apretar el gatillo en el momento justo, y lo hizo…

El disparo resonó en la oscuridad.  El impacto destrozó la ametralladora y el flanco del hombre. Ahora, apenas unos metros los separaban. La madrugada de a poco se imponía a las sombras de la noche. Ilich pudo ver la cara de su atacante por primera vez; tenía la barba crecida, los rasgos marcados, el pelo rubio y los ojos claros. Percibió las grietas de las arrugas hechas por la edad, o el cansancio, y el dolor de la guerra reflejado en su cara. No era un demonio, sino un hombre, no muy joven quizás. Vio un ser humano desesperado que luchaba por su vida.

El hombre vio que Ilich permanecía inerme. Se arrastró hacia él trabajosamente, giró sobre sí, extrajo un cuchillo y levantó el brazo para asestar la estocada mortal. Ilich manoteó el revólver y lo afirmó con fuerza sobre la frente del soldado. Apoyó el dedo sobre el gatillo y dudó un instante. El hombre, sin pensarlo siquiera, repitió lo que le habían enseñado si lo aprehendían: “Capitán Smith, número 5286; regimiento de artillería 256”. Ilich se sorprendió ante esta declaración absurda. Lo estudió con la mirada tratando de entender que le pasaría, cuáles eran sus emociones ante la inminencia de la muerte.

Ilich se desvanecía, apenas podía sostener el revólver, que se mantenía solo porque lo apoyaba en la frente del inglés. Deslizó el dedo apretando lentamente el gatillo; antes de disparar le surgió una duda irracional: “y ... ¿de dónde eres capitán Smith?  “Southampton”, respondió con un hilo de voz el oficial; “casado, tres hijas…, pequeñas…”, añadió.

Ilich nunca había oído sabido de Southampton; de pronto imaginó un puerto, el castillo de piedras y al capitán Smith, despojado de su uniforme y recorriendo la fortaleza con sus tres hijas. La visión se tornó borrosa, al tiempo que Smith se desplomaba sobre él.

Ilich bajó el arma. Lo miró un instante y cuando los ojos se cerraron, la imaginación floreció por un momento entre los sueños, hasta que, alejada de los horrores de la guerra, se apagó definitivamente.

 

 

Luis Politi, 28 de agosto del 2020. Cuentos de la cuarentena    

 

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