El Regreso
El
regreso
-una historia (i)real-
Sin su ojo derecho, rengueando
maltrecho, con la cresta partida en jirones, pero altivo y con su plumaje aún
vistoso, apenas apoyando una de sus patas quebradas, el gallito rojo se
pavoneaba a los saltitos por el patio, haciendo caso omiso de su calamitosa
condición. La primera derrota no había sido muy clara; su oponente le había
arrancado un ojo en un descuido. Garcés, el maestro, sostuvo ante los presentes
que más que un ataque certero había sido un golpe de suerte. Seguro que el
picotazo del negro “había encontrado” el ojo del gallito de Garcés cuando éste
giraba la cabeza en el revoleo. Obstinado como era, Garcés lo llevó nuevamente
al ruedo, un círculo de tierra rodeado por un cerco de arpilleras. A su alrededor
unos cincuenta paisanos se agolpaban para las apuestas. El gallo de Garcés era
fuerte y curtido, y sabía golpear en el momento justo. Una vez en el ruedo
saltaba de inmediato sobre el oponente y sin darle tiempo a reaccionar solía
asestar un picotazo directo al cogote. Después, era siempre presa fácil.
Excepto por el episodio del sábado anterior, nunca había sufrido una derrota,
de modo que Garcés confiaba en una victoria segura. Casi siempre apostaba unos
pesos, más que nada por diversión, pero esa tarde era imperioso ganar para
paliar la falta de pago.
Un ruso de boina negra y pañuelo
rojo dirigía el entrevero. Gordo, con su cara redonda y blanca, que contrastaba
con la nariz roja por los estragos de la ginebra, golpeaba las manos alentando
las apuestas. “¡Abosten, abosten!”, repetía a los gritos mientras levantaba los
brazos. Debido a la derrota previa, las jugadas se inclinaron hacia el gallo de
Matienzo. A Garcés no le costó levantar las apuestas; en cinco minutos sus
últimos 200 pesos quedaron en manos del ruso. “¡Diez a uno!”, gritaba, “¡diez a
uno paga!”. Enseguida golpeó las manos y llamó a los contendientes. Matienzo y
Garcés en rincones opuestos mantenían a sus gallos envueltos en arpilleras. Los
baqueanos se callaron repentinamente. Garcés contuvo la respiración, seguro de
alzarse con 2000 pesos. Confiaba en el primer golpe de su gallito. Esperó
atento la señal del ruso. Este levantó las manos y golpeándolas fuerte gritó: “¡Vaaa!”.
Matienzo y Garcés abrieron las bolsas y empujaron los gallos al ruedo. El
primero en tocar el suelo fue el negro de Matienzo. Agitó las alas y dio un
corto cacareo de guerra erizando su plumaje, mirando a su contendiente y avanzando
en círculos, con las alas tocando el tierral. El gallo de Garcés se abalanzó a
los saltos para asestar su picotazo certero, pero el negro dio un giro casi
imperceptible esquivándolo. Sólo por una fracción de segundo el gallito rojo
dejó al descubierto su cogote largo. Fue suficiente para que el negro
devolviera un picotazo en el cogote, derribándolo. Levantó luego las alas y le
asestó dos espolonazos en el cuello; dio un salto sobre el cuerpo caído y le
clavó otros tres golpes arteros en el lomo. Con las patas como garras sujetó al
gallito y comenzó a picotearlo furiosamente. El primer golpe cayó fulminante sobre
la cabeza. Siguió después arrancándole a jirones la piel cubierta de plumas
ensangrentadas, mientras la paisanada alentaba al vencedor: “¡Omanó!, ¡Omanó!”,
gritaban como poseídos. Hecho un guiñapo, el gallito rojo intentaba levantarse
y dar pelea, hasta que el ruso abrió una pequeña puerta y sin titubear se
dirigió al vencedor tirándole una lona para evitar que siguiera el ataque.
Garcés meneó la cabeza con disgusto, entró al ruedo y envolvió a su gallo en la
arpillera. Había sido su última batalla. Para colmo de males, se le esfumaron
los últimos 200 pesos.
Garcés observó al gallito deambulando
maltrecho por el patio. Se acercó al perro que dormía bajo el alero y señalando
al gallito ordenó secamente: “cáchele”. El perro dio un respingo y como una luz
se lanzó sobre el gallo. Éste, impotente entre las fauces, intentó un desesperado
aleteo levantando polvareda en medio de un desparramo de plumas. Garcés tomó al
animal de las patas y lo arrastró hasta donde cortaba la leña. Lo apretó contra
un tronco, levantó el hacha y de un golpe certero le rebanó la cabeza.
Chorreando sangre llevó el cuerpo sin vida que aún aleteaba hasta la cocina, lo
tiró sobre la mesa y le dijo a mi madre: “Zulema, cocínelo con mucho arroz para
que alcance”.
Debido a la cercanía con el río,
los bañados y la selva, peces y aves de todo tipo terminaban de cuando en
cuando en la olla. Pero ahora, luego de nueve meses que el maestro no cobraba,
ya sin chanchos ni gallinas y habiendo agotado los frutos del pequeño sembradío
de zapallos y maíz, la caza se había transformado en un recurso obligado para
la subsistencia. Un poco por diversión y otro poco para afinar su puntería,
Garcés arremetía a veces disparando contra los pájaros que recalaban a comer
los frutos de un paraíso junto a la escuela. Esa tarde, cuando escuchó los
graznidos de un par de tucanes alborotando la siesta, se acercó sigiloso con su
escopeta, decidido a asegurar la cena. Cargó el arma con un cartucho de
perdigones y esperó a que el viento descubriera los pechos de plumas azules
encendidas con penachos rojos. La hojarasca espesa del árbol y el movimiento de
los pájaros eran siempre un desafío a su puntería. Levantó la escopeta hasta
divisar los colores vívidos que asomaban entre el follaje, y con pulso seguro
descerrajó el disparo. El tiro retumbó secamente entre las ramas. De inmediato
se desató una algarabía infernal de graznidos; junto a los tucanes, una bandada
de loros, desapercibida para Garcés, había recibido de lleno la perdigonada.
Excepto aquellos que se desplomaron muertos, los restantes loros se revolvían dando
círculos sobre el patio de tierra. Algunos, malheridos, se arrastraban dejando tras
de sí un hilo de sangre; otros, golpeados por los perdigones, intentaban
recuperarse agitando las alas. Aquí y allá, aturdidos y asustados, decenas de
loros deambulaban sin sentido, todos graznando enfurecidos, generando una
batahola terrible. Los perros, ladrando excitados por la algarabía, se arrojaban
sobre los loros, que les devolvían furiosos picotazos. Los más encolerizados
prendían sus picos como tenazas, colgándose de los perros en medio de la
trifulca. Garcés observó el caos un momento, desenfundó el machete y una a una
fue despenando las aves. Aún después de que cesaran los graznidos los perros
siguieron ladrando un rato largo. Finalmente, ya calmados, se recostaron
jadeando en el alero a lamerse las heridas.
En esos meses sin cobrar, la caza
se había transformado en una rutina para Garcés. Cada tarde, alzaba la escopeta
y salía a recorrer el estero. De regreso, acomodaba un par de tablones sobre la
orilla fangosa para que durante la noche las anguilas se refugiasen debajo. A
la mañana Garcés levantaba las maderas y, a los manotazos, las metía de prepo
en una bolsa de arpillera. Aunque impresionaban por su tamaño y por enrollarse
sobre los brazos como serpientes, cuando se las atrapaba eran inofensivas y
servían para el guisado. A esa altura, chanchos, huevos, gallinas y hasta un
par de patos mascotas de la casa habían terminado en la olla. El último en caer
fue el gallito de riña. Durísimo de cualquier forma que se lo cocinara, su
carne era comparable a la de los loros que cazaba Garcés a escopetazos. La
habilidad para la caza y la pesca paliaban en parte la carencia de alimentos,
pero las deudas en harina, grasa, tabaco, yerba y kerosén para el “Sol de noche”,
agobiaban al maestro. “La semana que viene, en cuanto venga la paga,
arreglamos, Don Dalmacio”, prometía cada vez menos convencido de que el milagro
ocurriera.
Como cada semana en esos últimos
meses, Garcés ensilló su alazán y enfiló hacia la villa del “Km
Garcés desmontó del caballo al
tiempo que Quagliosi, arreglándose la camisa bajo una panza voluminosa, lo
recibía sacudiéndole el hombro. Los dos maestros se sentaron en silencio. “¿Qué
se sabe de los cheques?”, preguntó Garcés sin levantar la vista. “Tengo malas
noticias; parece que los inspectores se están avivando con nuestro dinero”; “estos
calcetas porteñas nos están embromando, agarran la plata, la mandan a Formosa y
allí la depositan 10 meses a intereses, así que habrá que aguantar un par de
meses más”. “Puedo prestarle otros 100 pesos hasta que cobre”, ofreció
solidariamente. A Garcés la noticia le recorrió como un hielo en la médula. No
aguantaría otros dos meses con las deudas acumuladas y sólo cazando loros. Ya
ni balas le quedaban. Garcés masticó su bronca. De vuelta en la escuela, casi
ni habló durante la cena. A la mañana siguiente, cuando aún el alba no había
despuntado, calzó su pistola 45 en el cinto, se acomodó el casco de corcho y
ensilló el caballo. Cargó un poco de charqui seco y unas hogazas de chipá en la
mochila, y saludando a mi madre dijo: “Me voy a Formosa…, a cobrar”.
Salió al galope rumbo al sendero de
la selva; pasó el caserío del 213 casi sin detenerse, y en las dos noches
siguientes alcanzó los poblados del Colorado y Pirané. Aunque allí había
posadas, la falta de dinero lo obligó a dormir a la vera del camino. Sudado
hasta las rodillas, casi sin charqui y acosado por los mosquitos, Garcés
rumiaba su odio contra los inspectores porteños. “¡Hijos de una gran perra...!”,
repetía. “7.122 pesos por mes”. “Ladrones baratos”, gritaba sólo como un loco a
las laderas de la selva. “7.122 pesos durante 9 meses son exactamente 64.098
pesos”. “Se los voy a cobrar; ¡hasta el último peso...!”. Con las luces del
tercer día divisó los primeros caseríos de Formosa. La mañana lo sorprendió recorriendo
la calle principal. El repiquetear de los cascos sobre el empedrado desierto
parecía agigantar la entrada de Garcés. A su paso, una tras otra, las mirillas
de las celosías se abrían y cerraban espiando la llegada del forastero. Se
detuvo frente a la plaza. Un edificio de enormes puertas, con dos columnas
imponentes, sostenía un arco con una inscripción dorada: “Banco de Formosa”. Se
apeó del caballo y sacudiéndose la tierra, con la barba de tres días, sucio y
con el rostro desencajado, entró sin titubear. “¿En que lo puedo ayudar
chamigo?”, dijo el empleado. “¡Vengo a buscar mi plata!”, respondió Garcés. “¿y
cuánto es eso, chamigo?”. Garcés había calculado la cifra mil veces. Tomó un
respiro antes de responder, comenzó a balbucear el número que había repetido
hasta el hartazgo. Dudó un momento y juntando valor desenfundó la 45 y la apoyó
en la sien del cajero: “¿Cuánto es eso? Todo lo que haya en este banco, mi
señor”. “¡Métanse todos en la oficina!”, ordenó enseguida con voz autoritaria,
blandiendo peligrosamente la pistola. Los tres empleados, un parroquiano que
había llegado en ese momento y el gerente, que se había asomado alarmado por
los gritos, marcharon en fila hacia la oficina. “¡Usted no!”, dijo Garcés
señalando al gerente, mientras gesticulaba con el revólver. “Usted abra la caja
fuerte y ponga la plata en la bolsa”. El gerente se detuvo, mientras lo observaba
aterrado blandir la pistola que, con el percutor destrabado, rozaba
peligrosamente el mostrador. Temeroso de que le escapara un tiro, el hombre temblaba
tratando de embocar la llave en el ojo de la cerradura. Abrió finalmente la
caja y comenzó a cargar los fajos de billetes en la alforja: uno tras otro cada
paquetito era acomodado prolijamente en la bolsa. “Aquí tiene, son exactamente
600.000 pesos”, dijo el gerente, como si le estuviera pagando. Era la primera
vez que se cometía un asalto en Formosa. A punta de pistola, Garcés encerró a
los cinco infortunados en la oficina. Sacó un pañuelo blanco que mi madre le
había guardado para el viaje y mientras secaba las gotas de sudor de su rostro
salió por la entrada principal. Cerró la enorme puerta de madera, le dio dos
vueltas de llave, pegó prolijamente un papel con una leyenda escrita a mano:
“HOY ASUETO BANCARIO”, y salió como si nada, caminando hacia la calle.
Antes de salir del poblado se
detuvo en una tienda con un cartel que decía “Sastrería Elegante”. Eligió allí un
traje de hilo blanco importado de Inglaterra y un sombrero de pana, se los
calzó y enfiló hacia el camino. En vez de tomar la carretera se dirigió hacia
los bañados del arroyo Magaick. Bordeó la laguna grande y se adentró en la
selva, siguiendo la ruta de los Matacos para evitar que lo descubrieran las
partidas de la montada, que a esa altura lo estarían buscando. Desde que se
habilitara el camino nuevo, la picada entre la selva se había cerrado casi por
completo, y de a tramos se hacía difícil avanzar entre las ramas espinosas y
las lianas que se le atravesaban. El resoplar del caballo silenciaba a los
pájaros y sólo el aullido de los monos alertaba su paso. Con la certeza de que
los policías no se atreverían a meterse en el sendero, Garcés avanzaba más
preocupado por las nubes de mosquitos que lo perseguían que porque lo
sorprendiera la montada. Palpaba la alforja con el dinero cada vez que las
ramas lo rozaban. De pronto la selva se terminó. A lo lejos el sendero se
perdía bordeando un enorme bañado poblado de juncos. Más atrás, según sus
cálculos, debería aparecer Pirané. Ansioso, azuzó al caballo y al galope
recorrió las dos leguas que le faltaban. Al caer la tarde bajo el cielo rojizo
avistó la posada. Con la plata del banco podría pagar un hotel, bañarse y
comer. Desmontó y cuando quiso atar el caballo al palenque vio a los seis
alazanes con sus monturas iguales, de cojinillos azules y filigranas doradas.
No había duda, lo estaban buscando. Agazapado, se acercó a espiar por la ventana.
Los seis oficiales bebían sentados junto a una mesa desvencijada. Vociferaban a
carcajadas y golpeaban la mesa despreocupados, mientras un vaho de alcohol y
tabaco se escurría por la ventanita. El que parecía dirigir la partida era un
oficial gordo y corpulento, con unos enormes bigotes y una gorra azul con
visera raída y un escudo dorado. Mascaba tabaco mientras hablaba y escupía en
el piso de tierra cada vez que empinaba la botella de ginebra. Garcés se enjugó
el sudor con la manga. “¡Qué los parió!”, murmuró para sí. Dio media vuelta y se
alejó al galope rumbo al Colorado. Aprovechando la claridad de la noche de luna
llena y estrellas brillantes viajó por la huella bordeando los bañados,
hasta que el cansancio lo venció. A la vera del camino extendió los recados de
cuero y se recostó. No quería dormirse por temor a la patrulla. Se estiró sobre
los cojinillos y observó absorto las estrellas en el firmamento. ¿Cómo había
llegado allí? ¡Qué lejos estaba de Buenos Aires! ¿Qué impulso lo había llevado
a cometer un asalto? Quizás era tiempo de regresar. Empezaba a extrañar tomar
un buen café y jugar al ajedrez en “El Imperio” de Villa Urquiza. Miró otra vez las estrellas
fulgurantes. “¡Volver!”, alcanzó a murmurar mientras se quedaba dormido.
El resoplar del caballo lo despertó sobresaltado. Miró
asustado a ambos lados del camino ante la posibilidad de que lo alcanzaran los
milicos. Nada se veía, quizás habrían desistido de seguirlo. Su suerte no fue
la misma con las garrapatas. Mientras dormía cientos de ellas se apoderaron de
su cuerpo exhausto y ahora le caminaban bajo la camisa, trepándole por el
cuello y las orejas. Durante la noche se había alejado de sus perseguidores. Entró
al Colorado y se dirigió a la
plaza donde un turco ofrecía caballos y carros a la venta. Un sulky inglés con
elásticos, sillón acolchado, gaveta para la maleta y tachuelas de plata le
pareció adecuado para su regreso. “¿Cuánto vale?”, preguntó Garcés. “Ese tiene
rueda de oro, 800 besos y lo llevas bara tu casa”, contestó el turco. Garcés
extrajo un fajo de billetes y pagó sin regatear. Enganchó el zaino al carruaje
y encaró hacia los tacuruzales, donde seguro no lo buscarían. Como pequeñas
pirámides de tierra, miles de tacurúes se apretaban unos junto a otros. Garcés
trataba de maniobrar el sulky, pero era tal la cantidad de estos montículos que
era imposible esquivarlos. Cuando una rueda trepaba un tacurú casi hasta volcar
el sulky, la otra descendía abruptamente golpeándolo con fuerza sobre el piso.
Los sacudones hacían rechinar la estructura del vehículo y también los huesos y
riñones de Garcés, que a su edad se resistían a semejante maltrato. Finalmente,
los tacurúes se fueron espaciando hasta desaparecer.
Al mediodía, con mi
hermano observamos a lo lejos, bajo un sol de fuego, la llegada del carruaje. “¡Un sulky!”, gritamos. “¡Un sulky!!”. Los perros salieron al cruce ladrando,
mientras mi madre oteaba el horizonte con curiosidad. Al trotecito, con la fusta
de cuero labrado, el sombrero de pana y el traje blanco de hilo, cual si fuese
un dandy inglés, mi padre retornaba triunfal. Ya en el interior de la casa
abrió la alforja sobre la cama desparramando los fajitos con los 600.000 pesos.
“Mire Zulema”, dijo, “¡cobré!”. Con incredulidad y sorpresa, mi madre, sin atreverse
a preguntar el origen de semejante cantidad de dinero, exclamó: “¡Cuánta plata!”.
Garcés no abrió la boca. Esperó un momento y levantando la voz anunció
firmemente: “¡Nos vamos!. Guarde las cosas que nos vamos”.
“Pero ¿cómo?”, preguntó Zulema. “¿Y las cosas?”, acotó. “Guarde sólo la ropa y
las cosas indispensables”. “Pero ¿qué haremos con los perros y el halcón?”, arguyó
mi madre. “Se quedan Zulema, se quedan… ellos son de aquí. Nosotros nos vamos…”
Cargamos las cosas en el sulky; la alforja con la plata y sólo
dos pequeñas valijas fueron todo el equipaje. Partimos bajo un sol de fuego y
un viento que esfumaba los alientos. Mientras desaparecían de mi vista,
aquellas imágenes de la escuela y la gente de esas tierras olvidadas de Formosa
con sus historias fantásticas se iban instalando en mi memoria, convirtiéndose
de a poco en recuerdos, historias,
cuentos…. puros cuentos.
Luis
Politi
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