EL ASALTO IMPERFECTO
El asalto imperfecto
Punta Camarones era un poblado de pescadores, pequeño pero
presuntuoso. Sus pocas casas, humildes y alineadas sobre una calle polvorienta
junto a la playa, contrastaban con el hotel. Alto y fastuoso, permanecía siempre
vacío. Construido originalmente para un futuro de hipotético esplendor, se erguía
ahora como un gigante solitario vigilando el poblado. A su lado, el edificio
del banco, donde los hacendados de la región depositaban sus fortunas, ostentaba
arcadas francesas y escaleras de mármol. Más atrás, la cárcel de piedra con ventanejos
surcados por barrotes, parecía una fortaleza, más destinada a los anarquistas, que
a los borrachos que, a veces, recogía la policía.
En Punta Camarones todos se conocían desde siempre. Ocasionalmente
recalaba algún lugareño que alquilaba un cuarto en épocas de pesca, pero la
llegada de forasteros no era bienvenida en el pueblo. Fue por ese entonces que un
periodista que recorría las costas en busca de un lugar idílico, rompió la monotonía
del pueblo. Las fotos que publicara mostrando el hotel junto a una playa de
arenas suaves, desataron un aluvión de turistas. Los “extranjeros”, como
llamaban a quienes no pertenecían al pueblo, súbitamente invadieron la playa, quebrando
la paz del lugar. Pero en el hotel la respuesta de la dueña a quienes
intentaban tomar unos días de descanso, era siempre la misma: “no hay vacantes”.
La constante falta de hospitalidad de los lugareños finalmente terminó por desvanecer
el furor turístico. De allí en más, nada parecía capaz de alterar la parsimonia
del pueblo. Sin embargo, la armonía no duraría para siempre.
Marito era un muchacho de pocas luces. Torpe y desaliñado,
había crecido en una familia de pescadores. Cuando cumplió diez años, sus
padres le regalaron un bote a vela. Pese a su escaso talento, se las ingeniaba
para maniobrar la pequeña barca con la cual se adentraba al mar. A la deriva, permanecía
por horas sobre la embarcación, meciéndose con las olas suaves de la bahía. Así
creció, rodeado del afecto de sus padres y vecinos, que se acrecentó cuando se
enteraron que a su torpeza acompañaba un retraso mental, poco visible en sus
primeros años, pero evidente cuando alcanzó la pubertad.
Fue entonces cuando reparó en Sofía, una joven que
vivía alejada del pueblo, al que solo frecuentaba de tanto en tanto. La
muchacha coqueteaba con todos, incluso con unos cuantos señores respetables del
lugar, con quienes, infructuosamente, buscaba escapar en secreto. No pocas
fugas terminaron en riñas escandalosas cuando las despechadas esposas arrojaban
a la calle a los infieles a los gritos de “¡porca miseria! ¡esa putana!”. Los insultos,
acompañados de una lluvia de utensilios que caían sobre el desgraciado, finalmente
se desvanecían cuando el traidor cruzaba los dedos sobre sus labios jurando no
reincidir.
Sin inmutarse, Sofía regresaba al pueblo, a veces en
un auto viejo, y otras en su moto, desafiando a las escandalizadas vecinas y atrayendo
las miradas lascivas de sus esposos. Los escándalos aumentaron los
requerimientos para que el comisario, un tal Gregorio Matorras, la encarcelara
por alterar el orden público. El policía era un hombre grandote con una barriga
voluminosa y gruesos mostachos, aficionado a la ginebra y a los puros cubanos. Presionado
por los vecinos, terminaba llevándola a escondidas al calabozo, donde la
violaba a cambio de no meterla presa.
Cuando Sofía se cansó de sus idilios frustrados, decidió
lanzarse al mundo. No cabía duda que era capaz de alcanzar otros destinos, pero
necesitaba dinero, imposible de conseguir de su familia de pescadores y menos
de sus amantes, que no querían perder a la joven para siempre.
Por ese entonces, Marito era el único que no había experimentado
un amorío con Sofía. Cada vez que pasaba a su lado, la seguía con la mirada
imaginando un encuentro que parecía imposible. Pero esa tarde ella le devolvió
la mirada. “Sígueme”, le dijo. Bajaron al mar, recorrieron la playa hasta
alcanzar una gruta junto al acantilado y allí, sin dudarlo, le quitó la ropa,
lo besó y, sobre la arena, hicieron el amor. “Este pueblo no es para nosotros”,
le dijo, “debemos huir de aquí, solo necesitamos dinero”. “En el banco hay
miles de dólares. Yo no puedo sacarlos, de mí todos desconfían, pero será fácil
para ti”. No le costó convencer a Marito; dicen que el amor todo lo puede y el
muchacho no iba a ser la excepción. Sofía había urdido el robo cuidando cada
detalle. “Tomás mi auto, vas al banco con una pistola, apuntás al cajero, le
pedís la plata y te volvés a la cabaña. Allí te esperaré y nos iremos de este
pueblo para siempre”.
Sofía le dio una de sus medias para que se la calzara
en la cabeza y Marito se armó de valor. Colocó la pistola en la campera, cargó el
bolso, subió al auto, recorrió los dos kilómetros que lo separaban del pueblo y
estacionó junto al banco. La leve brisa del mar no apaciguaba la inclemencia
del sol que se filtraba entre los árboles, escaldando las veredas desiertas. Cuando
entró, las paredes blancas, los bancos de mármol y el ventilador que colgaba
arrastrando las aspas con un leve chirrido a cada vuelta, le helaron el alma. Con
la serenidad de quien va por un simple trámite, se ubicó detrás del único
cliente frente a la caja, esperando respetuosamente su turno para el asalto. El
hombre no reparó en el recién llegado mientras realizaba su diligencia con el
cajero; cuando giró hacia la puerta y vio al enmascarado, lejos de pensar en un
robo, algo increíble en ese pueblo, lo miró con curiosidad tratando de desentrañar
a quien correspondía el rostro desfigurado. “¿Por qué estaría usando una media
en la cara?” Al pasar dijo, “¡Hola!”, a lo que Marito contestó levantando la
mano con una sonrisa temerosa, aplastada bajo la media. Cuando se acercó a la
ventanilla, el cajero abrió los ojos espantado y levantó los brazos. “Vengo por
el…, por la…, por el asalto”, dijo titubeando al tiempo que desenfundaba la
pistola. “Nnn..., no, no sé qué quiere”. “Los dólares quiero”, dijo ahora con firmeza.
“Sííí, sí, por supuesto”. El cajero giró hacia la caja, destrabó el cerrojo y
extrajo los fajos de billetes verdes. Marito levantó el bolso, lo acomodó sobre
la repisa, y mientras mantenía apuntado al cajero, intentó pasar los primeros paquetitos
al bolso. “Ayúdame a embolsar esto, no puedo con una sola mano”, se quejó, sobreentendiendo
que para el cajero era un deber colaborar con un cliente, aun si éste asaltaba
el banco. “Sííí, sí, por supuesto. Pero, pero ..., ¡Vos sos Marito! ¿Qué hacés estúpido?
¡Estás loco!”
Ni bien traspuso la puerta, el cliente que acababa de
salir, chasqueó los dedos y exclamó: “¡Marito! ¡Está asaltando el banco!” “¡Policía!
¡Policía! ¡Un asalto!”, gritó, mientras giraba sobre sus pasos. Ni bien entró, se
abalanzó sobre el asaltante para arrebatarle el revólver. Forcejearon hasta que
le quitó el arma. Marito le devolvió un puntapié. En la lucha, el hombre apretó
con fuerza la pistola, jalando el gatillo… La bala se incrustó infortunadamente
en la frente del cajero. Horrorizado, aflojó su mano, dejó caer el arma y se
desplomó arrodillado sobre el baño de sangre que se filtraba bajo el mostrador.
Marito recuperó el arma, corrió hacia la puerta, subió al auto y arrancó hacia
la cabaña al encuentro con Sofía.
Cuando la policía irrumpió en el banco, el hombre, aun
junto al muerto, alcanzó a balbucear: “Fue un asalto…, fue Marito, acaba de
huir”. Mientras uno de los policías se ocupaba del muerto, los otros subieron
al patrullero y se lanzaron a perseguir al asaltante.
Cuando Sofía escuchó la sirena, volcó la plata en su
mochila, la cargó en el hombro y se subió a la moto; encendió el motor y
mientras derrapaba en círculos gritó: “¡Ya vuelvo; espérame aquí!” A toda
velocidad, se cruzó con los autos de policía que avanzaban en dirección opuesta.
Marito vio las luces titilantes de la patrulla y los
policías que lo rodeaban. “¡Al suelo! ¡Al suelo!”, le gritaron. Marito
permaneció sentado en su banquito mientras, como una ofrenda, mostraba el saco
vacío a los policías.
Los crímenes a veces no tienen nombres, pero para éste,
el juez no tuvo dudas: treinta años de cárcel. ¿Los cargos?: asalto a mano
armada, robo de vehículo y asesinato. Para evitar el escándalo de su relación
con Sofía, Matorras ocultó la participación de la joven y descargó toda la
responsabilidad en Marito. ¿Y la plata? Se
la dio por perdida. “Marito la tiró al
mar”, dijo Matorras en el juicio; “pueblo chico…, acá se sabe todo…” murmuró
mientras masticaba un habano y escupía en el piso.
En la celda oscura Marito perdió toda noción del
tiempo. En las madrugadas subía a un banquito, estiraba cuanto podía los brazos
y se aferraba al borde de la ventana. Aunque no podía mirar hacia afuera, con
las primeras luces espiaba los destellos que se filtraban por entre los hierros.
Inmóvil, permanecía así colgado unos minutos, escuchando las rompientes en la
costa. La salida del sol le regalaba cada día el sonido lejano de las olas y ese
único instante de luz que se escurría entre las sombras. Después escucharía los
cerrojos y al guardia que le dejaba la taza de té con la galleta junto a la
puerta.
Esa mañana, cuando subió al banquito y se aferró al
barrote, notó que éste se movía; lo sacudió un poco y un reguero de polvo y
piedritas le cayó en la cara. Tiró del
hierro una y otra vez, cada vez con más fuerza. La emoción lo embargaba; si persistía
quizás escaparía. Se tomó del barrote y tiró más fuerte, apoyando los pies en
la pared. La estructura cedió de golpe y Marito cayó estrepitosamente. El ruido
sacudió al guardia de su letargo; “¿Qué pasa Marito? ¡dejá de hacer ruido!”. Si
se acercaba, estaba perdido, pero el guardia prefirió seguir con su sueño. La
fortuna suele ser esquiva y Marito no iba a dejar escapar su oportunidad. Montando
sobre el banquito, se deslizó sigiloso por la ventana.
El aire de la noche invadía de pronto sus pulmones con
el aroma fresco del mar. Solo cuatro metros lo separaban de su libertad. El
salto era difícil, pero no lo dudó. La arena amortiguó la caída, pero el golpe
en la pierna lo inmovilizó unos minutos. Renqueando, apoyado por las sombras
que aun envolvían la madrugada, se alejó hacia los acantilados.
Las olas le salpicaban la cara. Estaba tentado de
tirarse sobre la arena, pero siguió adelante. De pronto, el chapoteo de sus
pies alteró a una bandada de loros que se alzaron en la penumbra; dieron luego
una vuelta amplia y regresaron a sus nidos en medio de una algarabía disonante.
Marito se sobrecogió al pensar que, si lo perseguían, los graznidos lo
delatarían. Apuró el paso y siguió bordeando las barrancas hasta alcanzar su
antigua casa. Tampoco allí se detuvo; siguió hasta el muelle donde estaba su barca
abandonada, desplegó la vela y se lanzó al mar. Nadie supo cuánto navegó ni donde
recaló. De él, ni rastros. La policía lo buscó unos meses, pero finalmente
abandonaron los intentos de captura.
Años más tarde, estaba yo en un hotel, a mil
kilómetros de Punta Camarones, escribiendo un libro sobre historias de esos pueblos.
Me senté en una mesa a esperar al hombre que había prometido contarme una. El dueño,
un policía retirado según me confesó, corpulento y de gruesos mostachos, encendió
un puro cubano, se sentó en mi mesa, acomodó su barriga voluminosa y me invitó
una ginebra. Mientras charlábamos, llegó el hombre esperado. Se sentó junto a
nosotros, se sirvió luego un vaso de ginebra, y de a poco, nos relató la
historia de Marito. “¿Qué pasó con él?”, pregunté con curiosidad. “Bueno, dicen
que desapareció, pero sé que hace unos años, en un pueblo junto al mar, un hombre
que vivía en una barca descargaba todos los días un cajón de su pesca e invariablemente
se dirigía al correo a preguntar si había carta de Sofía”. “¡Notable!”, dije. “Sí,
¡eso es un dato…!” agregó nervioso el hotelero. Apuró su ginebra, escupió en el
piso, se alisó los mostachos; ajustó el cinto bajo la panza y se adentró en el
hotel. “¡Sofía!!”, alcancé a escuchar, “¡retírale los vasos a los forasteros...!”
Luis Politi, San Miguel de Allende, 22 de febrero del
2022.
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