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Mostrando entradas de abril, 2020

Un aporte patriótico

Un aporte patriótico (*)      El impacto hizo temblar el parabrisas cubriendo todo con una baba rojiza. Carlos Villar espió por el área de vidrio que aún quedaba limpio, cuando otros dos proyectiles golpearon sobre el cristal y un coloide amarillento anuló la visibilidad por completo.   Encendió el limpia parabrisas, pero el sol inclemente ya secaba la mezcla adhiriéndola a la superficie. Tomó un pañuelo y trató de abrir un resquicio por donde mirar. Una lluvia de huevos cayó entonces sobre el auto. El vehículo detuvo la marcha al tiempo que un hacha rompía la ventanilla y la muchedumbre enardecida, en medio de una algarabía ensordecedora, arremetía contra los ocupantes. Presa del pánico, Villar se bajó del auto intentando escapar, pero la multitud lo rodeó y a empellones lo acorralaron contra el vehículo donde le propinaron patadas y golpes de puño. La sangre se le escapaba a chorros de la nariz, y aun así intentaba evitar que ésta manchara su camisa. Por e...

El Impostor

El impostor (*) Apoltronado en su sillón, sin reparar en quienes lo rodeaban, Matías Montenegro, tomó una escobilla, empujó la pelusa que yacía sobre el tapete y observó la espiral descendente de la hebra en su caída. Reprimiendo su fastidio ante la irreverente actitud del gobernador, Luna, el vicegobernador, Adela, la secretaria, y otros tres hombres, siguieron el periplo de la pelusa hasta que colapsó con un silencio estrepitoso. El calor del verano filtraba sus oleadas de fuego hacia el salón donde un ventilador quebraba la quietud con su monótona cadencia. Las aspas, con sus maderas pesadas, agitaban el vaho denso, moviendo apenas la bandera. Imperturbables, mojados de sudor, el empresario y sus acompañantes, esperaban la atención del mandatario. Lejos de importarle la descortesía, el gobernador, desde lo alto de su escritorio, sumó otra irreverencia: “Adela, ¡un café!”, ordenó. Recién entonces desplegó una amplia sonrisa y dijo: “Señores, aquí en Santa Marina tenemos códig...

La Virgen de Panambí

La Virgen de Panambí   (*) El ruido de los remos chapoteando cesó y la piragua siguió deslizándose hasta chocar con el fango de la orilla. Panambí colocó bajo su vincha dos flores que cortara en la ribera opuesta, descendió de la canoa, estiró el tipoy de colores que le servía de pollera, arrastró la canoa hacia la playa y cargó la damajuana de caña quemada. Con el recipiente sobre su cabeza enfiló hacia el cañadón flanqueado de ceibos que impregnaban el sendero con su aroma. La primera vez que cruzó con la piragua el Bermejo cargando su botellón de licor, apenas tenía trece años. Desde entonces, cada semana, durante cinco años sin faltar ni una sola, cruzaba el río con su damajuana desde el asentamiento de guaraníes en donde vivía. La colonia indígena había recalado allí luego de que los expulsaran los colonos cuando llegaron al “impenetrable”. Instalados en el corazón de la selva por milenios, fueron obligados a levantar sus tolderías cuando los blancos emplazaron el ...

Las Cartas

Las cartas El rey moro sosteniendo una moneda de oro, escoltado por una moneda cubierta de filigranas doradas y por un jinete portando un sol amarillo, se acomodó entre los dedos ásperos de Galarza. La extraña trilogía, reunida fortuitamente por un segundo entre esas manos curtidas, marcaría para siempre el destino de Galarza y Ramona: “¡Flor!”, dijo el hombre, desplegando las tres cartas sobre la mesa. Martiniano Laguna las observó y recogió lentamente, como desconociendo la trascendencia de aquella palabra y de los tres naipes que sellaban la suerte de Ramona. Levantó la mirada y meneando suavemente la cabeza hacia su hija dijo: “Junte sus cosas niña, que se va a ir con Don Galarza ahora”. Ramona juntó sus escasas pertenencias: un pequeño espejito enmarcado en cobre repujado, una peineta de carey y una cajita metálica de té inglés donde guardaba un collar de perlitas blancas. Dobló el vestido de flores bordadas que le había regalado su madre para las celebraciones de San Juan...

El enviado

El enviado Los vagones rechinaron los frenos, el convoy se detuvo y la locomotora descargó la presión del vapor con un silbido largo.    No bien el hombrecito asomó su cabeza, el comandante dio la orden y estalló una marcha con redoble de tambores y una fanfarria de trompetas, clarinetes y timbales. Los acordes resonaron perdiéndose entre los cerros aun amarillos por el otoño reciente. Cuando cesó la partitura, se dispararon dos salvas que espantaron a las bandurrias que merodeaban el lago, al tiempo que el militar, a paso de ganso, avanzó hacia el recién llegado; se cuadró frente a él, levantó su espada y con voz estridente exclamó: “excelentísimo señor Rogelio Gallesio , delegado plenipotenciario del benemérito presidente de la nación ¡Buenos días!”. El recién llegado, con voz aflautada y casi inaudible, apenas respondió: “buenos días”.   “Como comandante de San Martin del Prado, …,” prosiguió el oficial, “le doy la bienvenida y solicito su autorización para rev...