Islamabad


Islamabad
Emir acomodó su turbante descubriendo las arrugas profundas que surcaban su frente y se inclinó sobre Enzo tratando de verificar lo que pareció ser un movimiento imperceptible de sus brazos. De inmediato Benazir, su mujer y sus dos hijos, Ahmed y Negín, lo rodearon. Enzo abrió los ojos un segundo, observó bajo su camisa rota el hilo de sangre que aun emanaba de la herida. La mirada extraviada pareció perderse en los rostros de las cuatro personas que a su alrededor contenían la respiración. Giró apenas sobre el catre, levantó los brazos y gritó desesperado ¡Islamabad! El grito sonó desgarrador en la habitación; ¡Islamabad!, repitió implorando. Los cuatro se miraron desconcertados mientras Enzo repetía una y otra vez “¡Islamabad!, ¡Islamabad!” ¡Sed!, pensó Benazir, “el muchacho tiene sed”; miró entonces a su esposo, balbuceó unas palabras en urdu y cuando Emir asintió con la cabeza, tomó una vasija con agua y la puso en las manos de Enzo quien la bebió con desesperación. Después de dos días sentía la garganta seca como todo su cuerpo; tragaba y en cada intervalo exclamaba “¡Islamabad!, ¡Islamabad!” “¡Hambre!”, exclamó Emir desconcertado; sacó entonces unos dátiles de su bolso y se los acercó, pero Enzo solo repetía “¡Islamabad!”.
Ahmed, miraba a Enzo sin salir de su asombro, no tanto por ver al muchacho sangrando y gritando en su camastro, sino porque siendo ya un adolescente, nunca había visto antes una persona de tez blanca. Se preguntaba que le habría pasado para que Alá le hubiera arrebatado el color de la piel; ¿cuál habría sido su pecado? quizás la envidia, pensó. Negín sólo tenía tres años, y en todo ese tiempo no había visto a otra persona que no fueran su hermano y sus padres; miraba a Enzo con curiosidad mientras se entretenía haciendo una pila de piedras de colores que indefectiblemente se derrumbaba cada vez que tornaba su vista hacia él.
Enzo siguió repitiendo Islamabad, Islamabad, hasta que la luz cedió ante la apresurada llegada de la noche. Su voz se fue apagando, dejando en el aire un gemido imperceptible que acabó desvaneciéndose entre los reflejos ondulantes que emitía el candil.
Apenas unos días atrás había llegado a Narán tras las huellas de los últimos descendientes de la civilización Inda. Allí conoció a un alemán que le contó que pasando las laderas de Margalla, aislada en la cima de la montaña, había una pequeña comarca que albergaba al último resabio de los Indos. El lugar era tan alto que la gente siempre miraba las nubes desde arriba. Solo necesitaba un guía para llegar. Aun sin conocer el idioma Enzo pudo concertar con Nazir, quien apenas hablaba un inglés mezclado con urdu.
El hombre se sentó en la calle sobre las piedras, tan ocres como la arena y el saco de felpa raída que llevaba.  Los ojos negros que emergían muy atrás de la nariz curvada se movían rápidos como si fueran a saltarle a Enzo a la cara. Bajo el gorro, un pakol de lana que colapsaba sobre su cabeza, emergía una barba espesa y desordenada que dejaba entrever la piel oscura, envejecida y cuarteada por el sol.
El hombre alzó el brazo y con un gesto ampuloso apuntó hacia la montaña marcando el recorrido que harían rumbo a la comarca. Por guiarlo le cobraría por adelantado unos pocos dólares, pero que representaban una fortuna para Nazir. Enzo abrió su mochila para pagarle y advirtió la mirada codiciosa de Nazir sobre la billetera abultada. Como un ave negra, una sombra de sospecha voló sobre Enzo agitando su corazón. El hombre tomó el billete y sin quitar la vista de la mochila dijo: “saldremos a las 4 de la mañana, el viaje es largo”. Turbado por el encuentro, Enzo apuró el paso hacia la casa donde se alojaba, empujó la puerta y se desplomó sobre el catre. No pudo dormirse tan rápido como deseaba y cuando lo hizo, las pesadillas lo abrumaron; Nazir se abalanzaba sobre él blandiendo un alfanje al tiempo que intentaba arrebatarle el bolso; forcejearon y Enzo cayó al piso. En su caída lo tomó del hombro hasta derribarlo, pero Nazir giró sobre sí y le afirmó el machete sobre el cuello. En un último esfuerzo, Enzo tomó el sable con sus dos manos arrojando al hombre contra la pared. Se miró las manos ensangrentadas, mientras Nazir otra vez arremetía golpeándolo con su bota en las costillas, una, otra y otra vez. Los golpes lo sacudían; Enzo abrió los ojos; vio que el hombre le pegaba en el pecho; “¡despierte! ¡despierte! Son las 4”, exclamó. Enzo, se refregó los ojos, aun dormido, y escrudiñó la figura del hombre en la penumbra. Bajo el turbante de seda resaltaban el rostro afilado, las orejas enormes y los ojos azules. Vestía una túnica de la que asomaba un sable corvo que sobresaltó a Enzo. “¡No eres Nazir! “¡No!”, contestó el hombre, “soy Ahmid, su hermano; el camino es largo, recoge tus cosas ya”. “¿Qué pasó con Nazir, por qué no vino?” El hombre no contestó e insistió impaciente: “¡vamos ya!”.  Enzo juntó sus cosas: un monedero con toda la plata, una foto de su hermana sonriendo, una camiseta, un sweater de lana para la noche, un pan con carne de cabra asada, una cantimplora con agua y un manojo de frutas secas. Era aun de noche cerrada cuando partieron.
A poco de andar dejaron las casas atrás y siguieron por una calle de tierra. El camino se angostó hasta transformarse en una senda tortuosa que ascendía por la ladera. A medida que subían, el paisaje se tornaba mágico e imponente. Enzo se detuvo a admirar la ladera desierta poblada de cabras dispersas trepando entre las piedras. Más abajo, el sol reflejaba los techos blancos y apenas perceptibles del caserío. Siguieron ascendiendo por la cuesta rodeando la montaña; los arbustos se hicieron tupidos y sus ramas surcaban la huella cada vez más. Sin una brisa que amainara el sol, el calor sofocante se esparcía implacable en el vapor espeso y poblado de mosquitos. Avanzaron deambulando en un silencio sólo quebrado por Ahmid que increpaba a Enzo cada vez que éste se detenía. Fastidiado, lo sermoneaba con explicaciones largas e inentendibles.
La vegetación espesa y enmarañada se fue apoderando del paisaje. Los árboles altos, las ramas y las hojas enormes de los helechos apenas dejaban resquicios por donde penetraban los rayos del sol. Ahmid, imperturbable, marchaba adelante cortando las lianas que cruzaban la senda. Caminaron varias horas hasta alcanzar un arroyo que descendía por la montaña. “Aquí comeremos”, dijo Ahmid, buscando un lugar junto a la orilla. Se quitó la mochila, se sentaron sobre las rocas y cuando intentó meter la mano en la alforja, vio deslizarse entre las hierbas los dibujos esculpidos en la piel lustrosa de una cobra.  La víbora levantó la cabeza hacia atrás para lanzar su mordida mortal pero Ahmid fue más rápido; dio un saltó girando como una tromba; levantó su sable y en un segundo rebanó la cabeza de la serpiente. Como si nada, apenas se apartó de la víbora que, sin cabeza, seguía revolviéndose entre las hierbas. Ahmid se sentó y siguió comiendo y mirando de reojo a Enzo y su bolso.
A Enzo aun le latía con fuerza el corazón cuando Ahmid le ordenó que siguieran. Se incorporó y avanzó tambaleando, extenuado. A poco de andar tropezó con una raíz que cruzaba la huella y cayó, hiriendo su rodilla. Se detuvo, miró primero la herida, y luego al árbol que, en esas soledades, con su copa por encima de la fronda del bosque, parecía ser el amo del lugar. Se sonrió al pensar que estaría molesto por los intrusos. Otra vez Ahmid lo reprendió. Siguieron. Enzo avanzaba dificultosamente; desviaba las ramas con los brazos y trastabillaba con las piedras. En los pocos claros que dejaba la selva divisaba la montaña que Nazir le había señalado la tarde anterior, pero la senda se alejaba mucho y en sentido contrario.
El sueño de la noche anterior empezó a acosarlo; el cansancio obnubilaba su razón y la idea de que Ahmid lo atacaría para robarle empezó a cobrar una fuerza inusitada. La caminata casi sin parar le pareció un ardid urdido para extenuarlo y anular su resistencia. Sus pensamientos oscilaban: quizá era un asesino o tal vez sólo imaginaba lo peor. Finalmente recobró la calma al razonar que Ahmid solo era un hombre tosco y malhumorado. Caminaron una hora más cuando Enzo percibió el árbol que cruzaba sus raíces sobre la huella. Tenía ahora la certeza de que Ahmid lo llevaba en círculos. Pero ¿para qué? Si lo quería asaltar ¿por qué no lo había hecho allí mismo?  Otra vez la duda lo asaltaba; había muchas raíces allí; ¿se estaría desquiciando? quizás sólo había visto un árbol parecido. ¿Hacia dónde vamos; cuándo nos detendremos? Preguntó. Ahmid lo miró, levantó el brazo y apuntó hacia lo alto de la montaña, señalando una cueva que se divisaba nítidamente en la ladera. “Ahí vamos, allí pasaremos la noche y mañana llegaremos a mediodía”. Ese había sido el diálogo más largo que mantuvieron en todo el día. Enzo recobró la calma convencido que la caminata lo había trastornado.
El sol agobiante desapareció bajo las nubes espesas y de pronto el silencio ocupó cada rincón de la selva. Las primeras gotas golpearon sobre las hojas y la selva retomó el zumbido intenso de los insectos. Un trueno inició una lluvia copiosa y la senda se convirtió en un barrial. Cuando Enzo se aprestó a retomar la marcha vio en el barro la foto de su hermana. Había caído allí hacía unas horas cuando tropezó con el árbol. Ahora era evidente que sólo daban vueltas en círculos.
La cueva sería el destino final que Ahmid había elegido, no sólo para robarle sino para asesinarlo sin dejar rastros. Enzo retomó la marcha detrás de Ahmid con la certeza de que ahora seguía a su asesino. Se preguntaba cuál sería el plan de Ahmid. Seguro que querría llevarlo a la caverna y matarlo allí con el alfanje. Después tomaría el dinero, escondería sus restos y volvería para repartir el botín con Nazir. Nadie sospecharía del asesinato. Enzo, ¿quién era; quién lo conocía; quién lo buscaría? Enzo seguía a Ahmid aterrorizado sabiendo que debía idear algo antes de llegar a la cueva. El miedo se tornó en angustia: si moría ninguno de sus amigos, ni su familia sabrían que habría pasado con él, ni dónde ni cómo había desaparecido. El dolor se clavó en su corazón y las lágrimas brotaron hasta nublarle la vista...
Pensó en desarmarlo…, pero ¿cómo? Intentar quitarle el alfanje era acelerar su muerte. Podría atacarlo desde atrás, pero ¿con qué? Una piedra, ¡sí!, una piedra bien pesada asestada en la nuca; un golpe certero, único y mortal. La sola idea de asesinar a alguien lo estremeció; ahora el destino lo enfrentaba al dilema de matar o morir. Mientras caminaban, tomó una piedra pesada con un borde afilado, ¡parecía perfecta para matar a Ahmid! Aceleró el paso hasta quedar bien cerca de él. Si descargaba el golpe ahora, seguro lo mataría, pero ¡nunca había atacado a alguien!, y menos por la espalda. Quizás Ahmid solo era poco locuaz ¿Tenía que matarlo por eso?  Estaría matando cobardemente a un inocente por la espalda. Pensó en detenerlo y darle la oportunidad de que le dijese los motivos de dar vueltas sin sentido. Pero enseguida descartó la idea. Si Ahmid pensaba matarlo, no dudaría en rebanarle la cabeza como a la cobra.
Mientras cavilaba que hacer, observó que Ahmid se molestaba cada vez más de tenerlo detrás tan cerca. Si lo atacaba primero debía hacerlo ya. ¡Es ahora! se dijo. Levantó la piedra con sus manos y le asestó un golpe tremendo, ¡pero fallido! La piedra desgarró el hombro de Ahmid, que furioso giró sobre sí, desenfundando el sable. La hoja atravesó el aire con un silbido de muerte. Enzo alcanzó a dar un paso hacia atrás, pero el alfanje cruzó transversal y violento abriéndole un surco recto, perfecto y lacerante bajo las costillas. Enzo se tomó el vientre; vio la sangre que brotaba a borbotones.
Pese al dolor, giró y huyó despavorido. De inmediato Ahmid se lanzó a la caza con el sable en la mano, vociferando y gritando frenéticamente “kill you! ¡Kill you! Enzo corrió lo más rápido que pudo; perdió el equilibrio varias veces resbalándose en el lodazal. Cayó una y otra vez, la sangre en el vientre se mezclaba con el barro.
Enzo era alto y más rápido que Ahmid. Pese a la lluvia que le tapaba los ojos y a los golpes de las caídas, logró distanciarse de Ahmid. Los gritos del hombre se escuchaban ahora lejanos. Enzo corrió y corrió por horas hasta perder el rumbo. La lluvia cesó finalmente y para cuando el sol se ocultó estaba totalmente perdido y maltrecho. La selva dio paso otra vez a un paisaje desolado en la ladera de la montaña. Se detuvo un instante, en kilómetros a redonda no había nada, ni una cabra ni una casa, nada. Estaba totalmente perdido y desorientado. La noche avanzaba y ya casi no veía. Siguió a la carrera bajando por la ladera del cerro hasta que de pronto, al pie de la montaña divisó la luz tenue de una casa. Descalzo por haber perdido sus zapatos, corrió sin reparar en las cortaduras que tenían sus pies. Cuando llego a la vivienda golpeó la puerta y cayó desmayado.
Emir no salía de su asombro, ¿quién era ese joven blanco musculoso y maltrecho? ¿De dónde había salido? ¿Cómo había llegado allí? ¿Por qué sangraba? Lo arrastraron hacia dentro; Benazir volcó un balde de agua sobre la herida profunda que tenía bajo su pecho. Lo lavó como pudo y lo acomodaron en el camastro. Ya lo daban por muerto cuando Enzo recuperó los sentidos. Sin embargo, no pudieron desentrañar el misterio que envolvía al joven. Enzo solo repetía: Islamabad, Islamabad. Tendido en el catre durmió dos días seguidos, sin comer y sin beber. Al tercer día abrió los ojos y ante el asombro de todos, se bajó del catre; se paró frente a Emir y preguntó ¿Islamabad? Lo miraron sin entender. Enzo tampoco entendía que le decían. Salió tratando de ubicar dónde estaba, pero a su alrededor sólo había montañas escarpadas y arbustos secos…
Islamabad era la ciudad más grande de ese lugar, si llegaba allí estaba salvado, pero ¿cómo llegar? Perdido en ese desierto nunca podría volver. ¡Debía llegar a Islamabad! Cada tanto salía y miraba desconcertado a su alrededor.
En los días siguientes todos se acostumbraron a la presencia de Enzo. Le daban de comer y eran amistosos con él. Enzo comenzó a colaborar trayendo leña y recogiendo las cabras al atardecer. Durante el día solía sentarse con Negín y jugaba con ella haciendo castillos con las piedras coloridas. Le hablaba en inglés y Negín le respondía en urdu, y aunque ninguno de los dos conocía el idioma del otro, era evidente que se entendían. Enzo comenzó a pensar en la posibilidad de quedarse allí para siempre.
Una mañana, a Enzo se le ocurrió que si trazaba un mapa en la arena y se lo mostraba a Emir, éste lo entendería. Con gestos le pidió que lo acompañara afuera; curiosos, también Benazir y los hijos acudieron al llamado. Enzo trazó con el dedo dos círculos grandes en la arena y dibujó una línea de puntos entre ellos. Señaló a todos con la mano y puso su índice sobre uno de los círculos, después simuló con los dedos que caminaba sobre la línea de puntos hasta el otro círculo y señalándolo con voz firme y clara dijo: “Islamabad”. Todos se miraron desconcertados. Intentó una vez, y otra vez y otra vez, sin éxito. Desalentado, se sentó junto al mapa rudimentario y agachó la cabeza sin esperanzas. Sollozó pensando que jamás volvería. Fue entonces que Negín se acercó, lo abrazó fuerte, puso su dedo sobre uno de los círculos y dijo simplemente: “Islamabad”. Emir y Benazir se miraron sorprendidos y al unísono repitieron “¡Islamabad! De pronto, como en un coro, todos siguieron repitiendo: ¡Islamabad!, ¡Islamabad! Enzo se levantó y abrazó llorando a la pareja.
Esa misma mañana Benazir puso pan y unas tortas de arroz en un bolso; Emir habló con su hijo, éste tomo el bolso y le indicó a Enzo que lo siguiera. Caminaron casi dos horas bordeando un arroyo hasta que alcanzaron la carretera; allí se sentaron pacientes a esperar. Al rato llegó un colectivo pequeño, destartalado, sin techo y lleno de gente. Ahmed habló con el chofer. Enzo pudo escuchar que cada tanto decían “Islamabad”. El chofer hizo un gesto a Enzo para que subiera; éste abrazó a Ahmed con fuerza, se acomodó en el vehículo y partieron. Ahmed permaneció un segundo pensando ¿Por qué querría ir el joven a Islamabad? Nunca lo sabría…
Enzo nunca conoció la aldea en lo alto de la montaña; nunca regresó a Margalla y jamás pensó siquiera en regresar a Islamabad. Después de todo, ¿por qué alguien querría ir a Islamabad?
Luis Politi cuarentena del 2020




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