Infortunios
Infortunios
“Osiris a
Dragon..., Osiris a Dragon”; “aquí Dragon, cambio” posición del blanco 3 grados
norte; 118 grados, 51 minutos, este; rumbo norte; velocidad 22 nudos”; “OK, Dragon,
entendido, allí vamos...”. El avión dio un giro amplio sobre la nave de hierro
y se alejó hasta confundirse con una bandada de pelícanos que enfilaba hacia la
costa.
No mucho más
lejos, desde la borda de un velero, Enzo y los 4 tripulantes, subidos a la
cubierta observaban absortos el desenlace.
No es extraño
que pasemos de la felicidad a la angustia, o a la inversa; pero es notable lo
que le ocurriera a Enzo, que pasara de un estado a otro varias veces en tan
solo tres días. La primera desgracia fue su debacle amorosa; para atenuar este
infortunio reservó un hotel lujoso, donde la suerte, ahora de su lado, quiso
que los 100 dólares que le obsequiaban en el casino se convirtieran en 10.000. Enzo
nunca había sido afecto a acumular bienes materiales, ni plata, ni nada en
verdad, y esa ocasión no iba a ser una excepción, así que juntó hasta el último
de los pesos recién obtenidos, los contó, apiló y cambió casi de inmediato por
una recorrida por las islas paradisíacas de esa región.
Aunque el velero
tenía varios años, su madera parecía buena y los cuatro tripulantes indonesios
al mando de un tal Iskandar, eran diestros.
Con los brazos
abiertos sujetándose contra las barras laterales estiró las piernas y observó
como la brisa quebraba una ola en mil partículas sobre la borda. Miró las gotas
que se deslizaban sobre la piel ya lacerada por el sol y permaneció inmóvil,
mientras a lo lejos, las nubes crecían intentado quitarle protagonismo a un sol
empecinado en calcinar todo lo que asomara sobre las aguas. Va a llover pensó. Ya se divisaban las islas
que emergían como barquitos alineados en el horizonte.
El contramaestre
torció el timón y los marineros ajustaron la vela capturando la corriente de
aire. La nave inflada por el viento enfilaba ahora veloz hacia una de las
islas. La costa se erguía más nítida dibujando la fronda que cubría sus
montañas. Tres aves enormes rozaron la
cubierta, quizás intrigadas por la presencia del barco en esas islas huérfanas
de civilización.
De pronto el
golpe estridente de una cadena estrellándose sobre la baranda lo sobresaltó. Se
incorporó y pudo divisar un garfio clavado sobre el borde, sorprendido se
acercó intentando entender que ocurría, cuando otro gancho golpeó violento
sobre la borda. Tras los garfios, dos escalas de soga unían ahora el infortunado
velero a una embarcación que poco se asemejaba a un barco convencional. Parecía
más bien un lanchón grande de hierros oxidados, con parches soldados con la
intención de evitar que el agua ganara el interior. Sobre la cubierta
sobresalían la sala de mandos en el centro, y en la proa una ametralladora
grande. De inmediato, seis hombres armados con pistolas y cuchillos encaramados
por las sogas alcanzaron la cubierta del velero; cuatro de los atacantes
avanzaron sobre los tripulantes. Los indonesios corrieron hacia la escotilla,
pero uno de los piratas trabó la puerta con su pie al tiempo que los otros
irrumpían violentamente en la pequeña cabina del velero. Iskandar alcanzó a
manotear la radio, oprimió el botón de encendido y esperó un tiempo infinito
hasta que la luz verde le indicó que la comunicación estaba en curso, levantó
el micrófono y gritó: “¡socorro, piratas!”, pero el llamado desesperado se
perdió en un sin fin de interferencias radiales. “¡My day, my day!” pudo
repetir, luego sobrevino el golpe seco y certero en la nuca y mil estrellas se
abalanzaron en su mente.
En la cubierta,
otros dos piratas rodearon a Enzo y le ataron una soga al cuello. A punta de
cuchillo y con una pistola en la sien, lo empujaron hacia la escala que
enlazaba con el barco pirata.
Más muerto de
miedo por el balanceo de la escala que por las armas que lo acosaban, Enzo
subió temblando a la cubierta. A los empellones, lo llevaron a una escalera que
bajaba hacia los camarotes. El súbito salto a la oscuridad del pasillo lo dejó ciego
por un momento. Como pudo avanzó a tientas, chocó con una barra de acero,
trastabilló y en su caída se estrelló contra un caño que bajaba de la cubierta.
El golpe le dio de lleno en la frente, se tomó la cara y alcanzó a ver la
sangre que emanaba de su nariz. Apenas
se detuvo, un puntapié en el flanco lo obligó a seguir avanzando. A los tumbos
y doblado por el dolor en el hígado, abrió las manos tanteando las bordes
estrechos del pasadizo. Percibía en sus dedos la humedad del metal en las
paredes y el olor a pises nauseabundos que emanaba del pasaje. A medida que
avanzaba, el olor era cada vez más penetrante; sintió arcadas y un impulso de
vomitar.
Al fondo, un
marco de hierro, que otrora fuera una puerta, daba paso a una habitación no
menos oscura y nauseabunda. Junto a la pared sobre un almohadón, un hombre de
piel cobriza, pelado y con una panza voluminosa, se servía un guiso de porotos
con la mano. La llegada de Enzo lo distrajo por un momento; lo miró e hizo un
gesto a los guardias para que sentaran al cautivo en un rincón. El hombre
siguió comiendo con avidez; las manos chorreaban una salsa oscura y agridulce
que caía sobre la alfombra; cada tanto eructaba y el olor del pasillo se
mezclaba con la pestilencia del ambiente. Con la manga, se limpió la salsa de
los bigotes, corrió el plato a un costado y esbozando una mezcla de tagalo con
castellano, preguntó; “¿cómo te llamas?”, “Enzo”, contestó el joven
balbuceando. El pirata puso sus manos en el pecho y con una sonrisa
conciliadora, contestó: “yo me llamo Penan y este que te trajo es Yassam”.
Luego apoyó sus brazos en el piso e inclinándose hacia el cautivo le anunció: “Enzo
, Enzo …, lo tuyo son cien mil dólares, eso es lo que cuesta la vida de los
turistas que pasan por estas aguas”; “vos me das la plata y te devolvemos al
velero, seguís tu paseo… y acá no ha
pasado nada”; “vos pasas por nuestro mar”, añadió señalando con su mano un
recorrido imaginario por el piso; “nosotros te cobramos…,”, prosiguió, “y vos
te vas tranquilo, es un trato justo, ¿no crees?” Enzo asintió con la cabeza. “Es que no tengo
ese dinero…”. Mmm…, pero mirá que hoy
estoy generoso; podemos arreglar con setenta y cinco mil, ¿qué te parece ese
arreglo? “¿Setenta y cinco mil? no tengo
tanta plata”. “¿Y cuánto tenés muchacho?”, contestó el pirata perdiendo la
paciencia. “Veinte dólares, es todo, nada más”, dijo Enzo, mientras daba vuelta
sus bolsillos. El pirata lanzó una carcajada; “vamos, vamos, nadie alquila un
velero de diez mil dólares si no tiene mucha plata en su cuenta bancaria”. “Es
que no tengo nada, ayer gané en la ruleta pero luego contraté el velero; mis
amigos y mi familia en Sudamérica, son todos pobres; lo juro”. “¿Y qué viniste
a hacer aquí desde Sudamérica?” “Quise conocer el mundo; viajé a muchos
lugares: India, Pakistán; Vietnam; Indonesia; Nepal…” “Me enamoré de una
muchacha en Borneo, viví dos años felices con ella, pero me abandonó y quise
empezar todo de nuevo, alquilé un hotel en Kuala Lumpur, allí gané los diez mil
dólares y aquí estoy…, ayer tenía diez mil y hoy solo me quedan estos pocos
dólares”.
Penan cruzo una
mirada inquisitiva con uno de sus secuaces; el guardia levantó interrogante sus
cejas, torneó la mano bajo la garganta preguntando, a su modo, si lo pasaban a
degüello, pero Penan lo frenó con un ademán, sintió curiosidad por el muchacho.
“¿Qué hiciste en la India?” “Conocí tribus, palacios, fui atacado por tigres,
casi muero congelado al pie del Himalaya”. Para su fortuna, Enzo, tenía muchas
historias de sus viajes. El relato fluyó a borbotones, tempestuoso, como un río
caudaloso cuando derriba una barrera. “Cuéntame de Myanmar, ¿a qué fuiste?” “De
Myanmar, recuerdo el calor que me devoraba; estaba perdido allí buscando una
aldea donde tomar agua; avancé por un sendero descampado bajo un sol infernal,
vi pájaros exhaustos desplomarse en pleno vuelo, mi noción del tiempo y del
espacio se fue diluyendo en el sendero hasta caer desvanecido”. “Me despertó una
aldeana escurriendo agua fresca sobre mi frente; su nombre era Rama. Según
afirmaban los lugareños, podía encantar a quien la mirara, pero cuando enamoró
a un oficial del ejército, su esposa contrató a unos sicarios que le quemaron
los ojos y la dejaron ciega. Su madre le devolvió la vista y los hechizos
colocándole dos zafiros, que se trasformaron en ojos hermosos, los más bellos y
azules de Myanmar, según yo mismo constaté al quedar atrapado por sus
conjuros”. “Me hipnotizó con su mirada serena reteniéndome a su lado”. “Escapé
una noche en una carreta que viajaba hacia el valle de Katmandú, llegué a la
mañana siguiente a un templo budista en Patan, allí me enamoré de una teutona
de pelo dorado como el oro y de piel tan suave como la brisa que mece las hojas
del otoño”. Penan quería saber todo de Enzo;
“háblame de las luchas a palos entre mujeres que se ven allí; cuéntame de tus
amores, ¿cómo son las costas en Sudamérica?”. Los cuentos se sucedían uno tras
otro y Penan de a poco fue atrapado en la maraña de una vida que el mismo
hubiese querido vivir. Habló y habló por horas sin parar. De pronto, el hombre
golpeó las manos y enseguida se presentaron los dos forajidos que habían
arrastrado a Enzo. Penan meneó la cabeza
y ordenó: “¡sáquenle la soga del cuello y devuelvan al muchacho al velero!”.
Mientras
desandaba el camino, Enzo sentía que renacía; ya no percibía el olor, ni le
dolían los golpes recibidos. Cuando subieron la escala que los separaba del
velero, los piratas liberaron a los cautivos. En pocos minutos todo volvía a su
cauce. Los rehenes, ahora libres, se abrazaron y mientras acomodaban el velamen
vieron el barco y sus captores alejarse.
Dispuesto
nuevamente a borrar su infortunio, Enzo aspiró una bocanada de aire vaporoso
del mar y miró a lo lejos como las nubes envolvían los contornos de la costa.
No alcanzó a acomodarse sobre la borda cuando otra vez los dos garfios
retumbaron en la popa del navío. Las caras conocidas de los forajidos
reaparecieron, pero ahora portando una fuente cubierta con una lona. Enzo se
abalanzó sobre la borda tratando inútilmente de huir. Perdido, levantó los
brazos en señal de rendición, fue entonces cuando Yassam quitó la lona
descubriendo un lechón sobre la fuente: “es un obsequio de Penan”, dijo y
desaparecieron tan rápido como habían llegado.
Perplejos, Enzo
y los marineros, observaron cómo el navío se alejaba nuevamente. Enzo todavía
temblaba cuando Iskandar gritó: “¡barco a babor!” Todos corrieron hacia él. El lanchón de
guerra, armado hasta los dientes avanzaba rápido hacia los piratas. Apenas a un
kilómetro del barco, volteó 90 grados y detuvo los motores. Como una melodía
mortal, el chirriar de los goznes acompañó el giro de los cañones que ahora
apuntaban amenazantes hacia el barco pirata. Penan comprendió que estaban
perdidos, calculó que, desde esa distancia, la lancha podría despezarlos de un
solo cañonazo.
La torpedera se
mantuvo inmóvil un minuto que pareció una eternidad. Luego, los cañones giraron
y las olas se aquietaron presintiendo un desenlace fatal.
La orden de
Penan no se hizo esperar: “¡todos a cubierta!” Formados en línea, los siete
hombres ataron una camiseta blanca sobre un palo de escoba y con los brazos en
alto agitaron su improvisada bandera esperando que la barca guerrera se
acercara a aprenderlos.
Los piratas
movían los brazos con desesperación, mientras el lanchón, a la distancia, cual
un fantasma mantenía inmóvil su silueta negra. De pronto un ruido seco
estremeció la quietud y una estela espumosa surcó rápida y directa: 1, 2, 3, 4
segundos que parecieron horas, luego el ruido sordo del impacto mezclándose con
el fragor de las olas. La llamarada se elevó desplegando una nube negra de
destellos rojizos. Penan aferró sus manos ensangrentadas a una canasta con
frutas que yacía aun flotando a la deriva. A su lado, un pie arrancado de
alguna pierna chocaba con las maderas que aun flotaban dispersas. Mas atrás,
dos marineros malheridos pugnaban por sujetarse a los restos de una chalupa.
De a ratos, la
figura voluminosa de Penan desaparecía bajo el fragor de las olas y emergía
súbitamente elevando su cabeza al grito de ¡socorro! mientras agitaba su brazo
para que lo rescataran.
La torpedera
permaneció inmóvil, dio un leve giro y disparó otro proyectil que impactó sobre
la carcasa de chapa que aún se mecía sobre la superficie. El impacto hundió los
restos de inmediato y los heridos ya no emergieron.
Un ronroneo
lejano surgió de las olas que ahora rompían furiosas por la tormenta que se
avecinaba. El almirante enfocó su largavista hacia las nubes que crecían en la
costa y exclamó: “volvamos ahora o nos tomará de lleno la tormenta”. La nave
dio un giro y se alejó por donde había venido. Mientras se distanciaban, volvió
el catalejo hacia donde naufragara el barco pirata y preguntó simplemente a su
lugarteniente: “¿qué mierda pescan en este mar?”
Con los
nubarrones encima del velero, el mar se tornó violento. Enzo, aferrado a la
bita de amarre, observaba como los 4 indonesios, inermes, eran arrastrados
hacia un lado y hacia el otro siguiendo el balanceo inquietante del barco
atrapado en la tormenta. De pronto, dos olas gigantes cortaron sobre la proa
expulsando del velero a sus cuatro tripulantes.
Otra vez la
moneda de la fortuna caía del lado equivocado; a la deriva, de a poco, el
viento huracanado fue empujando el navío hacia la costa hasta encontrarse con
las rocas afiladas del acantilado.
Luis Politi 18
nov 2019
Muy bueno el blog y muy bueno el cuento!!
ResponderEliminarGracias Osvaldo!
EliminarEste cuento está excelente!!, creo que le debes un agradecimiento a Emi, pero ni él lo cuenta mejor!!
ResponderEliminarla vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida... y ahora premiado!
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