Oprobio
Oprobio
“palabra proveniente del latín. Opprobium; Ignominia, afrenta, deshonra”.
La lluvia de piedras se
abrió como un abanico al paso de la camioneta.
A toda marcha, el turco, hábil con el volante, derrapaba hacia las
banquinas anegadas por la lluvia de la noche anterior. Sin importarle los
obstáculos, una y otra vez embestía las toscas haciendo que los cinco pasajeros
apiñados en el asiento sacudieran su modorra. La rueda golpeó violenta sobre la
zanja abierta por la lluvia y las cabezas rebotaron en el techo. “¡Turco…, la
madre que te tiró!” Protestó uno de los viajeros; “¡Nos querés matar!” Se quejó
el vasco que, luego de la noche de jarana, no acertaba a ganarle un tramo de
sueño al viaje.
El
turco los miró de reojo, dejando traslucir una sonrisa socarrona mientras apretaba
el cigarro de chala entre los dientes. El hombre lindaba los setenta; tenía una
panza voluminosa que emergía entre los botones desabrochados de la camisa y una
cara enorme, curtida por los vientos de la zona, adornada con dos mostachos
desordenados deslizándose sobre los repliegues de la papada. Cruzaron “la curva
de Goye” y no bien ésta quedó atrás, se abrió adelante un manto azul que se
extendía cubriendo la huella hasta perderse en los campos contiguos. La
prudencia aconsejaba frenar, pero el turco carecía de esa virtud; respiró
hondo, acomodó su abultado vientre en la base del volante, apretó firme las
manos, oprimió el pedal a fondo y echándose hacia atrás lanzó un grito que
retumbó en la cabina sacudiendo otra vez el letargo de los pasajeros: “¡Ay
jaray, jay, jay!”; “¡Charco grande y mujer gorda hay que encarar al
medio!”. La camioneta se abalanzó sobre
la laguna dando un giro violento al posarse sobre el agua; el volantazo diestro
apenas alcanzó a enderezar el rumbo, pero no pudo evitar que ésta rotara en
sentido contrario; giró dos veces más sobre sí y luego de un chapoteo
ensordecedor detuvo su marcha en la acequia. Cruzada sobre la charca, con la
caja a medio hundir y el motor apuntando hacia el centro de la huella,
asemejaba los últimos momentos del Titanic, hundiéndose.
Inmóviles,
los cinco hombres empalidecidos por el susto miraban impávidos al conductor
mientras se hundían en la banquina. El turco masticó su cigarro, con calma
re-encendió el motor y el vehículo trepó los bordes inundados hasta alcanzar el
centro del camino. Manoteó la botella de ginebra que ocultaba bajo el asiento,
la destapó con los dientes, bebió un trago largo, e imperturbable murmuró:
“charco grande...”, omitiendo la parte de “encarar al medio”, que le pareció
inapropiada dada la experiencia reciente. Retomaron el rumbo y enseguida avanzaron,
descargando nuevamente una lluvia de piedras que se esparció violentamente
sobre los pocos vehículos que cruzaron.
El
zambullón repentino acabó con el escaso diálogo de los pasajeros; el silencio
ocupó el vacío por un momento, pero de a poco, el ronroneo del motor fue
trepando en la cabina enlazándose con los ronquidos espasmódicos del vasco que
ahora yacía acurrucado junta a la puerta.
El
sol estival ya empezaba a calcinar a los viajeros cuando alcanzaron el desvío,
una huella apenas demarcada que desembocaba en una oficina sencilla y
rectangular, mal pintada pero prolija, con una puerta en cada extremo. La luz
era escasa y dependía de una ventana lateral y de dos ventanejos pequeños
colocados en la parte superior de cada una de las puertas. Ni bien se detuvieron,
los pasajeros descendieron no sin antes lanzar improperios contra la brutalidad
del chofer.
Los
cinco inspectores hacía rato que habían dejado atrás sus anhelos de velar por
la calidad y el resguardo del erario. Corrompidos hasta la médula, coimeados y
perdidos en la bebida dedicaban sus noches a deambular por los cabarets y
frecuentar prostitutas que se hacían de sus billeteras mal habidas. Cada día
iniciaban su jornada con ginebra que el mismo turco les proveía. Ya
despabilados, la conversación fluía en torno a las curvas voluptuosas de las
mujeres de pieles morenas y melenas rubias a fuerza de tinturas, o a los
números de quiniela, que, esquivos, se negaban a aparecer desde hacía más de
seis meses en las tres loterías a las que apostaban día a día.
Sin
nada que inspeccionar, la rutina proseguía desplegando una manta de felpa verde
sobre la cual desparramaban las fichas de póker y los mazos de naipes. Los
cinco inspectores, devenidos en jugadores de naipes, dilapidaban las enormes
sumas de dinero fácil con que las empresas los “adornaban”.
A
poco de iniciar cada partida, la sala se volvía turbia por el humo de los
puchos mezclado con el vaho del alcohol y los mates que corrían
ininterrumpidos.
El
turco se sentaba en un banquito alto junto a la ventana y desde allí avisaba si
algún intruso se acercaba. El procedimiento evasivo en esos casos era sencillo:
se doblaba la felpa en cuatro, con las fichas, naipes, vasos o lo que fuese que
había en ese momento en la mesa. Abrían una ventana para disipar los efluvios
de humo y alcohol y desplegaban de inmediato los libros con documentos y
registros que debían examinar, pero que solo en esas ocasiones eran revisados.
El
grito de alerta siempre lo lanzaba el turco cuando algún vehículo se acercaba a
la oficina. Una vez estacionado, el pequeño tramo hasta la puerta daba el
tiempo exacto para que la inspección asemejase estar en funciones. Aburrido, el
turco cada tanto daba falsas señales de alarma; a las fichas que caían y los
vasos derramados por los movimientos intespestuosos, seguían las carcajadas sonoras
y las réplicas airadas de los truhanes. Pese a todo, nada alteraba demasiado
las jornadas de vicios libertinos. Pero
ese día no había empezado bien, y seguiría así.
Las
manos rápidas colapsaron los dos montículos de naipes repiqueteando entre los
dedos. “Canita”, como le decían al jefe,
era tan hábil para las cartas como para arrinconar a las empresas que debía
inspeccionar. Las caras invisibles por las viseras y el aire turbio del
ambiente alcoholizado solo traslucían el brillo de las pupilas avaras. Repartió
las barajas; meneó la cabeza para esquivar la bocanada de humo que emergía del
cigarro de uno de los jugadores, levantó una de sus cartas por el borde
espiando las esquinas. ¡Sí! ¡La suerte estaba de su lado! As de trébol, y
siguió: as de diamantes…, as de pica…, as de corazones, leyó reprimiendo los
músculos de su cara para no denotar la emoción que lo embargaba. “¡Póker!”, y
abrió los brazos como para abarcar la enorme pila de fichas del pozo acumulado,
justo cuando el turco lanzó el grito de alerta.
El
turco había estado mirando desprevenido por el ventanejo como los árboles se
mecían con los vientos cada vez más enérgicos del verano. Giró la cabeza para
“tirar” otro mate; levantó la vista y alcanzó a ver la sombra por detrás de la
ventana trasera. “¡No puede ser!”, balbuceó, “No hay camino de entrada desde
atrás de la casilla…”. Se incorporó de un golpe y avanzó hacia la puerta
trasera; miró por la ventanilla y allí estaba la camioneta con el escudo
nacional y el logo oficial, estacionada apenas a unos metros de la puerta.
Hacía
tiempo que corrían rumores de una “purga” que el nuevo gobierno había ordenado
para sanear la administración pública. Solo rumores que nunca acertaban a
concretarse. Para la “Regional IV” sonaba un tal Guscardi, según decían, un
tipo derecho. Grandote y de tez blanca enrojecida por el sol; usaba botas de
caña y un sombrero de ala bajo el cual emergía una cabellera rubia y abundante.
Por su aspecto lo apodaban “el vikingo”. Había ascendido vertiginosamente en la
Administración hasta que empezó a “destapar” algunos negociados turbios de
empresas poderosas; una actitud que no solía ser tolerada en ese ambiente: “no
nos dejan trabajar”, se quejaban las empresas; “así no hay forma que podamos
hacer las cosas”. Un ascenso oportuno y
un traslado a la oficina central era la forma de inactivar a quienes
interferían con estos arreglos espurios. El gobierno prometió “limpiar” la
Administración, pero en las oficinas todos coincidían que esos eran “cacareos
para la gilada”. Sin embargo, de pronto
allí estaba, el mismo vikingo estacionando la camioneta atrás de la oficina y
aprestándose a descender con su humanidad de 120 kilos. Con órdenes precisas de
enderezar la Administración, en cuanto asumió decidió recorrer la zona a su
cargo. La lluvia de la noche anterior lo obligó a abandonar la traza de la ruta
y tomar un camino lindero; para cuando alcanzó la oficina entró exactamente por
detrás. Lentamente comenzó a recorrer los 50 metros que lo llevaban a la
casilla. “¡Guscaaardi!”, gritó el turco a viva voz. “¡Callate turco!”,
respondieron a coro los cinco jugadores. ¡Guscaaardi! Volvió a gritar ahora más
fuerte; “turco, nos tenés hartos con tus bromas estúpidas”, dijo “el rata”, uno
de los inspectores que con su cara finita y nariz aguzada hacía mérito al
apodo. “¡Es Guscardi!”, insistió el turco, preso de pánico al ver el avance del
Director General. “¡Tomátelas turco!!”, se enojó Canita, obsesionado con el
póker que atesoraba en sus manos.
Guscardi
avanzó hasta la puerta; el turco, en su afán de evitar el desastre se aferró al
picaporte con fuerza. Altos, los dos hombres se miraron cara a cara a través de
la ventanita. Ambos sujetaron el picaporte tirando en sentido contrario. Ni
bien la puerta se abría un centímetro, el turco la cerraba de un tirón.
Guscardi, molesto, no alcanzaba a comprender por qué el hombre no le franqueaba
el paso. El forcejeo hizo que el vaivén se repitiera varias veces. Los dos
hombres eran fornidos, pero Guscardi era mucho más joven y carecía de
paciencia. Tomó la manija con fuerza y de un empellón abrió brutalmente la
puerta, haciendo volar al turco hacia afuera. El hombre se precipitó en la
niebla del recinto, ante las miradas estupefactas de los cinco rufianes.” ¿Qué
carajo es esto?”, dijo el recién llegado tomándose la cabeza. Anonadados, los
inspectores no salían de su sorpresa. Uno de ellos levantó las manos como si lo
estuvieran asaltando; otro, sobresaltado golpeó con la rodilla la base de la
mesa desparramando las fichas y la botella de whisky sobre la felpa. Con manos
temblorosas “el rata” trataba inconscientemente de acomodar las fichas, como si
devolviendo el orden de la mesa lo fuese a librar del escarnio. “¡Esto es un oprobio!”, bramó Guscardi. “¡Una
vergüenza increíble! “¡Sacándose la
plata entre ustedes, no tienen escrúpulos!”. “¡A los muchachos no les haga
nada, es todo culpa mía!” Dijo el jefe. “¡Usted cállese alcornoque corrupto!,
“¡usted es un oprobio para la institución!; ¡todo aquí es un oprobio!”. La
palabra, repetida una y otra vez golpeó como un martillo en la mente poco
educada de Canita. “¿Oprobio?”, pensó. Alcornoque era una palabra que había
escuchado alguna vez de su madre, y corrupto era algo que había aprendido por
experiencia ganada, pero oprobio, pensó; ¿que sería oprobio? ¿Y por qué él
sería un oprobio?
“¡Los
voy a echar a todos! Vociferó amenazante el vikingo; “¡Manga de…, manga de…,
manga de atorrantes!”, completó finalmente la frase. “¡Les haré un sumario y
los sacaré de un plumazo!; ¡Escorias!” “Por favor”, atinó a balbucear Canita
nuevamente. “¡Cállese corrupto! ¡Usted
es un oprobio; todos ustedes son un oprobio para la institución!”, corrigió,
señalando con el dedo acusador.
Alejado
de la trascendencia de la expulsión inminente, a Canita le preocupaba más que
el Administrador General le dijese que era un oprobio. “¡Dan asco! ¡Tomando
alcohol en horas de trabajo, jugando a las cartas!; ¡Los voy a echar a todos!”.
Canita intentó interceder por última vez, pero el administrador enfurecido se
inclinó amenazante sobre el inspector y le gritó a viva voz: “¡Usted es un
O-PRO-BIO!”. Descargó un puñetazo sobre la mesa, que hizo rebotar las copas que
aún quedaban paradas, “¡los voy a echar a todos!”.
Cerró
luego la puerta de un portazo y retomó el sendero por donde había llegado. Caminó
cinco metros, se detuvo bruscamente, giró otra vez sobre sus talones abrió la
puerta, se paró bajo el dintel y, más calmo, casi con desazón, dijo dando un
suspiro: “¡Ni siquiera los puedo echar!; es tal el oprobio que acabo de
presenciar que de hacer un sumario, la institución nunca podría recuperarse de
esta vergüenza!” Giró una vez más sobre
sí, dio otro portazo y caminó rápido hacia la camioneta. Encendió el vehículo y
se alejó por el sendero hasta perderse en la curva que empalmaba con la
ruta.
El
turco permaneció parado junto a la puerta; Canita se desplomó sobre la silla;
los otros cuatro rufianes aun sentados permanecieron inmóviles alrededor de la
mesa. Hubo un minuto de silencio que pareció un siglo. El humo de los puchos y
los vapores del alcohol comenzaron a disiparse, exponiendo las expresiones de
pánico dibujadas en cada rostro. El tiempo y la respiración parecían anulados
para siempre, solo el vaho, depositándose como una neblina pesada, era la única
muestra de que el tiempo seguía avanzando. Silencio, solo silencio, un silencio
duro que se esparció aplastando el vapor. Canita hizo una muesca y como si
despertase de un sueño preguntó: “¿alguien sabe que es oprobio?”. Nadie
respondió.
“Guscardi
no va a hacernos un sumario y tampoco nos va a echar; en eso fue claro”, dijo, mientras
levantaba las copas y acomodaba las fichas de póker. Si no hay sumario y no hay
castigos, … ¡sigamos la partida…!
Luis Politi, (del libro Las Gárgolas, EdiUns 2018)
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