El vado
El
vado (*)
“Es
río arriba, atrás del remanso”, dijo mi hermano Gastón, con esa seguridad que,
aún en el error, lo acompañaría durante toda la vida. “¡No!, es donde termina
la playita”, porfié, incorporándome apenas y señalando las barrancas desde
donde se desprendían las flores de guayaba, casi tocando la corriente rojiza
del Bermejo. “¿Y a vos quién te contó eso?”, preguntó Gastón. Mincho me lo
dijo, él los vio cruzar las vacas por allí, contesté. “¡Mincho no sabe nada!”,
acotó fastidiado Gastón. “… sabe nada...sabe nada” repitió el barranco, como
reafirmando las palabras de mi hermano.
El
río era nuestra escapada favorita durante las largas siestas de mis padres.
Pasábamos horas interminables allí armando y desenredando las líneas para los
surubíes, mientras nos tentábamos inevitablemente con la idea de cruzarlo y
alcanzar un panal de cabichuíes que veíamos mecerse al alcance de la mano sobre
la playa.
Encajonada
entre los árboles, la corriente se filtraba bajo la playa, internándose en las
entrañas de la selva, derribando los barrancos y regando el cauce con jardines
flotantes. El estrépito de los acantilados desplomándose sacudía de a ratos la
quietud: ¡Brrrommm! Se escuchaba en cada caída; ¡Brrrommm!, repetía el eco a lo
lejos. Con cada estruendo se quebraba el murmullo de las aguas, espantando a
los tucanes que emprendían vuelo desatando una algarabía infernal. Cada tanto,
veíamos pasar girando troncos enormes que se sumergían para resurgir mucho más
abajo.
La
certeza de que la gente de Don Encina cruzaba por allí cerca las tropillas
robadas que venían del Paraguay nos fue dando de a poco el coraje necesario:
“Si vamos por el vado de Encina, cruzamos en un minuto, ahuyentamos a las
avispas con humo, cargamos la miel y nos volvemos antes de que caiga el sol. Es
fácil, sólo necesitamos una balsa”, razonamos, despreciando la reputación del
Bermejo.
Instalamos
nuestro improvisado astillero al borde del estero. Cortamos varios troncos, les
atravesamos tres tablones y los aseguramos con una soga de cáñamo y unos
enormes clavos belgas, resabios de cuando construyeron la escuela. A medida que
avanzábamos en la construcción, probábamos nuestra obra en las aguas poco
profundas del estero. La balsa, inexplicablemente, se empecinaba en mantener
sólo uno de sus extremos sobre la superficie. Ayudados con un remo, nos
internábamos una y otra vez sobre el estero, ajustando y aflojando troncos y
tablas, hasta que finalmente logramos que éstos se mantuvieran más o menos
decorosamente sobre el agua.
Fue
más que nada por la impaciencia que ese día decidimos que estábamos listos.
Había empezado a soplar el viento norte y ya para el mediodía el sol derramaba
sus lenguas de fuego, llevándose cada gota de rocío de la noche anterior. La
tierra se resquebrajaba en pequeños retazos que se retorcían formando cientos
de rollitos marrones, semejantes a pequeños cigarros de chocolate. El viento
norte parecía aspirar el aliento caliente de la tierra roja. Soplando sin pausa
día y noche, como una ola abrasadora e interminable, ahogaba todo a su paso,
alterando a las arañas pollito que en esos días invadían la escuela. Nuestro
mayor temor eran las víboras de cascabel que, disimuladas entre los espartillos
con sus dibujos grises y amarillos, esperaban agazapadas. El castañear sonoro y
corto del cascabel anunciaba el golpe certero de su mordida mortal. Mincho nos
había dicho que la cascabel era el propio Mandinga, que agitaba su cola sólo para
que la víctima pudiese ver cómo la mataba
hincándole su veneno.
Debido
a las víboras, Garcés, mi padre, nos había prohibido
andar sin botas de cuero, pero el viento norte hacía tan insoportable el
calor que tan pronto como llegábamos a la tranquera nos descalzábamos para
esconder las botas bajo los espartillos.
Enlazamos
a Bruto, el único caballo que podía arrastrar la balsa hasta el río, mientras
Garcés seguía con la mirada nuestros movimientos. Sin sospechar lo que
tramábamos, observaba con preocupación el maizal que no crecía por las pocas
lluvias de esa temporada. “…Y ahora con este viento…”, murmuró. Frunció el ceño
al ver cómo alborotados nos calzábamos las botas. “Y a ustedes qué les pasa?”,
preguntó. “Nada, estamos armando una balsa en el estero”, respondimos mirando a
mi padre, quien para entonces comenzaba a sospechar algo, aunque lejos estaba
de imaginar que nos aprestábamos a cruzar el río nada menos.
Montamos el caballo y con la balsa a
la rastra nos adentramos en la selva por la picada que remataba
en las barrancas. A medida que descendíamos hacia el río alejándonos del viento
norte, el aire se tornaba más y más fresco y empezábamos a percibir el aroma de
las frutas salvajes. Dejamos la balsa junto al caballo y nos tiramos sobre la
orilla a observar el río.
Me
agité pensando si Mincho me habría mentido deliberadamente al decirme que el
vado estaba donde las guayabas. Después de todo, mi hermano no podía
equivocarse si decía que era detrás del remanso. Por un segundo me estremecí
con el presentimiento de una tragedia. Permanecí tendido de espaldas mientras
la arena húmeda y fresca se colaba por el algodón de mi camisa. El agua ya
había hecho una lagunita bajo mis pies que se hundían desapareciendo. La corriente no tardaría en arrancar de cuajo la
playita. “¡Vamos!”, dijo Gastón, ante el peligro inminente de ser arrastrados. Empujamos la balsa por la arena hasta
pasar el remanso. Nos detuvimos allí un momento, observando extasiados como el
gigantesco remolino devoraba los camalotes. Seguimos hasta el “curvón de las ánimas”, donde decían los lugareños que deambulaban los
espíritus de los pescadores arrastrados por
los surubíes cuando se dormían. Según explicaban, un fantasma de a caballo se
cruzaba sobre las aguas y esperaba a que los surubíes le trajesen las víctimas,
el jinete tomaba entonces a los pescadores de la cabeza y lanzando un terrible
“sapucay” los ahogaba, mientras el eco del
alarido mortal se perdía en las paredes del cañadón. Miramos el lugar de reojo;
no creíamos mucho en esas historias, pero queríamos cerciorarnos de que no se
apareciera.
“Por acá
cruzan las vacas”, dijo mi hermano, señalando el cañadón que cortaba la selva
hasta alcanzar la finca de los Encina. “Estamos muy cerca del remanso”, objeté
inútilmente. “En ese caso cruzaremos un poco más arriba”, se impacientó, de mal
humor. Miramos hacia arriba para asegurarnos que no nos descubrieran los
hombres de Encina, una treintena de baqueanos armados a la orden de un tal
Chamorro, y proseguimos otro trecho arrastrando la balsa río arriba. Yo me
entretuve mirando como los surcos que abrían los troncos de la balsa al arrastrarse
sobre la arena se transformaban en pequeños hilitos de agua.
Arrimamos
la balsa a la orilla hasta que quedó apenas retenida por la arena. Gastón trepó
primero; yo subiría después. Con un pie aún en tierra empujó la balsa que dio
un sacudón en cuanto quedó libre sobre el agua. Era mi turno. Me acerqué lo más
que pude, intentando trepar a los troncos, pero las sacudidas habían ablandado
la arena y en un segundo todo el borde de la playa se había desplomado bajo mis
pies. Salté hacia atrás observando aterrado cómo se deshacía la orilla
desgranándose bajo el agua.
Con
mi hermano encima, la precaria embarcación dio dos vueltas rápidas antes de
enfilar hacia el centro del río. “¡Flota!”, gritó con una mezcla de alegría e
incredulidad, como si jamás hubiese pensado que la balsa había sido diseñada
para flotar. La corriente los empujaba ahora cada vez más velozmente hacia
donde supuestamente se encontraba el vado. Gastón maniobró como pudo con el
remo e intentó tocar el fondo del vado, que, según sus cálculos, debería estar
justo debajo de él. Hurgó varias veces buscando el lecho firme del río, sólo
para descubrir que el remo se hundía sin resistencia. A toda velocidad, sin
control ni posibilidad de maniobra, se acercó a la olla rozando peligrosamente
sus bordes. Como titubeando, la frágil embarcación se sacudió suavemente
atraída por el remolino, pero finalmente retomó su rumbo. Casi fuera del
remanso, dio todavía un leve cabeceo, como un saludo respetuoso. Fue entonces
cuando el tronco irrumpió con violencia desde el fondo. Como un ariete,
apareció levantándose desde el ojo de la olla, impactando de lleno en la balsa.
Ésta se elevó un segundo para caer pesadamente partiendo las tablas y liberando
los troncos, que se separaron como ramitas bajo los pies de Gastón. Desde la
orilla, aterrado, alcancé a ver cómo la olla atraía ahora a mi hermano hacia su
ojo inmenso, en medio de un desorden de tablas, troncos y sogas. Gastón dio una
vuelta completa alrededor del remanso, descendiendo lenta e inexorablemente
hacia el fondo. Dio otro giro más veloz, abrió enormes los ojos y mientras caía
percibió cómo el torbellino revolvía los restos del naufragio que lo golpeaban
en su caída final. Vio pasar la bolsa de arpillera donde íbamos a cargar el
panal y sintió como era chupado irremediablemente hacia el fondo. Impotente,
desde la orilla lo vi desaparecer de la superficie.
Corrí
hacia Bruto, lo monté de un salto y recorrí al galope los pocos metros que
había hasta el barranco. Azucé al caballo para que se adentrara en el sendero
que se abría hacia la “bajada de Encina” y a todo galope alcancé la playa. Me
estiré sobre el caballo con la esperanza de ver reaparecer a Gastón. De pronto
divisé su cabellera flotando desordenada entre los troncos. Bajé del caballo y
me interné hasta la cintura en el agua, intentando alcanzar a Gastón, que
pasaría en un momento por allí, pero la corriente me arrancó del piso y
asustado volví como pude hacia atrás. Vi pasar a mí hermano, aun flotando,
mientras Bruto, a mis espaldas, se alejaba a la carrera.
En
ese momento vi la silueta del jinete con toda nitidez. Cruzado en medio del
cauce parecía haber emergido desde el fondo de las aguas. Permanecía inmóvil, esperando con una expresión de fiereza
en el rostro a mi hermano. Plantado de frente a la corriente, el caballo
negro e imponente abría las aguas con su pecho desafiante. Concentrado en su
próxima víctima, el jinete pareció ignorarme esperando a Gastón. Pude percibir
los ojos fulgurantes bajo el sombrero negro de felpa que ocultaba su rostro.
Abrió sus brazos de betún como en un rito salvaje, e introdujo finalmente su
mano en el agua, buscando la cabellera de mi hermano. En un instante levantó el
brazo arrancando del agua a Gastón. Esperé una eternidad a que el jinete
lanzara su carcajada mortal. Con el cuerpo de mi hermano pendiendo de su mano,
cual si fuese un estandarte, pareció exhibir su presa a las ánimas del río.
Abrió la boca inmensa y mostrando sus dientes blancos lanzó un grito feroz:
“Añamembuy mitaí!! Te vua salvá de la
guazú, Mitaí!” El caballo dio un brinco y se abrió paso entre las aguas,
chapoteando hacia la orilla. Chamorro, sosteniendo a mi hermano con su brazo
firme, lo arrojó sobre la playa, justo frente a las guayabas. Sin titubear,
apretó el vientre de Gastón con su bota enorme y pesada. Mi hermano vomitó un
chorro de agua y quedó tendido mirando al cielo y a su salvador. “Tomen sus
cosas y lárguense de acá mitaíces, si no, la
próxima vez los ahogo yo”, dijo Chamorro.
Me
acerqué a mi hermano para cerciorarme de que estaba vivo. Todavía en el suelo,
sin perder la seguridad exhaló una frase terminante: “el vado no está ahí”.
Sin
Bruto, con la ropa hecha jirones, mojados y derrotados, regresamos por la
senda. Ya en la tranquera nos calzamos las botas como siempre y enfilamos hacia
la escuela. Garcés, levantado de su siesta nos esperaba alarmado por haber
visto llegar sólo a Bruto. Exhaustos y en andrajos, con mi hermano
ridículamente vestido con botas pero en calzoncillos, avanzamos hacia mi padre,
temerosos de que nos retara. “¿Qué les pasó a ustedes?”, dijo Garcés con una
expresión casi tan fiera como la de Chamorro. “¡Bruto nos tiró en el estero!”,
contestamos al unísono con mi hermano.
Ese
verano regresamos a la orilla del río varias veces durante las tardes
sofocantes, pero siempre volvíamos antes de que mis padres despertaran de sus
larguísimas siestas. Estos, ahogados por el calor del verano, dormían seguros
de que andábamos jugando bajo los naranjales…, siempre protegidos con las
botas. Abandonamos definitivamente nuestros intentos náuticos, aunque por años
me siguió intrigando por qué se hundirían los troncos.
Luis
Politi, de “Formosa Puros Cuentos” EdiUns, Bahía Blanca
(*): Los nombres y lugares son
ficticios
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