La puerta en la piedra
La
puerta en la piedra
Enzo tomó el largavista, miró hacia donde
señalaba Adrien y recorrió la roca que emergía sin límites hacia el cielo. Buscó
inútilmente alguna imperfección en la ladera que abrupta e imponente, surgía custodiando
al Himalaya “¡No la veo!”, exclamó rendido; Odette le tomó las manos y orientó
el binocular hacia el centro de la roca; “por ahí”, dijo “¡está por ahí!”
Llevaba dos días rodeando el Himalaya y tal vez
le llevaría un día, o más, alcanzar el monasterio en Dingboche. “La travesía es
sencilla”, le dijeron; sin embargo, a poco de andar comprendió que estaba
perdido. Durante la noche el frío había sido intenso, y ahora, mientras
ascendía lo sentía más y más. Con la llegada del crepúsculo el aire se hizo
gélido y los dedos le dolían. Armó la carpa e intentó hacer fuego, pero
las ramas mojadas se lo impidieron. Sin nada para calentarse seguro que no podría
dormir. Observó sus nudillos morados y las gotas que empezaban a congelarse en su
nariz; aterido, se enrolló en la bolsa con los borceguíes puestos y se tapó con
un par de sweaters.
Con la soledad como única compañía se preguntó ¿qué
lo había llevado hasta allí? Las certezas que lo habían formado y que habían
sido su guía en la vida de pronto se esfumaban. Ahora las dudas surgían de la misma
ciencia en la cual, según su padre, debía confiar y para Enzo, Don Francesco era
la representación de la verdad absoluta: “eso del cielo y del alma eterna son
embustes de las religiones; somos una llama que se enciende apenas un segundo
en el universo y cuando morimos se acaba nuestra función en el teatro de la
vida”; “mejor es aprovechar el poco tiempo que tenemos, porque después no hay
nada más, ¡desaparecemos! Cualquier cosa que no sea tangible, no existe”. Enzo
se había aferrado a esas premisas, pero ahora eran los científicos quienes afirmaban
que estábamos "hechos de partículas que han estado desde el origen del cosmos y
que hay ondas que surcan el universo conectándonos a todos y que …” La imagen
de su yo formando parte de algo mucho más trascendente que lo efímero de una
vida, quizás eterno, lo sobrecogió. De pronto se reformulaban ideas que se
remontaban a lo que el propio Buda había descrito.
Recordó a Don Francesco, con el ceño fruncido, diciendo
esas sentencias lapidarias y terminantes. Pero ahora, sentado frente a él, con
una sonrisa apacible y sin la tensión que siempre lo había envuelto, le decía
con resignación: “quizá todo sea diferente…” La visión se fue desvaneciendo en
la noche. “Quizá todo sea diferente, quizás en Dingboche…”, balbuceó Enzo tiritando.
Cuando al fin cerró los ojos ya nada le dolía; pensó que moriría.
La carpa se abrió violenta y un rayo de sol lo
encegueció. “¡Hey! ¿qu’est-ce qui s´est passé ici?”, gritó Adrien. Enzo abrió
los ojos e intentó secarse las gotas condensadas en su cara, pero los brazos
ateridos no le respondieron. Odette abrió un termo y le sirvió café; le estiraron
los brazos; lo acomodaron sobre una manta térmica y le frotaron las manos. Enzo
tardó un rato en recuperarse, “¡Gracias!”, dijo apenas.
Lejos de su improvisación, los dos franceses
llevaban una carpa inflable, un largavista, bolsas térmicas, lingas, ganchos,
equipos de escalar y por sobre todo, la experiencia de quienes conocen el metier.
“¿Qué te ocurrió? ¿dónde ibas?” preguntó Adrien. “Voy a Dingboche pero, como
ven, me perdí”. “Dingboche es hacia allí”, dijo Adrien señalando hacia el
oeste. “Nosotros vamos en esa dirección, a la Montaña Negra; acompáñanos”.
Enzo juntó sus cosas y marcharon ascendiendo por
la huella que bordeaba el río. Los franceses le contaron que eran solo amigos
de la infancia que compartían el amor por las montañas y la naturaleza.
Caminaban rápido, mucho más de lo que Enzo hubiese preferido dadas las
peripecias que acababa de vivir, pero eran amenos y los bosques de rododendros
florecidos hicieron agradable la jornada.
Odette no dejaba de observar a Enzo, y en esas
horas compartieron historias, se rieron y caminaron tomados de las manos.
La senda terminó abrupta en una quebrada
profunda y frente a ellos apareció la pared de granito, empinada y majestuosa.
Los tres se sentaron a admirar la mole inquietante. Adrien miró con el
largavista; luego Odette hizo lo mismo un par de minutos hasta que exclamó
“¡Oh, mon Dieu, la porte!, ¡mon Dieu, la porte!” “¡No es posible!”, replicó Adrien,
al tiempo que le arrebataba el binocular mirando hacia donde señalaba la
francesa. “¡Es una puerta de madera!”, confirmó. A Enzo en cambio no le fue
fácil ubicarla. Odette le tomó la mano orientando los prismáticos hacia el
centro del muro y ¡allí estaba!, con sus maderas viejas, solitaria y tan
enigmática como toda esa piedra.
Extasiado, se mantuvo absorto. Por un momento percibió
la mirada y el calor de Odette que fluía hacia sus dedos inundándolo.
Todo el entorno se volvió mágico: la visión del
padre, la pared de granito, la puerta misteriosa y la francesa que lo invadía
como un torbellino. Bajó el largavista, cruzaron las miradas y acercaron los labios…
“¡Escalemos hasta la puerta!”, interrumpió Adrien molesto, “¡mañana subimos y sabremos
qué hace eso allí! “No sé escalar bien, no tengo equipo de montaña”, se excusó
Enzo. “No importa, subirás con nosotros”, insistió Odette convenciéndolo.
Esa noche, los tres, sentados junto a la fogata,
abrieron una petaca de coñac, contaron anécdotas y cuando las brasas empezaron
a extinguirse Odette se acurrucó junto a Enzo y lo abrazó, pero a Adrien ya no
le importó.
Temprano en la mañana caminaron hasta el
murallón. Adrien sería el primero en la cordada, Enzo lo seguiría y Odette, por
detrás, lo ayudaría a sujetarse. Enzo repitió una a una las instrucciones: revisar
las ataduras de los grampones; tomar el piolet por la cruz; dejar siempre
tensa la cuerda; no avanzar sin que lo sujeten… Revisaron luego los aparejos y anclajes
e iniciaron el ascenso.
Lentos y pausando en cada tramo, avanzaron
hasta una repisa estrecha, la única antes de la puerta. Enzo miró hacia abajo y
al ver el precipicio sintió que se mareaba. Adrien lo vio y giró violentamente
el brazo sujetándolo del pecho. “¡No mires nunca hacia abajo!, ¡nunca!” repitió.
Enzo se sobrepuso sin dejar de imaginar cómo sería el descenso cuando tuviese enfrente
la vista del precipicio. “Eso será después”, pensó resignado y subió los
últimos metros. “¡Cuidado, hay hielo!”, repetía cada tanto Odette. Finalmente
Adrien sujetó uno de los ganchos a una ménsula y, en un último impulso, los
tres quedaron frente a la enigmática puerta.
Se acercaron sigilosos como temiendo a un monstruo
que se les abalanzaría escupiendo fuego. Allí estaba, enclavada en el medio de
esa muralla, con sus maderas pesadas y cuarteadas por el tiempo, tapando quizás
una cueva. ¿Quién la habría construido?, ¿qué habría
en el interior? Solo había una forma de averiguarlo: forzando la entrada.
Adrien extrajo un cortafierros; lo introdujo en
una hendidura y con el martillo dio un golpe seco; la madera crujió, los tres
empujaron con fuerza y la puerta cedió. Detrás surgió un túnel sinuoso y oscuro
que se angostaba y parecía perderse en la montaña. “¿Quién entra?”, preguntó
Odette. Los tres se miraron en silencio. “Bien”, dijo Adrien, “entonces será el
que saque la cerilla más corta”. Encerró los fósforos en una bolsa y cada uno
extrajo la suya. Enzo tomó su cerilla y maldijo la suerte, pero de algún modo
quería ser él quien develara el misterio.
Tomó la cuerda y la fue largando mientras se
arrastraba por el túnel estrecho, sombrío y cada vez más tortuoso. Percibió que
la tierra y unas piedritas frías se le pegaban en las manos mientras un olor
húmedo y dulzón se metía en sus pulmones y lo embriagaba. Sintió un cosquilleo
en la palma de las manos; encendió la luz del celular y vio como cientos de
gusanos se le metían en la ropa y le ganaban el rostro. Horrorizado, se sacudió
como pudo. Quiso dar la vuelta, pero la estrechez del túnel le impidió girar;
siguió adelante tratando de huir. Atascado, casi no podía seguir. Súbitamente el
túnel se abrió a una cámara amplia con paredes de granito. En la penumbra pudo
divisar varios estantes excavados en la piedra, cubiertos de libros; había vasijas, estatuillas,
frascos con aceites; huesos y candelabros con velas. Absorto, a tientas,
comenzó a recorrer la habitación cuando de pronto se tropezó con algo pesado. Un
anciano de piel cobriza, con su cabeza pelada y cubierto con una túnica yacía
tirado en el piso. Lo zamarreó; con sus dedos le quitó un insecto que le
recorría la cara; lo giró hacia un lado y hacia el otro, pero el hombre permaneció
inmóvil, con los ojos cerrados, tirado e inerme.
Si alguien lo había matado, el asesino aún podría
estar allí. Presa del pánico se abalanzó hacia el túnel y agitado como estaba, recorrió
descontrolado el camino inverso. El aire le faltaba y la respiración se le
hacía dificultosa. Con el corazón que parecía explotarle alcanzó finalmente la salida
donde lo esperaban expectantes los franceses. Enzo respiró hondo y con
un hilo de voz entrecortada exclamó: “¡un muerto; hay un muerto en la cueva! ¡Tenemos
que volver!” Cuando recobró la compostura, escucharon su relato inverosímil. Odette
y Adrien se miraron incrédulos preguntándose si Enzo estaría en sus cabales.
Decidida, Odette dijo: “¡vayamos a ver!; “¡es
que hay un muerto allí; vayámonos! Objetó Enzo, pero la francesa era un hueso
duro de roer. “¡Tenemos que ir!”, dijo terminante. “Pues vayan ustedes, ¡yo no iré
otra vez!”, aclaró Enzo. Adrien y Odette tomaron la cuerda y se deslizaron por
el túnel mientras Enzo, sentado en la entrada, aguardaba en silencio. De a
ratos escuchaba el eco de las voces de sus amigos hasta que finalmente éstas se
apagaron.
Pasaron los minutos, luego una hora, y dos
horas más; por un segundo pensó en volverse, pero sólo no podría bajar y
tampoco quería abandonar a los franceses y menos a Odette. “¡Algo les pasó!” Se dijo, se armó entonces de valor y se introdujo
en la cueva.
Solo le llevó unos minutos alcanzar la bóveda y
allí, para su sorpresa, sentados en el piso, el anciano les hablaba a sus dos
amigos. Cuando lo vio entrar hizo un gesto para que se sentara y prosiguió con
su extraño relato: “…son esas cuerdas las que forman y recorren el cosmos, donde
nada es independiente,
ni los átomos, ni las personas. Somos parte de ellas, vibrando en la gran sinfonía del universo. Este mundo, el que vemos, es efímero, plagado de causas y efectos que producen la ilusión de ser real. La vida es un momento hacia la muerte inevitable.
Quedamos atrapados en la inconsistencia
de un mundo transitorio que nos lleva a renacer una y otra vez y al cual
vuelves luego de cada muerte. En esa rueda del tiempo, es la muerte la
que marca nuestra unión con el universo, por lo que debemos aceptarla sin dolor.
Es el deseo de escapar de ella lo
que nos hace sufrir. El deseo es la causa de nuestros sufrimientos, al que debemos
superar con la sabiduría. Por eso, debemos afrontar nuestra muerte o la
de un ser amado con serenidad.” Al terminar la frase el anciano cerró los ojos
y dejó de hablar para encerrarse ensimismado. Los tres se miraron y, en silencio,
lo dejaron en esa soledad, tal como lo habían encontrado.
Concentrados en la ladera, bajaron hasta llegar a la base. Se sentaron junto al arroyo aturdidos
por la experiencia vivida; recién entonces Enzo miró el celular, que en todo
el día no había tenido señal. El golpeteo del agua en la orilla confundió el
canto de algún pájaro distante cuando de pronto se escuchó: biiip, biiip
biiip; Enzo atendió enseguida “¡Hola, siii?” “Soy yo, María Rosa…, es que…, tu
padre…, acaba de morir”.
Enzo agachó la cabeza y murmuró: “evitar la
muerte es un deseo que nos hace sufrir, pero es inevitable” y con una sonrisa agregó:
“Don Francesco…, pobre viejo…, quizás renazca varias veces antes de alcanzar el
Nirvana”.
Siguió un momento de silencio y luego añadió:
“el amor es un deseo que debemos evitar para no caer en el ciclo de
sufrimientos que nos atrapa una y otra vez”. Odette lo miró desconcertada, giró
hacia él; lo tomó en sus brazos y recostándolo sobre la hierba lo besó hasta
perderse en un sueño con la ilusión de
estar ambos en un mundo real.
Luis
Politi,
cuarentena del 2020
Muy interesante cuento corto y con profundidades difíciles de abordar, como escalar el Himalaya sin equipos ni abrigos.
ResponderEliminarUn comentario por si una revisión: difícil que Don Rodrigo, que suena a español haya bautizado a su hijo Enzo, que suena italiano. Bueno también podría ser que Don Rodrigo se haya casado con una italiana y el padre de dicha italiana se llamara Enzo. Tal vez el monje de la cueva sepa la verdad.
Hola Horacio.Se llama Francesco el padre de Enzo.Rodrigo lo bautisaste vos.O se habrá llamado así en otra de las vidas?...
ResponderEliminarFilosófico tu cuento Quique!...abrazo!
Noto que usas el nombre 'Enzo' en varios de tus cuentos. Es el mismo personaje recorriendo distintas aventuras?
EliminarGracias Diana! Si, es el mismo personaje , historias basadas en relatos de uno de mis hijos.
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