Un robo singular
Un robo singular
Enzo cruzó la rampa, abordó el ferry, bajó las
escaleras y alcanzó la carena en donde cientos de bancos largos, cubiertos de
colchonetas servían, a la vez, de camas. La sala, bajo la línea de flotación,
era una cámara oscura apenas iluminada por unas lámparas amarillentas. Eligió
un lugar al azar, acomodó su mochila y se sentó a esperar. El embarque iba a
durar al menos una hora y el lugar lucía desolado y triste, así que cambió de
idea, dejó la mochila en uno de los camastros y subió a las salas de primera
clase. Allí todo era lujoso, lleno de confiterías, shops y un casino fastuoso, separado
del resto por unos barrotes dorados apenas espaciados entre ellos. Enzo salió y
se apoyó en la baranda, mirando extasiado como las olas agitadas se estrellaban
contra la nave. Los motores se encendieron y un sonido ronco y estridente
acompañó el sacudón del barco mientras dejaban el puerto de Manila.
Al volver, observó como cuatro filipinos, en el
rellano de la escalera jugaban por plata; un hombre bajito y de piel oscura
movía rápido unos cubiletes cambiando de lugar un dado, mientras el dinero de
los incautos pasaba a manos del embustero.
Ya en la sala, un millar de pasajeros
acomodaban apresurados sus pertenencias en los asientos. Enzo trató de recordar,
pero el desorden de gente que iba y venía era tal, que no pudo ubicar a su
mochila. Recorrió los pasillos una y otra vez, pero todo le parecía igual. “¿Qué
buscas?”, preguntó un hombre, a quien le llamó la atención la camiseta con el
escudo de Sumatra que llevaba Enzo; “mi nombre es Budi y también soy de Sumatra”.
“Perdí mi mochila y…, no soy de Sumatra”, aclaró Enzo, entablando una
conversación animada. No tardaron en encontrar la alforja y, como el viaje era
largo, decidieron recorrer el ferry. De regreso, los jugadores aún permanecían
en la escalera, ahora rodeados de un gentío de apostadores y mirones. Budi se
detuvo asombrado, viendo como el dado pasaba inexplicablemente de un vaso al
otro. En cuanto notó su presencia, el hombre de los dados lo invitó a apostar. Budi
puso unos pesos, el hombre movió los cubos con el dado y enseguida le preguntó,
“¿Dónde está?” Sin dudar, Budi señaló uno de los cubiletes; el hombre lo levantó,
y ¡allí estaba! “¡Bien!”, exclamó. Los cubos se movieron nuevamente y Budi
volvió a acertar. A poco de jugar ya había acumulado una considerable cantidad
de dinero en su haber. El filipino invitó a Enzo a que se sumara, pero a este
no le gustaban los juegos, y menos por plata, así que siguió las apuestas por un
rato. Cansado, bajó las escaleras y se acomodó en su asiento.
Cuando las luces se apagaron y las penumbras de
la noche cubrieron la sala, tomó una manta y se durmió. Al rato sintió que alguien lo zamarreaba,
abrió los ojos confundido y vio a Budi. “¿Qué pasa?”; preguntó; “perdí mucho jugando
y no tengo como pagarles: ahora me quieren matar; necesito que me prestes…”,
dijo desesperado. “Mmm..., no tengo, lo lamento, escóndete en algún lado...” “Entonces
déjame esconder bajo el banco”.
Budi se tiró bajo el asiento y se cubrió con la
manta, justo cuando tres forajidos, con navajas y linternas irrumpieron en la
sala y comenzaron a revisar los pasillos; se detuvieron junto a Enzo, vieron la
manta y uno de ellos la arrebató de un tirón. A Enzo se le cortó la respiración;
el corazón le latía tan fuerte que parecía que le explotaría en el pecho. Uno
de los rufianes deslizó el haz de luz bajo el asiento, miró a los otros y dijo:
“no está acá; vamos a la otra sala, sino está aquí debe estar por allí”.
No bien se alejaron, Enzo escuchó la voz de Budi:
“¿se fueron?” “¿Dónde estás?”, preguntó Enzo.
“Colgado de los flejes”, dijo, al tiempo que se desplomaba contra el
piso; “van a volver cuando vean que no estoy del otro lado; necesito mil
dólares”, suplicó. “¡Es que no tengo!”. “Por favor, ayúdame”, insistió, “No
tengo”, repitió Enzo. “¡Es que me van a matar!”; “Igual no tengo…” “¿Qué hago
entonces?”, preguntó. “Pues no sé, no te puedo ayudar..., asalta un banco, ¡qué
se yo!”
Desesperado, Budi corrió por el pasillo y
desapareció por la escalera. Enzo esperó un rato, pero su compañero no retornó.
Cuando todo se calmó, se desplomó sobre el banco y se durmió nuevamente.
La luz del día iluminó la sala; Enzo vio que, a
su lado, Budi dormía profundamente. No parecía preocupado, sino más bien
distendido. Cuando finalmente abrió los ojos inició su relato: “me encontraron,
les expliqué que ellos eran los timadores y que, aunque me mataran solo podría
pagarles lo poco que traía; después se pusieron violentos, pero finalmente me entendieron
y aquí estoy”. “Estoy agradecido contigo y quiero retribuirte yendo al comedor,
en primera clase”.
Enzo miraba a Budi tras el vapor del café,
tratando de desentrañar en su mirada que habría ocurrido para que de pronto pudiese
pagarle el desayuno.
El ferry atracó en Medan; bajaron y caminaron
un par de cuadras hasta un hotel fastuoso. “Yo voy a alojarme aquí”, dijo Budi,
“¿dónde te alojas tú?”, preguntó. “No sé, ¡pero no aquí, seguro!”, contestó Enzo,
quien no era de gastar mucho, no porque fuese avaro, sino porque los atractivos
que usualmente embelesan a la gente no le llamaban la atención. “Yo pagaré tu
hotel”, intentó convencerlo Budi. De pronto la intriga se transformó en
sospecha: “anoche no tenías nada y hoy te sobra la plata”; “¿qué pasó contigo?,
no creo que los maleantes te hayan dejado ir así simplemente”. Budi bajó la vista,
carraspeó y terminó confesando: “me dijiste que asalte un banco, pues bien,
subí al casino, estaba cerrado, pasé entre las rejas, abrí la caja y tomé la
plata. Hice lo que dijiste. Le pagué a los rufianes y después…, me quedé con
todo esto”, dijo abriendo un bolso lleno de dinero. “¡Es una locura!”, alcanzó a replicar Enzo; “¡lo
dije solo por decir, nunca pensé que lo harías…!” Budi abrió los brazos como si no entendiese la
queja; ambos se miraron sin decir nada.
Como un murmullo, el ruido de un motor ganó la
calle y una moto, con un techito de lona y un sidecar con tres policías a bordo,
dobló en la esquina a toda velocidad y se detuvo ante ellos. Los policías
bajaron corriendo, desenfundaron sus bastones y comenzaron a golpear brutalmente
a Budi en la cabeza y la espalda. Éste se cubrió como pudo con los brazos
mientras los policías repetían “¡Ladrón! ¡Ladrón!”, al tiempo que lo
arrinconaban para esposarlo.
Enzo permaneció inmóvil, atónito ante lo ocurrido.
Dos de los agentes lo miraron y avanzaron hacia él, pero el oficial al mando
levantó la mano y ordenó: “¡al blanco no!; “¡es blanco!” añadió, como si eso le
otorgara privilegios de inimputabilidad. “Además, no tenemos lugar en la
moto...” Todo duró unos minutos. Luego el jefe se sentó al manubrio, detrás se
acomodó uno de los acompañantes y en el sidecar, el otro oficial puso al detenido
sobre sus brazos como si fuese un bebé, pero esposado.
Ridículamente encimados, se marcharon en cuanto
el vehículo pudo avanzar, pero en el apuro olvidaron el bolso con la plata del
robo. No bien llegaron a la esquina se cruzaron con un camión; el policía frenó
violentamente y todos volaron sobre el vehículo cayendo sobre el pavimento. Los
tres policías, y aun el reo, como si nada hubiese pasado, se sacudieron la ropa,
se subieron a la moto y retomaron la marcha.
Enzo se quedó parado viendo como su extraño compañero
de viaje y los policías se transformaban en un punto que se perdía en la calle.
Andamos por la vida sin percatarnos de cuánto
influimos en quienes nos rodean; no siempre hace falta un manifiesto elaborado;
a veces, una sola frase puede cambiarle la vida a alguien. Sentado en la acera,
abatido, pensaba si de algún modo había sido responsable del robo. Levantó la
cabeza y vio como la brisa comenzaba a desparramar los billetes tirados. Uno de
ellos se estampó sobre su cara. Entonces se paró, meneó la cabeza, tomó el
bolso, entró al hotel y pidió la suite de gala…
Luis
Politi, Cuentos de la cuarentena.
Comentarios
Publicar un comentario