El testigo

El testigo

A pie, cubiertos de polvo, los dos hombres apuraron la marcha hacia el cañadón. Más atrás, arrastrada por una soga atada a las manos, casi a la carrera, los seguía la joven enredando sus piernas en la pollera. El dolor de las ampollas abiertas le dificultaba apoyar los pies; la cuerda le quemaba las manos y la sed le obnubilaba a mente. El cañadón está lejos, tardarán en llegar, pensé, tengo tiempo. 

Guillermo Altamirón era un matón de pocas palabras. Miró hacia atrás para observar por qué se detenía la joven y pudo ver que la sangre le teñía las zapatillas. Pese a ello, ignoró el padecimiento y le dio un tirón que la hizo trastabillar. 

Encarnación era una bella joven que abandonaba recién su adolescencia. Habitaba una casa junto al río y quizás hubiese seguido una vida tranquila y sin sobresaltos, pero varios hechos desafortunados súbitamente sellaron su destino. Fue mala suerte el haber ido esa tarde a caminar a la vera del río justo a las tres de la tarde, mala suerte porque a esa hora y en ese lugar vio a dos delincuentes enterrar la plata recién robada del Banco. Fue otra desgracia el haber tenido que viajar a San Juan de la Cruz a notificarse de la muerte de su abuelo y que allí, en la sala de espera del notario, Barrientos se enterase de lo que había presenciado la niña. Pude percibir el miedo en los ojos de Encarnación al ver los ladrones. También me di cuenta de inmediato que su relato en la sala del notario le costaría la vida.

Pude evitarlo todo, pero no lo hice, solo permanecí como un testigo indiferente.

Barrientos era un asesino de escasas luces. Por azar supo que la joven podía llevarlos hasta el lugar donde los forajidos habían enterrado los quinientos mil pesos. El hombre la secuestró y se la entregó a Altamirón a cambio de una parte del botín.

El plan era sencillo: irían los tres al lugar, allí la joven les indicaría la ubicación exacta, se repartirían la plata, matarían a la infortunada y, a caballo, cruzarían la frontera. Pero la torpeza de Barrientos era enorme de modo que, al momento de alzarse con la joven, ya otros cinco maleantes, al mando de Iqbal conocían sus propósitos.

Armados con pistolas y con la cautiva maniatada partieron a pie. Debían internarse en el bosque y subir la cuesta escarpada de la montaña, bajarían luego hacia el valle y recién al día siguiente alcanzarían el río. El viaje fue pesado porque Encarnación no estaba acostumbrada a trepar por la montaña ni a caminar por las huellas pedregosas y desparejas. La lentitud de los tres contrastaba con la premura con que Iqbal y sus secuaces les daban caza. 

Cuando Altamirón apartó las ramas que obstruían el sendero en la ladera del cerro y vio el valle y el cañadón con el rio, una sonrisa triunfal brotó en su boca, como una muesca grotesca. 

Apenas unos kilómetros más atrás, Iqbal y sus hombres intentaban alcanzarlos. Las pisadas en la huella eran nítidas; tenían la certeza del paso reciente de los fugitivos hacia el río. Si apuraban el paso lo conseguirían. Subieron la loma y otearon el horizonte. “¡Vamos!”, dijo Iqbal, y espoleando los caballos arremetieron por la cuesta al galope.

Iqbal sabía que la joven los llevaría al lugar preciso. Para Altamirón, la joven era su seguro de vida; si los alcanzaban, negociaría su vida por la de ella y si él llegaba primero, se alzaría con el botín y huiría. El tiempo se le acababa, pero aún podría lograrlo. Si no se detenían, seguro que llegarían antes; luego cruzaría el río y estaría a salvo.

Confieso que sabía todo. A veces intuyo los acontecimientos y en este caso me resultó fácil hacerlo. Sabía hacia dónde se dirigían y que la cautiva tenía las horas contadas. No podía precisar si llegarían primero los captores, pero tenía la certeza del destino de la joven: Altamirón no pensaba dejarla con vida.  Más que su muerte inminente, me intrigaba saber si la violaría en el viaje, cuando llegase al cañadón, o justo antes de cruzar el rio.  ¡Qué cobarde me sentía! Supe todo, o casi todo, todo el tiempo, pero no hice nada. Miraba los acontecimientos, a veces con pena, a veces impaciente, pero no atiné a modificar lo que iba a suceder. 

En esas horas, desde que me topé con ellos, hasta el desenlace brutal, escrudiñé la mente de cada uno. Percibí sus más íntimos secretos, sus bajezas y sus pensamientos más abyectos. Presencié los diálogos, los engaños y deseos.

Me avergüenzo de ello, pero confieso que no sentí nada cuando al tercer día Altamirón descerrajó dos tiros a quemarropa en la espalda de Barrientos. En esos tres días seguí a la joven con admiración. Reconozco que Encarnación me subyugó desde el principio con sus modales finos, sus gestos delicados, su entereza y la belleza de su rostro.

Durante los días que abarcó la fuga, Altamirón tuvo tiempo de contemplar a la chica, con su piel blanca y sus ojos vivaces. Sus gestos delicados estaban lejos de las vulgaridades de las meretrices a las que estaba acostumbrado. Si no la había violado hasta allí, había sido solo por el apuro del escape. 

Tal como lo presentía, los cinco delincuentes llegaron al cañadón apenas después que Altamirón. El hombre pudo haber despenado a la chica de un tiro ahí mismo, y cruzar el río alejándose para siempre. Hubiese sido sencillo matarla y cruzar a nado alzándose con el dinero, pero el afán de poseerla pugnaba con la razón. 

Miró el río, fijó su mirada en un recodo desde donde se arrojaría al cauce. Calculó que no tardaría en cruzarlo. Se quitó la camisa. Unos metros más atrás, la muchacha lo observaba. Por un momento pensó que el secuestrador desaparecería de su vida para siempre. Éste miró hacia atrás para asegurarse que la cuadrilla de Iqbal no estuviese a la vista. Observó luego a Encarnación. Atada e indefensa como estaba, le arrancaría la ropa y la poseería sobre la hierba. Todo ocurriría en un par de minutos. Solo un par de minutos y completaría su raid brutal.

La cuadrilla llegó al cañadón; Iqbal dio la orden de desmontar e hizo un gesto para que avanzaran cautelosos hacia la orilla. Caminaron entre los árboles y sin tocar las ramas siguieron la huella hacia el río. Ahora se escuchaba el arrullo del agua.

Después de una semana de recorrer el camino, empezábamos a encontrarnos. Iqbal era más viejo de lo que suponía; de piel cobriza y aspecto rudo, ostentaba una nariz ganchuda que acentuaba la fiereza de su rostro. Recién ahora percibía el pelo desordenado que asomaba bajo el sombrero de felpa. En cambio, Encarnación era mucho más bella que lo que la había imaginado. Pese a las penurias de su viaje conservaba la frescura de su mirada y deslizaba su encanto bajo el vestido desgarrado y polvoriento.

Los cinco malhechores se internaron entre la hojarasca hasta que de pronto escucharon los forcejeos de la joven que intentaba inútilmente apartar a Altamirón. Su cuerpo se abalanzaba poseyéndola con furia contra las ramas que se quebraban. Absorto en el momento de lujuria, Altamirón olvidó a sus perseguidores.

Fui testigo de esa violación. Sentí náuseas y pena por Encarnación, pero no atiné siquiera a gritar. Solo se escuchaban los gritos ahogados y las ramas partiéndose en ese acto atroz.

¡Por fin nos reuníamos todos para el desenlace fatal! Altamirón pareció ignorarme, y tampoco Iqbal y su banda de forajidos me prestaron atención. Quizá no advirtieron mi presencia. Tan cerca estaba y a la vez tan lejos.

Altamirón escuchó el clic junto a la nuca y de inmediato supo que no era una rama. Detuvo sus forcejeos aterrado. Iqbal apoyó el arma tras la oreja y solo apretó el gatillo. El estampido resonó en el bosque, espantando a los pájaros. Encarnación, bañada en sangre, soportaba sobre sí, horrorizada, el cuerpo muerto del violador. 

Iqbal tomó el brazo exánime del forajido y lo corrió hacia un costado; le quitó la alforja con el dinero y observó a la joven, semidesnuda sobre la hierba. La miró con curiosidad, tratando de descubrir que tendría de especial para hacerle perder la vida a Altamirón.  Sí que era bonita y delicada, pero se preguntó si hubiese arriesgado su vida por estar un minuto con ella. Fuese lo que fuese, tenía que acabar con ella allí mismo. Apuntó al rostro y la joven torció la cara en un gesto casi instintivo. Fue entonces cuando me vio; creo que fue la única que percibió mi presencia.

Extendió el brazo hacia mí por un segundo, quizás implorando ayuda, pero no atiné a moverme. Apenas levanté la mano en un gesto que pareció un saludo. Siguió mirándome con pena, resignada ante la muerte que la acechaba. Iqbal levantó el percutor y gatilló dos veces...

Dicen que existe el amor a primera vista. Yo no creo haberme enamorado de ese modo. Pero fue muy rápido de todos modos. Nunca antes la había visto ni escuchado de ella, aunque no hay duda de que ocurrió en ese breve recorrido. En mi caso, puedo decir que me enamoré en setenta y cinco horas y veinte minutos: la conocí un viernes diecisiete de abril de mil novecientos setenta y uno a las quince y diez; y el Lunes diecinueve de abril a las dieciocho horas y treinta minutos sonó el disparo.

Fue justo en ese momento cuando sentí que amaba a esa joven profundamente. Sentí odio, odio hacia Iqbal y los otros asesinos, odio hacia Altamirón y Barrientos, odio hacia mí cobardía, odio hacia Miguel Polain.

Cerré el libro, lo coloqué sobre la mesa, tomé mí máquina de escribir y completé la última frase de la crítica para el periódico: “quizá la peor novela de Miguel Polain acaba de ser galardonada con el premio Palma de Oro”. Doblé la hoja, la introduje en el sobre y la tiré al buzón.

 

Luis Politi,

Del libro “Las Gárgolas”, EdiUns Bahía Blanca, 2018


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