Pichilo
Pichilo
Clap, clap, clap, como un quejido, el golpeteo de latas anunciaba el último giro del pistón. De inmediato, el viento cubrió con una nube de polvo blanco el parabrisas. Antonio oprimió el botón y la escobilla giró exprimiendo un chorrito de agua que formó una pátina barrosa sobre el vidrio. Bajó del auto y levantó resignado el capot, pero una ventolera de arena lo lanzó contra el parabrisas. Un hilo de vapor escapaba del radiador; giró la tapa y un chorro de agua hirviente saltó, escaldándole el brazo. Las ráfagas de polvo le incrustaban esquirlas de arena en el rostro, que se deslizaban luego sobre el torso transpirado. ¿Dónde estoy? pensó. Recordó haber pasado una curva con un cartel, que no pudo leer por la polvareda. Retornó caminando siguiendo la huella de ripio. Sin color y ganado por el óxido y la tierra, apenas dejaba ver la inscripción. “Ri…Col..rado 150 km”. ¡Uf! exclamó. Volvió al auto; el sol le quemaba la piel y le hervía la traspiración. Eran exactamente las doce. Parece que nadie pasará por aquí, se dijo. Encendió un cigarrillo; sacó de la mochila la botella térmica, tomó agua, se mojó la cara y se sentó a la sombra del auto. Con el calor ya le flaqueaban las fuerzas. Los espartillos, llevados por el viento, cobraban vida y lo golpeaban furiosos. ¡Vete, vete de aquí! Parecían decir. Vio que la huella desaparecía perdiéndose en un arenal bajo la nube de arena. Su mente comenzaba a alucinar. De pronto escuchó voces abriéndose paso entre los zumbidos del viento; agachó la cabeza y se mojó la nuca para despejarse. Levantó la vista y los vio emerger entre la borrasca de arena y polvo. Una veintena de aborígenes a caballo lo rodeaban apuntando con sus lanzas y flechas. Se refregó los ojos; las siluetas permanecían inmóviles formando un círculo cerrado. Parecían absortos ante la presencia del extraño. Cuatro de ellos, los más osados, y el que por su indumentaria parecía ser el jefe, se acercaron con temor, agazapados. Les llamaba la atención la botella, la ropa, y por sobre todo el reloj enorme que llevaba en la muñeca. Los otros rodearon al destartalado Citroën apuntándolo con sus lanzas. Parecían buscar algo en él. Antonio se dio cuenta que no comprendían lo que era un auto y para que serviría. El jefe gritó algo que no entendió hasta que comenzaron a espolonearlo con las lanzas. Lo arrearon por el camino adentrándose entre las matas pinchudas. Avanzaron así, trastabillando por el cansancio y la sed que lo vencían. Sentía los empujones y los pinchazos de las lanzas mientras se perdían en esa soledad sin saber adónde iba, ni qué querrían de él.
La senda era estrecha y los espinos le desgarraban la camisa; sólo se escuchaba el viento, el bufar de los caballos y el zumbido de los tábanos que se empecinaban en devorarlo. Tras horas de caminar sin saber adónde, escuchó voces a lo lejos. Las voces se perdían y renacían más intensas hasta que el monte se abrió dejando ver un centenar de toldos. Varias mujeres y niños que corrían gritando en un idioma extraño lo rodearon curiosos. Sin duda les llamaba la atención su vestimenta, estrafalaria para ellos. Más atrás, las mujeres, cobrizas, vestidas con telas largas con franjas blancas, tan grises y deslucidas, como las matas que los rodeaban, observaban calladas la llegada del forastero.
Ya desvanecido, lo arrastraron hasta una carpa donde lo arrojaron a los pies del cacique, Penquén. Cubierto con un poncho y una vincha roja que le sujetaba un pelo grueso y brillante, permanecía sentado. Con ojos entrecerrados pareció ignorar la llegada del cautivo. Más atrás, solitaria, una joven de tez tan blanca como una muñeca de porcelana, se acercó cautelosa y lo observó con detenimiento. De aspecto desgreñado, llevaba una peineta de carey que ajustaba sus mechas enmarañadas. Su belleza emergía bajo un vestido largo y de colores raídos por los vientos secos e inclementes de la Patagonia.
Penquén levantó la cabeza y dijo “aike uimenaiken Roca”. Preso de pánico por no entender lo que decía, Antonio contestó: no sé, no sé, no entiendo lo que dice. El hombre repitió aike uimenaiken Roca, y Antonio meneó otra vez la cabeza sin entender. No sé, insistió. Exasperado, el cacique repitió otra vez la misma frase, luego señaló a la joven y entonces un guerrero empujó a la mujer hacia Antonio. Con voz calma y un fuerte acento español dijo: “El cacique os pregunta hacia dónde iba el General Roca”. ¿Roca?? ¡Roca murió hace tiempo! gritó Antonio. La joven frunció el ceño, lo miró con extrañeza y advirtió: “Pues mira que si mientes te matarán”. ¡No miento! ¿Y tú quién eres? preguntó. Soy Matilda…, y el general pasó por Valcheta hace dos días con su ejército; yo misma los he visto yendo hacia el sur, añadió. Ahora Penquén está reuniendo otras tribus vecinas para despenarlo. Antonio percibió que la joven era una cautiva, como él. Pero, ¿por qué buscarían a Roca después de 2 siglos? ¡Tehuelches! Pensó; ¡son tehuelches! Pero parecían venir de otros tiempos, o quizás no, quizás era él quien se remontaba hacia el pasado. Ahora los aborígenes lo acosaban ¿Dónde está Roca? Repetían, mientras le rasgaban el cuello con sus lanzas y cuchillos. Roca murió en Buenos Aires…, repitió, no importa lo que hagan, Roca está muerto, muerto y enterrado en la Recoleta.
Roca…, murmuró Antonio para sí. Escrudiñó en su memoria tratando vanamente de recordar la historia. ¿Por qué odiaban a Roca aquellos Tehuelches? ¿Qué cosas tan horribles habría hecho para que estos pobres harapientos quisieran matarlo? ¡Ay ay! cuanto lamento no recordar la historia, se quejó. ¿Roca, Roca, qué abusos les hiciste? ¿qué crímenes cometiste?
La joven bajó la cabeza, miró a Penquén y, resignada, le dijo lo que escuchara del recién llegado. Penquén hizo un gesto con la cabeza y enseguida empujaron a Antonio dentro de la choza.
El sol ya desaparecía entre los tamariscos y la llegada de la noche, con sus sombras, le horadaban el alma. Afuera, los murmullos comenzaron a apagarse dando paso a los ruidos esporádicos de algunos pájaros nocturnos. Mientras acomodaba un cuero que serviría de cama, la angustia que lo embargaba, se trasformó de pronto en un llanto ahogado.
Miró la toldería desde la choza, pero ya no había nadie; solo las estrellas perforaban con su brillo el manto oscuro de la noche. Antonio no comprendía como el destino lo había llevado a ese páramo desolado, atrapado y a merced de los nativos. Quizás no eran parte del pasado, sino actuales, pero que, olvidados en esos páramos, quedaron fuera de la civilización. O quizás era él quién retrocediendo en el tiempo llegó a toparse con ese pueblo originario. Quizás, un diminuto, casi imperceptible, desfasaje en las escalas del universo, lo llevaron a dar un pequeño paso atrás para presenciar un pasado ya desaparecido. Después de todo, pensó, cuando vemos las estrellas, percibimos la luz que emitieran hace millones de años y que nos llega como una evocación de su pasado. Lo que vemos ya no es, sino el pasado. Vivimos inmersos en un pasado que ya no existe. Solo nosotros vivimos en ese relámpago fugaz del presente. ¿Y esos hombres que me rodean? Se preguntó ¿En qué pasado quedaron? ¿Qué fractura del universo arrancó esas almas del pasado para unirlas a mi destino? O quizás yo mismo había caído en esa senda que me transportó a un pasado, no tan lejano como el de las estrellas que resplandecían en la noche.
Antonio, de pronto, debía acomodar esa realidad extraña o perecería a manos de los aborígenes.
La lona que cubría la entrada se corrió y Matilda asomó su cara, que, reflejada por la luna, parecía aún más blanca. ¿En verdad, quien sois? Si no eres de aquí ¿De dónde vienes? Preguntó. Eso no importa, contestó Antonio. Y tú ¿de dónde eres tú, por qué estás aquí? Fue hace 5 años cuando el malón cayó sobre el fuerte; mataron a todos, menos a mí. Soy hija del coronel Marcelino Páez; que en paz descanse. Murió en esa tropelía. A mí me atravesaron con una lanza en el pecho, pero aquí estoy, por eso dicen que llevo gualicho en la sangre. Me temen…, agregó. Desde entonces vivo aquí. He venido a deciros que mañana os matarán.
Aunque tendría que aterrarlo, la noticia de su muerte inminente, en un pasado que era ahora su presente, irrumpió en Antonio como una calma extraña. En silencio se sentaron juntos en la tienda; permanecieron mirándose a los ojos buscando respuestas que no existían.
Antonio percibió la tristeza en esos ojos negros de malagueña. Sintió pena por ella. Matilda suspiró, apoyó luego su rostro suave sobre la mejilla de Antonio, lo abrazó con fuerza contra el pecho y, cuando el pasado de Matilda y el presente de Antonio se cruzaron en ese instante efímero, sus almas se fundieron para siempre…
Con las primeras luces retornaron los niños con su algarabía. Afuera, una enorme fogata anunciaba las horas finales de Antonio. Dos de los guerreros irrumpieron en la choza. Matilda cerró los ojos mientras arrastraban a Antonio hacia la hoguera. Éste miró con horror los que parecían ser los últimos instantes de su vida. Aun así, las caras curtidas de esos pobres desgraciados que en pocos años perderían todo por la barbarie contradictoria del progreso, le dieron pena.
Las mujeres que miraban la escena parecían no inmutarse, y los niños, excitados, bailaban mientras Antonio avanzaba hacia su fin. Sintió el calor quemándole la piel, miró hacia atrás por última vez y vio de pronto como las caras impávidas comenzaban a esfumarse con el viento; las figuras cada vez más borrosas, se esparcían como destellos en el aire. Matilda se acercó a Antonio, lo tomó de las manos y con voz tranquila, mientras se desvanecía, alcanzó a decirle: “adiós, nos veremos otra vez”. El fuego se disipó y con él, Matilda y los tehuelches; solo el viento siguió inmutable acariciando las ramas y balanceando sus pinchos. Cuando miró a su alrededor, ya no había nadie; estaba solo, totalmente solo.
El sol de noviembre ya comenzaba a calentar los espartillares cuando emprendió el camino de regreso por entre las matas. Dos guanacos asomaron temerosos entre los piquillines, pero desaparecieron de inmediato; una bandada de cigüeñas volaba graznando hacia el norte; se preguntó adónde irían y a qué segmento del espacio-tiempo pertenecían. Nunca lo sabría….
Cuando alcanzó el camino de ripio, el reloj marcaba exactamente las 12, siguió la curva por donde había abandonado el auto y de pronto ¡allí estaba! El Citroën…, tal como lo dejara, con su parabrisas cubierto de barro todavía húmedo... Subió al auto, giró la llave y arrancó. Dio una vuelta en U y volvió entonces por donde había venido.
El regreso a Buenos Aires se hizo eterno; los pocos camiones que cruzaba en la ruta, balanceaban el auto como una mecedora. No había sido un buen viaje y las cosas tampoco andaban bien en el país.
Ya era de noche cuando cruzó la General Paz. Apresuró la marcha para llegar temprano a lo de sus abuelos. Cuando giró en Triunvirato, sorprendido, vio un semáforo que reemplazaba a la garita del policía. Avanzó unos metros y allí, en la esquina, un edificio, cubierto de vidrios azulados y de aceros relucientes, con luces fluorescentes sobre marquesinas de mármol, ocupaba el lugar del chalet de los abuelos. No había nadie en la calle. Extrañado, estacionó el auto y se inclinó hacia el parabrisas intentando ver cuán alto era el rascacielos. Aturdido, se desplomó en el asiento, cerró los ojos y se desvaneció. Uno, dos, quizás tres, quizás diez minutos pasaron hasta que abrió los ojos. El chalet estaba ahora nuevamente en su lugar, tal cual lo viera al partir. El desfasaje del tiempo se ajustaba de nuevo.
Antonio abrió la puerta y entró con miedo. ¡Hola! ¿Hay alguien en casa? Gritó. ¿Por qué tanto grito? Se escuchó la voz de la abuela mientras bajaba por la escalera apretando su eterno tazón de té. Hoy estás raro Pichilo, ¿qué te pasa? Dijo la abuela. Antonio odiaba que a los 40 todavía le dijesen Pichilo, pero esa vez se sintió feliz.
¡Ja!! ¡Pichilo! ..., murmuró. ¡Pichilo! Pichilo! Repitió y de pronto se quedó dormido…
Quique Politi, 20 de diciembre del 2023.
PD: gracias a Norita que me acompañó en ese viaje al pasado
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