La espada y la flecha
La espada y la flecha
Caminamos hacia el acantilado por entre los médanos.
El viento dispersaba la arena y descubría las piedras que, arrolladas por las
olas durante milenios, lucían redondas y brillantes. Raquel no ocultaba su
fastidio por la arena que volaba por doquier y se le metía entre las medias. Ya
nos volvíamos cuando una ráfaga movió el arenal descubriendo miles de flechas
entre las piedras partidas. Miré hacia el piso y justo bajo mi bota, asomaba una
flecha enorme y lustrosa. Yacía intacta y, junto a ella, emergía con colores
vistosos, un collar de caracolas.
Tomé la flecha y la observé con atención; parecía
tallada con esmero. Me arrodillé y seguí revolviendo la arena hasta que mis
dedos se toparon con un trozo de metal. Lo desenterré con cuidado quitándole la
arena y arcilla pegadas y apareció entonces una espada, larga y oxidada.
Conservaba aun su empuñadura que parecía haber sido labrada por un orfebre. Me pregunté por qué estarían reunidos en ese páramo
remoto, la espada, el collar y la flecha. En cuclillas seguí escarbando; el viento barría
la arena, que al moverse elevaba un murmullo apenas perceptible. Parecía un
canto lejano que se perdía y regresaba con cada golpe de viento. Arrimé la
cabeza al suelo y quedé inmóvil por un momento. “Terque teeen” creí escuchar.
Parecía la melodía de una muchacha, cada vez más nítida. De pronto, el viento
formó un remolino agitando las dunas amarillas y levantando una polvareda que
me nubló la vista; el torbellino me mareó; sentí que me perdía. Otra vez
escuché el plañir de la joven, y otra vez el viento arrastró su melodía hacia las
olas estruendosas de la costa. “Maiiiiiii, terque teem…, terque teem”, sonó
cadencioso el canto en la planicie.
Qaitén levantó la piedra y la descargó con fuerza
sobre un guijarro acomodado sobre el pedregal. Las esquirlas volaron y emergió una
flecha oscura, de aristas afiladas, grande como una daga, brillante y perfecta.
“Nada mal para una niña de once años”, pensó. Alisó la tierra, barrió con la
mano los restos de piedras esparcidas en el picadero y acomodó orgullosa la
flecha junto a otras tres, tan perfectas como la que acababa de tallar.
El viento del verano lanzaba sus ráfagas de
arena candente, incrustándolas en su rostro como una lluvia de espinas. De a
poco, el sol se instaló sobre ella arrebatándole la sombra y las gotas de sudor
que emergían de su piel cobriza. Qaitén buscó el cactus que traía en su alforja,
separó con cuidado la flor escarlata y las espinas que lo cubrían y mordió el tallo para absorber
los vestigios de agua que aun encerraban sus tejidos.
La sed la
abrumaba y el viento seco del norte, cada vez más violento, castigaba su rostro
con el pelo. Se preguntó por qué Aucán,
su padre, y su madre, con
sus tres hermanos no habían regresado aún. Durante la mañana había visto muy cerca
una manada de guanacos pastando, indiferente a los golpes de las piedras. No
debían haber ido muy lejos a cazar, y, sin embargo, aún no volvían.
Oteó a su alrededor buscando en vano en el
horizonte plano e infinito de la Patagonia. Se sentó luego ansiando escuchar el
grito triunfal de Aucán acarreando un guanaco o un charito, pero solo el
golpeteo de la arena y el susurro del viento respondieron.
De pronto, una bandada de loros se elevó desde
las barrancas irrumpiendo en el desierto con sus graznidos desordenados. Qaitén
giró hacia el mar y fue entonces que divisó el bajel. Enorme y majestuoso, con
sus velas desplegadas cual alas enormes, avanzaba hacia la costa. Recordó la
leyenda del Valichú, el demonio, que disfrazado de ave marina volvería a matar
a su tribu y al dios El Lal. No había dudas; el espolón de proa era el pico y las
velas blancas que flotaban en el mar eran las alas del Valichú.
El barco dio un giro y se detuvo. Cuatro chalupas
cayeron desde la cubierta. Los remos golpearon
las olas y veinte hombres armados con arcabuces, pistolas y machetes enfilaron
los botes hacia la costa.
Recluida en las playas, la pequeña familia de
Qaitén había permanecido aislada, ajena a las otras tribus que poblaban las
planicies y a las batidas de rufianes que empezaban a asolar esas tierras
cazando indígenas. Los atrapaban para venderlos a los hacendados para las
vaquerías. El barco recalaba en algún lugar de la costa, bajaban los forajidos
armados, rastrillaban la zona tomando a los cautivos de cuanta toldería encontraban
y se reencontraban con el navío unas leguas más adelante. A los más viejos y
belicosos solían despenarlos ahí mismo; a los demás los engrillaban con cadenas
y los embarcaban como esclavos.
Ya en la playa, los marineros subieron por el
cañadón, armaron una carpa junto al acantilado y se acomodaron esperando a la expedición
con los cautivos.
Qaitén se tiró sobre el pedregal, intentando
ocultarse tras las matas achaparradas. Los hombres, armados hasta los dientes y
calzados, con botas, cascos, pañuelos de colores y ropajes, para ella
estrafalarios, se acercaron vociferando en una lengua que jamás había
escuchado.
Pasaron las horas; el viento tórrido de la
tarde ya había arrasado sus reservas de agua y ahora la sed se hacía
insoportable. A lo lejos se escuchó de pronto una algarabía. Rodeados de
piratas, tres familias enteras, hombres, mujeres y niños, eran traídos a
empellones al improvisado campamento. Qaitén
reconoció a su familia entre los cautivos. Al verlos corrió a abrazar a su padre,
pero uno de los guardianes le asestó un culatazo en el rostro con el arcabuz. El
golpe le arrancó un diente y el collar que le regalara su madre. Qaitén cayó de bruces. Intentó levantar la mirada,
pero las ráfagas de arena enredaron sus cabellos ensangrentados sobre la
frente. Raudo, Aucán pegó un salto zafando de sus secuestradores para abalanzarse
sobre el cuello del agresor. Fue un segundo apenas; una espada lo atravesó, ante
el espanto de aquellos inocentes. Qaitén, tambaleando, recogió la daga de
piedra que había tallado, se acercó hacia el bandido y de un golpe certero le
cortó la garganta. Los marineros la rodearon de inmediato. Uno de ellos le apuntó
con su revolver en la frente, pero el capitán De la Serna gritó: “no la maten, estaquéenla”.
Estaqueada bajo el sol, sedienta, inmóvil e indefensa, perdió el conocimiento.
La conquista del desierto había comenzado...
A la rastra, llevaron a Qaitén hasta el bote. En
cuanto vio a su madre se aferró a ella llorando, pero una vez en el navío la
arrancaron de sus brazos y, atada como estaba, la encerraron en la bodega. Con
el balanceo incesante de la fragata, rodeada de olores fétidos y de las ratas
que merodeaban el recinto en penumbra, permaneció uno, dos, quizás tres días. De
a ratos escuchaba el fragor de las olas golpeando el casco de la embarcación,
los ayes de dolor de los cautivos y los gritos extraños de los marineros.
El barco finalmente se detuvo. Escuchó las
pisadas apuradas retumbando en la cubierta del buque y la algarabía del puerto.
Uno de los forajidos abrió la escotilla y la arrastró, exangüe, hasta la
cubierta. La luz del día la enceguecía, todo era extraño y atemorizante. Vio a
los cautivos agolpados y a sus captores desgarrando despiadados a las familias.
Los hombres salieron primero; luego, en medio de un clamor de llantos y ruegos
desesperados, arrancaron, a empujones y latigazos, a los niños de los brazos de
sus madres. Por la pasarela vio descender a su madre y a sus hermanos; todos
encadenados al cuello con grilletes. Gritó desesperada, pero con el ajetreo del
desembarco no la escucharon.
Nunca más supo de su madre. Al hermano menor lo
destinaron a una cantera del norte a picar piedras y a los otros dos los
vendieron como esclavos a un estanciero para desjarretar la hacienda y alisar el
cuero. Llevados de a pie, solo Kankel, sobrevivió, el otro murió de cansancio
en el camino.
A Qaitén la llevaron a una estancia al sur del
rio Salado. Allí el patrón, Don Francisco de Villagra, un acaudalado español,
según consta en el registro de los Jesuitas, la renombró Tomasa y la destinó a
las tareas de la casa bajo la férula de su esposa, Doña Remedios, y del capataz,
un mulato que la corría a latigazos cuando se retrasaba lavando la ropa en el
arroyo, o acarreando leña.
Un día, ya adolescente, el mismo Villagra la
arrinconó en el granero, le arrancó las ropas y, brutalmente, la embarazó. Fue por
ese entonces cuando conoció a María, una negra que Don Villagra comprara a un
estanciero vecino, don García del Tamayo.
Con María hicieron buenas migas desde el
principio; se ayudaban en todo y cuando podían, escapaban al arroyo a comer
tortas fritas robadas de la cocina. Una tarde, Tomasa le contó su historia y el
destino de sus hermanos. María recordó que, en la estancia de Tamayo, uno de
los sirvientes era un tehuelche y, según ella, pergeñaba secretamente un
levantamiento. María descreía que el indio pudiese organizar una revuelta, pero
para Tomasa, no cabían dudas: solo podía ser Kankel.
Los meses pasaron; a Tomasa, con la panza ahora
evidente, las tareas le resultaban cada vez más pesadas. Una noche de verano, salió
del galpón donde dormía y se sentó sobre el fresco de la hierba recordando su
toldería. La luna aparecía esplendorosa, alumbrando todo a su alrededor. No podía
ser la misma luna que admiraba en su niñez. Envuelta en sus recuerdos se quedó
dormida al tiempo que dos lágrimas rodaron brillantes iluminando su rostro.
Despertó sobresaltada cuando ya un fulgor
rojizo anunciaba el amanecer. Las voces triunfales de su padre cuando volvía de
caza resonaban en el recuerdo de su sueño. Abrió los ojos; los gritos
permanecían, vívidos. Se tomó la cabeza con las manos y aun así los gritos persistieron,
pero ahora, se sumó también el repiquetear de una tropilla en la llanura. “¡Malón!,
¡malón!”, estalló un grito, alertando a los perros y despertando a la paisanada,
que de inmediato corrió hacia las armas. Para cuando cargaron los arcabuces, ya
era tarde. Kankel, a caballo junto a otros cincuenta indios, varios mestizos y
también algunos mulatos, atravesaban con sus lanzas y machetes a todo aquel que
se les cruzaba. Villagra se refugió con otros paisanos en la casona, Desde la
ventana, con tiros certeros, repelía el ataque bajando uno a uno a los indios. Percatado
de ello, Kankel entró a la cocina, tomó una antorcha y la tiró al techo de la
casona. En pocos minutos todo fue un infierno. Villagra salió al patio y se
parapetó junto al aljibe, donde siguió disparando su pistola a mansalva.
Malherido, uno de los indios se arrastró silencioso hasta él y con una daga le
rebanó la cabeza, que cayó al fondo de la cisterna.
Qaitén, absorta e inmóvil en medio del fragor
de la lucha, miraba el dantesco panorama. De pronto, en medio de la confusión
de gritos, ladridos y disparos enloquecidos, apareció María, montada en el
caballo de Villagra. Tomó a Qaitén del brazo y la montó en las ancas.
Con la estancia en llamas y los muertos
desparramados por doquier, Kankel ordenó la retirada. En un segundo se
agolparon junto a la tranquera y, tan rápido como habían venido, partieron como
una tromba hacia el sur.
Luego de varias horas a pleno galope, Qaitén
sintió que un calor húmedo se deslizaba entre sus piernas. “¡Sangre!”, pensó y
se apretó la panza tratando de retener al bebe que pugnaba por sobrevivir pese
a los sacudones de la carrera.
Dos días duró la travesía hasta que alcanzaron
el rio Quequén. Lejos de los huincas, instalaron las tolderías y se asentaron
allí. María se adaptó a la vida de esos indios y al poco tiempo ayudó a Qaitén a
parir al bebe, que había logrado resistir las desventuras de su madre. Lo llamaron
Chujmal. Cuando creció, por su inteligencia y habilidades, que no eran pocas,
se ganó el respeto de la tribu. Con el tiempo Chujmal reunió ochocientos
tehuelches que asolaron las pampas por ese entonces. Pero esa es otra historia…
El viento calmó y el calor se hizo
insoportable. Todavía en cuclillas, inmerso y atrapado por la magia del Valichú,
me aferré con fuerza a la flecha, la espada y el collar. “Tehuelches, ¿qué fue
de ellos?”, pensé. Raquel se arrodilló a mi lado y, con dulzura, uno a uno, me
fue quitando los tres objetos de entre las manos. “Estas cosas son de aquí”,
dijo, “sus historias, cualesquiera sean, se quedan aquí”. Depositó luego los
tres objetos en el piso, en el mismo lugar donde habían permanecido por 300
años y los cubrió de arena.
Nos alejamos rápido caminando hacia la huella
que nos llevaría de vuelta. Yo miré hacia atrás por última vez y murmuré por lo
bajo: “Qaitén; Qaitén, ¿qué fue de ella?”. “Queeé?”, dijo Raquel, sin entender.
Luis Politi, 27 de mayo del 2021
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