Un puma en la marea

 

Un puma en la marea

Es por allí, dijo el hombre, levantado su brazo en una dirección indefinida hacia el mar. Siga la huella, el camino se abre varias veces, pero el faro junto a la playa se ve de lejos, no se puede perder. Ey, ¡no hay nada allí! ¿a qué va? Montero lo miró fijo, apenas hizo un gesto a modo de saludo, dio un giro violento al volante y arrancó derrapando por el sendero arenoso. ¡Cuando llegue a la playa vuelva enseguida, no se quede ahí! Alcanzó a decir el paisano, ¡no se quede ahí!, repitió a viva voz. El baqueano lo siguió con la vista meneando la cabeza hasta que el vehículo se perdió en el monte achaparrado.  

El barullo despertó a Noelia que, acostada en el asiento trasero, se incorporó para espiar la causa del alboroto ¿Por qué dijo que volviéramos pronto? Preguntó, inclinándose sobre el hombro de Montero. Debe ser por los jabalíes, o los pumas, había un cartel en la ruta, pero no hay que preocuparse, dijo dándole palmaditas a la pistola 45.  El rugido del auto retumbó entre la maraña de arbustos pinchudos, dejando una nube polvorienta a su paso. En cada curva, el hombre manoteaba un bolso que se empecinaba en rodar hacia la puerta. Miró su reloj, debían llegar al faro antes de la caída del sol y buscar el lugar donde debían esperar el yate que los levantaría durante la noche. La maniobra parecía perfecta. La “carga” como la llamaban los maleantes, viajaba segura por la ruta hasta el lugar del encuentro en la costa. Los escasos puestos policiales, ajenos a la maniobra y frente a un auto desvencijado, solo se interesarían por los documentos en regla del vehículo. La otra parte de la operación se montaba desde el mar. Un yate lujoso saldría “limpio” del puerto y se detendría cerca del faro. Desde allí le enviarían señales a Montero con un reflector; luego, con una lancha, levantarían a la pareja con la mercancía rumbo a Europa.

Las curvas cerradas con el monte de tamariscos formando una cerca alta y espesa, desorientaban a Montero. Segunda, tercera, y otra vez segunda acelerando a fondo; los continuos cambios de marcha con sus aceleradas y rebajes hacían chirriar los engranajes. El calor intenso arrancaba una transpiración profusa de la cara de Montero. Las gotas, reflejadas como perlas brillantes en la barba oscura del forajido, se deslizaban por el cuello cayendo sobre el volante, ahora cubierto de un barro tenue, mezcla de sudor y arena.

Noelia se mantenía alerta ante las sacudidas abruptas del auto; a cada cimbronazo trataba de acomodar su camisa y alisaba infructuosamente su pollera. Apenas unas horas antes había conocido a Montero en un tugurio del puerto donde sobrevivía gracias a las copas y algunas extras que negociaba con los marineros a cambio de favores inocentes: quizás un beso, o una mano atrevida entre sus faldas. Cuando éste le propuso una vida en Europa, no le importaron la diferencia de edades ni las desventuras a las que, de seguro, se enfrentaría; tomó sus escasas pertenencias, cargó un bolso y saltó al auto. ¡Vas atrás! le ordenó Montero, adelante llevo el bolso y no quiero que molestes en caso que tenga que usar la pistola. La mañana aun no alcanzaba a abrirse paso cuando el hombre encendió el vehículo. Todavía embotado por el alcohol, dio marcha atrás despedazando un cartel de luces rutilantes que rezaba: “Las Vegas”. 

Llevaban ya dos horas desde el encuentro con el aparcero. A toda velocidad, Montero maniobraba bruscamente hacia un lado y hacia el otro, una y otra vez. A veces, la huella, que parecía no tener fin, se estrechaba tanto que las ramas espinosas rechinaban sobre la carrocería. Pero el gaucho estaba en lo cierto, de tanto en tanto, se abría un claro en el camino dejando ver el faro a lo lejos.

El sol ya se perdía entre los tamariscos cuando el auto trepó una loma empinada, y, en su descenso, se precipitó hacia donde una curva abría su trampa. Montero hizo lo que pudo, pero la fortuna a veces es esquiva, y los dos guanacos asustados no ayudaron… El auto se estrelló contra un tronco que emergía de entre las ramas, levantando una lluvia de arena y de vapor que escapaba a presión del radiador.

Enterrado en la arena sobre un costado, y atrapado en el matorral escabroso, las puertas no se abrían. A los empujones, magullada y golpeada, Noelia rompió un vidrio, se deslizó por la ventana y una vez afuera, ayudó a Montero. Pusieron los dos bolsos junto al auto; Noelia intentó sentarse, pero Montero miró su reloj, se calzó la pistola bajo el cinto y sacudiéndose la tierra y el sudor ordenó: ¡Sigamos! ¡Tenemos que llegar a la playa! Caminaron en silencio siguiendo la senda. La vegetación pinchuda se cerraba sobre sus cabezas impidiendo ver dónde estaban y hacia dónde iban. Montero iba adelante marcando el ritmo a pasos firmes. Atrás, la joven arrastraba los pies y se tropezaba por el cansancio. De pronto se detuvo y preguntó a viva voz: ¿Y qué pasa si nos sale el puma?  Olvídate del puma, si aparece, de seguro le encajo dos tiros con la 45, ¡Sigamos! Noelia, sin convencerse, hizo un gesto de desaprobación y continuaron en silencio. Siguieron hasta que el monte por fin se abrió hacia una llanura ondulante, cubierta de hierbas, que se prolongaba un par de kilómetros, hundiéndose en el mar. Caminaron hacia la playa, subieron un montículo; Montero se detuvo: “Aquí podemos aguardar, hay pasto y desde esta la loma, podemos ver el faro y el barco, cuando aparezca”.

En esa vasta llanura, como un ariete, se abría paso hacia el mar una escollera. En su extremo, el faro imponente desafiaba las olas que rompían atronadoras sobre las rocas. Noelia permanecía absorta mirando la playa. ¡Mirá estos pastos, viven bajo el agua! Dijo sorprendida. ¿Sííí? ¿Y eso qué? ¡una pavada…! Contestó el hombre con fastidio, en su desconocimiento de las marismas. “Nada, es solo que me llamó la atención; solo eso…”, acotó Noelia avergonzada. Siguió un silencio incómodo y luego agregó: “tengo hambre…, y sed...” Montero le alcanzó una botella con agua. Cuidala y aguantá un rato, en cuanto se haga de noche vendrá un barco a buscarnos.

Las sombras fueron ocultando la playa y, de a poco, las estrellas, con su esplendor se adueñaron del cielo hasta que una luna roja y enorme emergió en el horizonte, copando la noche.  

Con la vista fija hacia el mar, Montero, no dejaba de espiar su reloj. A su lado, Noelia, olvidando la situación en la que se encontraban, admiraba la noche estrellada. Pasaron las horas y cuando la impaciencia comenzaba a ganarle al ánimo a Montero, la figura de una embarcación se recortó sobre las olas. El yate avanzaba veloz hacia la costa; dio un giro; se detuvo y enseguida enviaron las señales luminosas que anunciaban su llegada. Montero tomó la baliza, caminó hacia la parte más alta de la loma, y cuando se aprestaba a encenderla, otro barco apareció junto a la popa del yate. La luz violeta girando sobre la cabina de mando, y el biup biup, biup, sonando estridente, alteraron los planes, para mal. Un reflector iluminó la escena y la orden del capitán resonó fuerte, ganándole al fragor del oleaje. ¡Atención! ¡Es la prefectura; detengan la nave e identifíquense! ¡Apaguen los motores y esperen el abordaje para la inspección!

Siguió un momento tenso. El yate pareció detener sus máquinas por un instante, pero de pronto, dio un giro abrupto y, a toda velocidad, se abrió paso hacia el mar abierto. El guardacostas efectuó un disparo que resplandeció sobre las olas tronando como un relámpago, pero sin impactar sobre su blanco. El yate aceleró más y entonces, otro disparo, sin acertar, volvió a estremecer al océano. Veloz, el barco tomó distancia del guardacostas. El ruido de los motores se fue confundiendo con el de las olas que rompían sobre la bahía, hasta que las naves, fundidas en un punto lejano, se perdieron en el borde difuso del mar.

Montero y Noelia observaban absortos la escena desde la costa. Ahora solo se escuchaban las rompientes entre las rocas y el graznido de algunas gaviotas, que, alteradas por el incidente, volaban en círculos sobre la playa.   

Abandonados en ese páramo desolado, sin el auto, sin provisiones y desconcertados, miraban hacia el mar con la vana esperanza de que la flecha del destino alterara su rumbo. Las estrellas perforando el firmamento y la luna reflejándose nítida sobre la inmensidad del mar, contrastaban su esplendor con el drama de la pareja. “No volverán”, murmuró Montero resignado. “Regresemos a la loma, pasaremos la noche sobre la hierba y cuando amanezca caminaremos hasta la ruta”. No tenemos agua, acotó Noelia con desazón. Por eso saldremos de madrugada, dijo Montero, antes que el sol nos calcine estaremos en la autopista.  

Retornaron hacia la pequeña lomada que ocuparan al llegar. Dormiremos acá, más atrás está el monte, hay pumas y jabalíes por allí. Con una lona, armaron un lecho sobre los pastos y se acomodaron para pasar la noche. Noelia suspiró; de pronto, casi sin pensarlo, en un arrebato inconsciente, había cambiado el rumbo de su vida gris por una aventura incierta con un malhechor desconocido. Y, aun así, no se arrepentía de ello. Ahora, por primera vez en su vida, se detenía extasiada a admirar el firmamento…

En la taberna, fue por lujuria que Montero la invitó a seguirlo. El viaje largo y la acompañante bella, hacían una combinación peligrosa para la joven. Parecía inevitable que, en algún lugar, el maleante se detendría y saltaría sobre ella. La idea se frustró ante el afán de llegar cuanto antes al lugar del encuentro. Pero ahora, en la noche, a su merced, tendida e indefensa, no atinó más que a contemplarla con ternura. Lejos de violentarla, la apretó contra su pecho. Noelia se abrazó a Montero y cerró los ojos.

Hacía rato que las sombras avanzaban sobre esa soledad inmensa. Cada tanto, el graznido de algún ave nocturna los alertaba. Desde el monte llegó un rugido lejano...  La pareja se sobresaltó. Ahora, el gruñido se escuchaba cada vez más próximo. Montero encendió la baliza y acomodó rápido una de las balas en la recámara. Noelia se apretó junto a él. La luz lo va a espantar; dijo el hombre; si se acerca le acomodo dos tiros entre los ojos, eso seguro. Agazapados sobre la lona, ambos se mantuvieron en alerta tratando de percibir entre las sombras la silueta del animal. Quizás por temor a la luz, o a los humanos, los rugidos cesaron. La pareja permaneció inmóvil hasta que, vencidos por el cansancio, primero Noelia y enseguida Montero, cayeron en un sueño profundo.

¡Splash! ¡Splash!, dos latigazos fríos golpearon en los pies de Montero que se incorporó de un salto despertando a Noelia. ¿Pero qué mierda...? ¡agua! ¡es agua!, repitió sorprendido. De pie y sin comprender, escrudiñaban en la noche buscando una salida. ¡Estamos rodeados por el mar!, exclamó Noelia. La marea subía rápida e implacable transformando la lomada en una isla ya casi sumergida. Recién entonces se percataron de cuán lejos estaban del monte de arbustos. Corrieron chapoteando sobre el agua tratando de alcanzar los matorrales, pero a medida que avanzaban se hundían más y más. Noelia se acordó de la advertencia del baqueano cuando tropezó con un cartel donde se leía: “Peligro, zona de marismas, mareas de 7 metros de altura”

¡Nademos! Dijo Montero mientras intentaba quitarse la chaqueta y los pantalones, que, empapados, le pesaban toneladas. Las brazadas desesperadas de Noelia hacia ningún lado anunciaban la catástrofe. Montero la sujetó de un brazo, sosteniéndola como pudo. Así abrazados, permanecieron flotando mientras el mar los arrastraba hacia las rompientes de las olas sobre las rocas afiladas junto al faro. Los cuerpos se hundían para emerger mucho más lejos. “¡Trata de flotar!” gritaba Montero; “trata de…, flotar…, flotar”, se escuchaban esporádicos los gritos desesperados mientras sus brazos se agitaban intentado ganarle la batalla al mar.

Iluminadas por el resplandor de la mañana, las olas, indiferentes a la tragedia de la noche anterior, rompían estrepitosas sobre la arena. Uno, dos, tres segundos de calma y otra ola volvía a estrellarse entre las piedras. Tirado entre las rocas, con su brazo aun sujetando a Noelia, Montero abrió los ojos recuperando la conciencia. Se arrodilló consternado junto a ella, le apretó el torso y con su boca intentó reanimarla dándole bocanadas de aire: una, dos… cien bocanadas… Finalmente, un ronquido prolongado anunció que la chica volvía a la vida.  

Sin cruzar palabras, exhaustos, permanecieron sentados contemplando el mar. Cientos de paquetitos blancos, cual ladrillos flotantes, eran arrastrados al ritmo del oleaje. Golpeando sobre los peñascos, iban tiñendo las olas con manchas blanquecinas. Más atrás, como un testigo mudo, el bolso vacío flotaba a la deriva.

Noelia se arrimó a su salvador, se apretó contra su pecho y lo besó enamorada. ¡Volvamos!, dijo sonriente, antes de que suba la marea...

 

Luis Politi, 29 de noviembre del 2022

Comentarios

Entradas populares de este blog

LA GUERRA GRANDE DE CORRALES

Pichilo

Antonia y las ostras