CAPITULO 1: LA HUMANIDAD, ENTRE LA CONQUISTA DEL ESPACIO Y EL DESPEÑADERO
LA
HUMANIDAD, ENTRE LA CONQUISTA DEL ESPACIO Y EL DESPEÑADERO
Hace unos 7 a 10 millones de años,
nuestros antepasados los homínidos se separaron de nuestro primo lejano, el
orangután y, más tarde, de otros más cercanos, el gorila y el chimpancé; en ese
transcurso evolucionaron hasta llegar a nuestra especie, el Homo sapiens, unos
300.000 años atrás.
Sin los recursos tecnológicos que
poseemos hoy; sin vehículos ni armas sofisticadas, impulsados quizás por
cambios ambientales desfavorables, se lanzaron hace 50 o 60.000 años, a la
búsqueda de una “tierra prometida” desafiando las adversidades del clima, los
ambientes desconocidos, el hambre, las pestes y el frio, y afrontando la
posibilidad cierta de su extinción.
Apoyados por cambios claves, como el
desarrollo del cerebro, el lenguaje, la posición erguida y la estructura de las
manos, antepasados de los Homo sapiens,
originalmente denominados cromañones, alcanzaron Europa desde África sorteando
dificultades inmensas.
El cruce a Europa fue una catástrofe en
la cual miles de ellos sucumbieron (1). Muchas variantes genéticas
se perdieron y otras aumentaron su frecuencia aleatoriamente entrando en una
deriva genética que llevó a nuestra especie al borde de la extinción. Entre
otros, más de 80 genes relacionados con el olfato y la quimio recepción fueron
eliminados del linaje humano (1, 2). Aun así, nuestra especie se
recuperó y se esparció, conquistando todos los rincones del planeta y
sobreviviendo prácticamente a todos los climas y condiciones.
Una vez en Europa, los sapiens se
encontraron con otras dos poblaciones, los neandertales (Homo neanderthalensis) y los devonianos, los cuales ya habían
migrado unos 200.000 años antes a Europa y Asia. Con ellos convivieron y se
cruzaron durante al menos 10.000 años, contribuyendo así a la estructura actual
del Homo sapiens. Respecto de las
otras dos variantes humanas, el grupo de Pääbo (3) constató que hubo
un flujo genético hacia nuestra especie actual, de modo que parte de sus genes
los conservamos insertos en nuestro genoma. Sabemos ahora que, en las personas
de ascendencia europea o asiática, un 1% a un 4% de su genoma proviene de los
neandertales (4). En base a los hallazgos arqueológicos se
estableció que sus cerebros, en promedio, eran un tanto más grandes que los
nuestros y quizás más inteligentes. No está claro si nos los comimos, o
desaparecieron por otras causas, pero lo cierto es que de las tres poblaciones
humanas solo quedó una, la nuestra.
Los humanos de hace 40.000 años no eran
de ningún modo inferiores, o menos inteligentes que nuestros congéneres
actuales. Pocos de nosotros sabemos, como sabían ellos, encender una fogata si
carecemos de fósforos, cazar un animal con una trampera, o defendernos de
animales salvajes. Podemos ahora manipular un celular, una computadora, un
auto, o un televisor, pero si viajásemos en el tiempo hacia los orígenes de la
humanidad llevándonos estos aparatos y se nos rompiesen, probablemente no
sabríamos cómo repararlos. A la inversa, si transportásemos en el tiempo hasta
nuestros días a un bebé de nuestros antepasados de hace 40.000 años y lo criásemos
en una familia de alguna ciudad del mundo, es probable que creciera de una
forma indistinguible a la de otros chicos de la zona; posiblemente manejaría el
celular mejor que muchos adultos actuales, jugaría, haría deportes, aprendería
y se desempeñaría en la escuela como sus congéneres.
Tanto para nuestros ancestros como para
nosotros en la actualidad, la inteligencia resultó clave para resolver
problemas. La transmisión de conocimientos de generación en generación, fue y
es, sin duda, uno de los baluartes para el progreso de la humanidad. La
adquisición del lenguaje primero y de la escritura, más recientemente,
permitieron elaborar estrategias, compartir conocimientos y experiencias y
transmitirlos a las nuevas generaciones. Según Pääbo, el éxito de los sapiens
se debió en parte, a poseer una organización social relativamente compleja.
Además, de entre las múltiples capacidades, la solidaridad y el altruismo
redundaron en beneficios a largo plazo. Existen evidencias de que los humanos
heridos eran transportados por sus congéneres. Transportar a un herido podría,
indudablemente tener un valor afectivo, pero también, redundaría más tarde, en
contar con alguien capaz de realizar tareas de apoyo como mantener el fuego o
cuidar los niños.
La plasticidad de nuestra especie es
extraordinaria; podemos adaptarnos rápida y eficazmente a las modificaciones y
condiciones, muchas veces severas, que nos imponen los ambientes. A diferencia
de otras especies donde las habilidades, tareas y hábitos de todo tipo,
incluyendo los reproductivos, están en muchos casos determinados genéticamente,
los hábitos que nos rigen a diario son, en buena medida, culturales y, por
ende, modificables, lo que nos hace resilientes a los cambios constantes de
nuestro entorno (5).
La estructura social y los
comportamientos de las sociedades humanas de hace 500 años son diferentes a los
actuales. Ciertas conductas arraigadas en nuestra cultura, como la
discriminación, el machismo o la violencia, que deberían ser modificadas ya, lo
hacen con una parsimonia que nos parece exasperante. Si miramos un film de hace
50 años, veremos muchos patrones de conductas diferentes a las actuales, varios
de ellos reprobables y, obviamente, nos quejamos porque evolucionan a un paso
demasiado lento. Sin embargo, debemos reconocer que los cambios ocurridos han
sido vertiginosos considerados en los tiempos evolutivos. Para muchos animales,
la modificación de una conducta puede tomar cientos de miles de años, porque se
requieren mutaciones genéticas y que éstas sean apropiadas para enfrentar las
nuevas condiciones. Las especies que no han modificado a tiempo sus
características fenotípicas o comportamientos, se extinguieron. Pensar que algo
requiera 50 o 500 años para ser modificado nos da pavor, pero si consideramos
los tiempos evolutivos, quinientos, mil, o diez mil años, resultan
insignificantes; claro que no lo son para cada uno de nosotros, pero sí para
nuestra especie en el contexto de los casi cinco mil millones de años de la
historia de nuestro planeta.
En los últimos 50.000 años hemos
sobrevivido con éxito y alcanzado límites y progresos inimaginables hace 500
años, o quizás imaginables solo por unos pocos, como Leonardo Da Vinci u otros.
La revolución industrial, iniciada hace 300 años, y las mejoras en la agricultura,
la economía y los avances tecnológicos, han generado un salto enorme que
contribuyó al progreso de la humanidad. En los últimos 50 o 100 años, la
multiplicación de estos avances en la salud, la ciencia, la tecnología, y en
otros campos mucho más nuevos y dramáticos, como la inteligencia artificial,
han sido tan drásticos, que los avances con los que contamos hoy, hacen difícil
creer que hace poco vivíamos sin siquiera pensar en ellos. Sin ir mucho más
atrás en el tiempo, en 1970, la famosa frase, “Houston we have a problem”,
cuando se puso en riesgo la misión espacial de la Apolo 13 y la vida de sus
tripulantes, no fue resuelta con computadoras sofisticadas, sino gracias a
imaginación, inteligencia y reglas de cálculo. No obstante, algunos de los
avances registrados en los últimos 20 o 30 años, que debieran servir para
asegurar la continuidad de nuestra especie, nos han llevado paradójicamente, a
un punto en el que debemos replantearnos como utilizarlos más inteligentemente,
de modo que no pongan en riesgo nuestra supervivencia.
De los millones de especies que poblaron
nuestro planeta en los últimos cuatro mil millones de años, el 99% de ellas se
han extinguido. Cabe entonces preguntarnos si nosotros podremos escapar a este
destino. Estamos hoy cercanos a conquistar otros planetas, pero quizás aún más
próximos a acabar con nuestra existencia.
La
humanidad como causante de una crisis que amenaza su propia existencia
Hace 65 millones de años, los
dinosaurios que dominaban el planeta fueron, muy probablemente, barridos por un
meteorito de unos 10 km de diámetro que impactó en México. Un hecho absolutamente
fortuito los quitó de la escena para siempre, dando lugar a la evolución de
unos pequeños mamíferos, los cuales originaron miles de nuevas especies,
incluyendo la nuestra. En cierto modo podemos afirmar que fuimos bendecidos por
esta catástrofe. Por el contrario, lejos de ocurrir por azar, en nuestros días,
estamos generando, muy conscientes de ello, una catástrofe de la misma magnitud
que la que sufrieron los dinosaurios y que podría poner fin a nuestro paso por
el planeta.
Si escapamos de la conflagración
devastadora con que amenazan destruirnos las principales potencias mundiales,
en los próximos años, probablemente para el 2030, cuando llevemos la
temperatura del planeta a un incremento de 1,5 °C, aumentarán las sequías, los
incendios, los tornados, las hambrunas, la escasez de agua, de energía y
recursos, todo lo cual dejará pocas probabilidades de sobrevivir a las nuevas
generaciones.
Pocas
especies, o ninguna, parecen estar tan empeñadas como la humana, en destruir su
hábitat y socavar su propia existencia. Las actividades humanas que se
iniciaran principalmente durante la revolución industrial a fines del siglo
XVIII con la quema de combustibles fósiles incrementaron la proporción de CO2
en la atmósfera generando el llamado “efecto invernadero”, que conlleva a un
aumento de la temperatura en la Tierra. El efecto invernadero se ve hoy
reforzado por la incapacidad de los bosques para recaptar el exceso de CO2
debido a la masiva deforestación ocurrida en todo el planeta. Para peor, las actividades
humanas en el periodo comprendido entre 1970 y el 2004 han aumentado un 80% la
emisión de CO2 (6). Como agravante, a los efectos del CO2 se ha
sumado la emisión de otros gases de efecto invernadero (GEI), tales como el
metano (CH4), el óxido nitroso (N2O) y los compuestos halocarbonados (gases que
contienen flúor, cloro o bromo), algunos de los cuales, como el metano, son
generadores de un impacto ambiental mucho más grave que el mismo CO2.
La crisis ambiental se agravó con la
contaminación de nuestros recursos hídricos, la acumulación de millones de
toneladas de plásticos en el mar y otros ambientes y el uso indiscriminado de
pesticidas. La devastación generada por las actividades humanas está llevando a
la desaparición de millares de especies animales y vegetales equivalente a las
extinciones masivas ocurridas naturalmente durante la historia de la tierra. La
actual ha sido tan rápida, que muchas de estas especies ni siquiera llegamos a
conocerlas.
La pandemia del COVID-19, en su primera
fase, con el confinamiento y la paralización de gran parte de las actividades
humanas, en particular las industriales, dejó la impresión que podía haber una
recuperación ambiental. El retorno de cielos límpidos en Los Ángeles, el
avistaje de delfines en Venecia, y de animales salvajes en los centros urbanos,
generaron la sensación de que la recuperación de la salud del planeta era
posible. La reanudación de la actividad industrial, sin embargo, reencauzó la
crisis ambiental.
Gran parte de la humanidad ya ha tomado
conciencia del calentamiento global y de la crisis ambiental, en parte por las
sequías, incendios y violentos tornados que se abatieron sobre Estados Unidos y
Europa recientemente y también, por la prédica incesante de las organizaciones
y grupos ecologistas y ambientalistas, como los liderados por Greta Thunberg.
Existe aún cierta esperanza de que los acuerdos internacionales, las
conferencias (como las del G8), y la supuesta racionalidad de los líderes de
las principales potencias mundiales para la reducción de los GEI podrían detener
la crisis ambiental. Sin embargo, es evidente que, en general, los países más
industrializados, toman escasas medidas para disminuir los daños ambientales.
Los acuerdos internacionales realizados en este sentido se reducen a manifestaciones
tendientes a minimizar las protestas y denuncias de los grupos ecologistas y
ambientalistas.
Más graves aun, aunque menos conocidos
que los anteriormente descriptos, dos fenómenos parecieran indicar que el
desorden ambiental podría estar entrando en una crisis global de carácter
irreversible: ellos son la ralentización del flujo de las corrientes oceánicas
y el descongelamiento del permafrost. La circulación de las corrientes
oceánicas mantiene un equilibrio dinámico de temperaturas en el planeta. La
Corriente del Golfo funciona como un motor impulsor llevando aguas cálidas
saladas y superficiales hacia el casquete polar; allí, las bajas temperaturas
precipitan las sales, generando una masa de agua fría, salada y densa que es
obligada a hundirse y circular en sentido inverso hacia la Antártida, enfriando
el planeta. La magnitud de los deshielos en Groenlandia y el aumento de la
temperatura del agua debido al calentamiento global disminuyen la precipitación
salina, por lo que el volumen de agua menos densa que se hunde y retorna
disminuye, ralentizando así la circulación oceánica global. Aunque la
circulación es más lenta, ésta no se ha detenido completamente; sin embargo,
las emisiones cada vez mayores de los GEI, con el consiguiente calentamiento
del planeta, indicarían que el enlentecimiento de la circulación oceánica
podría estar próximo a alcanzar un punto crítico de no retorno. La detención
llevaría a un aumento severo de las temperaturas en los trópicos y las regiones
boreales con consecuencias adversas para el equilibrio de los ecosistemas
actuales en todo el planeta.
La otra consecuencia de gran impacto
generada por el calentamiento global es el descongelamiento del permafrost.
Esta área abarca unos 13 millones de km y se mantiene congelada desde la última
glaciación. Según el GISS (NASA's Goddard Institute for Space Studies) en su
informe presentado en la reunión anual de 2022 de la Unión Geofísica
Estadounidense, el calentamiento en las regiones del Ártico es unas cuatro
veces superior al promedio mundial. Debido a ello, los fenómenos de
descomposición de vegetales y animales muertos y acumulados en el permafrost
por milenios, han comenzado a liberar, no solo CO2, sino también gas metano, el
cual contribuye entre 20 y 40 veces más que el CO2 al calentamiento global por
efecto invernadero.
A los efectos por el calentamiento
global se suman otros de características impresionantes, como la contaminación
por plásticos. La Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales de
Argentina informó en el 2018 que para ese entonces había acumulados entre 5 y
50 mil millones de toneladas de microplásticos en el mar. Por año, la
producción de plásticos genera unos 300 millones de toneladas de residuos
plásticos, una cifra equivalente al peso de toda la población humana (ONU
Ambiente Comisión
Europea - Comunicado de prensa: 2 de marzo de 2022). En su mayoría, estos
residuos plásticos se degradan a fragmentos menores a los cinco milímetros,
denominados microplásticos, los cuales entran en las cadenas tróficas al ser
ingeridos por los organismos marinos y alcanzan a los consumidores finales,
incluyendo los humanos.
Los residuos plásticos han formado ya
siete grandes “islas” sobre el mar, las cuales constituyen en la actualidad uno
de los mayores problemas de contaminación oceánica, afectando la vida y
continuidad de enormes ecosistemas marinos (7). La mayor de estas “islas”
está ubicada en el Pacífico norte, contiene 1800 millones de piezas de
plástico, abarca unos 1,6 millones de km cuadrados y pesa aproximadamente unas
80 mil toneladas.
Las fábricas de bebidas gaseosas
contribuyen tan fuertemente a la acumulación de estos residuos en los mares,
que los organismos reguladores en varios países ya han tomado medidas para
controlar a estas empresas e incorporar en sus líneas de productos más
reciclables. Sin embargo, hasta ahora, solo se pudo modificar unos grados la pendiente
ascendiente de acumulación de estos desechos.
Los
“beneficiados” por el calentamiento global
Mientras la crisis ambiental parece
acercar rápidamente a la humanidad al despeñadero, Estados Unidos, que
representa la economía más poderosa del mundo, pese a que genera
aproximadamente un 15% de las emisiones globales de gases de efecto
invernadero, se retiró, durante la administración Trump, del Acuerdo de París
sobre el cambio climático. El retiro, si bien no fue seguido por otros países y
fue revertido por Biden en el 2021, muestra el escaso grado de compromiso
respecto de la preservación del ambiente y de controlar los desastres en el
mismo, por los países más poderosos.
Dado que existen pocas dudas respecto de
los efectos nocivos de los GEI sobre el calentamiento global, cabe preguntarse
por qué no hay una respuesta contundente de estos países, que tienen la
capacidad para enfrentar este problema. La causa principal debemos buscarla en
la economía. Pedirles a las empresas capitalistas que produzcan menos
contaminantes es como pedirle al león que no cace gacelas para evitar su
posterior hambruna. La analogía es válida, dado que la base de las empresas
capitalistas es el lucro. La inversión de capitales para desarrollar una
actividad económica no tiene como objetivos la solidaridad, las mejoras
sociales, o llevar progreso y bienestar a la humanidad, sino generar más
capitales y obtener mayores ganancias. El lucro está en la raíz de estas
empresas. Si las actividades económicas de las empresas generan mejoras de
condiciones para la sociedad, éstas son bienvenidas, pero representan un
beneficio extra. Sin embargo, la inversa es quizás más común: si el consumo del
petróleo genera ganancias, el calentamiento global será considerado un daño
colateral inevitable. En forma similar, las ganancias generadas por la
extracción de metales preciosos están asociadas a la contaminación por mercurio
e inutilización de las napas de agua potable; sin embargo, estos daños también
son considerados colaterales. Dado que las empresas capitalistas se ubican en
países donde rigen sistemas económicos de tipo capitalista (hoy hegemónicos en
el mundo), y dónde el lucro es el objetivo principal, para estos países los
perjuicios ambientales representan consecuentemente, daños colaterales
inevitables. Así, las potencias económicas y militares más ricas y poderosas
del mundo, priorizan el lucro en desmedro de los daños ambientales ocasionados.
Ahora bien, ¿cuántos son los habitantes de estos países que resultan
favorecidos? Datos de USCIS (Agencia gubernamental que supervisa la inmigración
legal a Estados Unidos), del 2023 revelan que la línea de pobreza en uno de los
países más ricos de mundo, Estados Unidos, alcanza unos 40 millones de
habitantes, mientras que, en el mundo, más de 700 millones de personas (un 10%
de la población mundial) vive en situación de extrema pobreza con dificultades
para satisfacer las necesidades más básicas, como la salud, la educación y el
acceso al agua. En el otro extremo, apenas un 1% de la población humana
controla el 45,6% de la riqueza del mundo, y este porcentaje seguirá aumentando
en los años venideros.
Una de las causas de la mayor crisis
ambiental que pone hoy en peligro a la humanidad es la voracidad del
capitalismo por aumentar las ganancias y que lo impulsa a conquistar nuevos
mercados. En un mundo donde las principales potencias ya ocuparon los mercados
disponibles, y en un contexto donde, como se señalara anteriormente, la
desigualdad económica y la pobreza son rampantes, los países dominantes aplican
cada vez más medidas de presión política, o eventualmente, militar para
mantener y ampliar sus mercados.
Esto deja muy poco margen para llevar a
cabo mejoras económicas en los países que no alcanzaron un desarrollo
significativo de sus economías. Al contrario de lo ocurrido en décadas pasadas,
en los países pobres, los gobiernos reformistas no tienen excedentes para
repartir ni posibilidades para desarrollar industrias que compitan con las
potencias mundiales, por lo que terminan siendo proveedores de materias primas
a bajo costo y compradores de productos elaborados, con alto valor agregado,
agudizando las dificultades económicas. Esto, y en muchos casos también la
corrupción de los gobiernos, lleva a estos países a la adquisición de préstamos
leoninos que, con sus condicionamientos, agudizan la dependencia y el flujo de
riquezas y recursos hacia las potencias dominantes.
Resulta paradójico que el continente
africano, con sus enormes riquezas naturales sea uno de los lugares más
castigados por la pobreza extrema y que la población africana, de donde
surgiera la humanidad, sea de las más discriminadas y maltratadas en los países
del primer mundo.
En un contexto donde la posibilidad de
expandir mercados es cada vez más limitada, la eliminación de alguno o algunos
de los competidores aparece como un recurso válido en la economía de mercado,
aunque ésta sea por las armas. Al respecto, es importante mencionar que, salvo
excepciones como las causas étnicas o religiosas, las guerras se originan
mayoritariamente por razones económicas. La puja abarca a todos los países
industrializados, pero se hace más aguda entre las tres mayores potencias
mundiales: Estados Unidos, Rusia y China, las cuales no han dudado en invadir
territorios y apuntar misiles nucleares contra los adversarios.
La puja no es trivial ni puntual. No es
trivial porque Rusia, Estados Unidos y China, poseen el mayor arsenal nuclear
del mundo, el cual llega, en el caso de las dos primeras, a unas 12 mil cabezas
nucleares. Una comparación de la energía liberada (en kilotones) por la bomba
lanzada por Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, que mató a
146.000 personas en Hiroshima, y las bombas atómicas actuales, muestra que la
primera era de 15 kilotones, mientras que las actuales pueden tener más de
1.000 kilotones cada una.
La amenaza nuclear actual tampoco es un
fenómeno puntual como fue la recordada crisis de los misiles de Cuba en 1962 y
que puso al mundo al borde de una guerra nuclear. En ese entonces, el conflicto
fue desatado por una coyuntura política signada por la decisión de la entonces
Unión Soviética, de emplazar misiles nucleares en las costas cubanas con
alcance suficiente para llegar a Estados Unidos. Por el contrario, las causas
económicas que subyacen en la contienda militar actual, son parte de un proceso
de crisis del capitalismo que abarca, al menos medio siglo, en el cual se
afianzó la supremacía de las finanzas por encima de la economía real (8).
La competencia entre Estados Unidos y
las otras potencias económicas, sumada a los enormes costos de la carrera
armamentista, las intervenciones militares y la desaceleración del crecimiento
de la productividad en las economías más avanzadas, llevó a una disminución de
las tasas de rentabilidad del capital en todos los países desarrollados desde
1966. A su vez, la crisis del dólar (1971) y de los precios del petróleo (1973
y 1979), contribuyeron a iniciar una situación que favoreció el flujo de
capitales hacia el sector especulativo financiero, el cual brindaba una mayor
rentabilidad ofreciendo títulos a intereses a corto plazo, aunque causando una
mayor inestabilidad económica. El proceso, acompañado por la implementación de
altas tasas de interés en los países desarrollados para reducir la inflación y
atraer capitales, junto a la caída de la rentabilidad e inversiones en el
sector productivo, favoreció las finanzas especulativas acelerando los procesos
de endeudamiento, escándalos financieros y fraudes como los que ocurrieron con
varios fondos de inversión y empresas como la energética Enron, en el 2001, o
de telecomunicaciones Worldcom, al fraguar acciones sobrevaloradas en la bolsa,
o al ser vaciadas por sus dueños.
Con el estancamiento de la inversión, el
sector financiero creció mucho más que el de las actividades productivas,
ocasionando una baja de los salarios, favorecida por la aplicación de las
nuevas tecnologías. Una de las compañías líderes que cayó como consecuencia de
la baja rentabilidad debido a la competencia y el impacto de la crisis
económica, fue la compañía General Motors, que en el 2008 se vio obligada a
declarar la bancarrota, por lo que el Gobierno estadounidense evitó su desaparición
mediante la compra del 60,8% de sus paquetes accionarios, a cambio de inyectar
en ella 50.000 millones de dólares.
Para peor, en el 2007 se sumó la llamada
crisis de las subprime, originada con
el otorgamiento de préstamos de hipotecas inmobiliarias a individuos que no
calificaban para tomarlos y que se incorporaron luego como productos
financieros que se colocaban en los mercados de valores. La crisis movilizó a
los bancos a recuperar sus créditos dejando a los propietarios sin sus inmuebles,
los cuales cayeron en sus valores arrastrando al sistema bancario, al mercado
inmobiliario, y a la industria de la construcción.
Así, la inestabilidad de un régimen
económico dominado por el sistema financiero agravó los problemas de desempleo
y desigualdad económica inherentes del capitalismo, arrastrándolo hacia una
crisis general crónica cuya salida es hoy, a todas luces, incierta.
La
falacia de un socialismo que no existe
Ante la crisis, los economistas
neoliberales plantean que es necesario aferrarse al capitalismo dado que la
alternativa a éste es el modelo ya fracasado del socialismo. El argumento de la
disyuntiva capitalismo o socialismo, es engañoso, dado que se omite que el
socialismo, como tal, se desmoronó con el fin de la Unión Soviética (URSS) en
1991, dos años después de la caída del “Muro de Berlín”. En efecto, las
reformas llevadas a cabo en la década de 1990 en la URSS, que incluyeron la
privatización de gran parte de la industria y la agricultura, llevaron a la
instauración de la Federación Rusa bajo un sistema capitalista.
Del gran bloque socialista que se oponía
al mundo capitalista en las décadas de los 60 y 70, solo quedan hoy resabios en
vías de desaparición. Hoy solo subsisten 6 países, de los cuales uno es China,
cuyo “socialismo” ha retornado al capitalismo de mercado, pero con una
constitución que consagra como gobierno al Partido Comunista Chino; con
sindicatos subordinados a éste y con restricciones a las libertades, incluidas
las de prensa, de derechos reproductivos, así como los de reunión y asociación.
De entre los países restantes, se destacan Cuba y Corea del Norte. Cuba, que
fuera un icono de la revolución en Latinoamérica durante las décadas del 60 y
70, hoy se debate en una crisis económica, política y con denuncias de
violaciones a los derechos humanos, que amenazan su existencia como estado
socialista y Corea del Norte, que se mantiene bajo un régimen dictatorial, que
fuera soportado inicialmente por la Unión Soviética y China y que hoy se
mantiene gracias a un poderío militar que incluye un ejército de más de un
millón de efectivos y un arsenal atómico.
En verdad, la instauración del
socialismo en Rusia y en China con las revoluciones de 1917 y 1949, extrajo de
la miseria a millones de personas generando mejores condiciones en las áreas
económicas, de salud y educación y llevando, en el caso de la URSS, a avances
en todos los campos incluidos los tecnológicos, espaciales, científicos,
médicos y militares, similares a los de Estados Unidos y otros países
capitalistas desarrollados.
La causa de la caída del régimen
soviético puede rastrearse en motivos diversos, ya sean éstos, económicos o
también políticos, por el enquistamiento en el gobierno de burocracias
ineficientes con un fuerte apoyo represivo. No es intención aquí de polemizar
respecto de las bondades o miserias del socialismo dado que éste como tal, es
un sistema en desaparición.
La desaparición del socialismo hace que
el planteo neoliberal que postula que la opción al capitalismo sea el
socialismo, carezca de una base real. Para mantener esta disyuntiva la
propaganda neoliberal echa mano a la argucia de señalar como socialistas a
gobiernos reformistas, muchos de ellos, no exentos de corrupción y con índices
de pobreza alarmantes, que emplean medidas asistencialistas, las cuales son
mostradas por el neoliberalismo como “evidencias” de un avance inexorable hacia
el socialismo, por lo cual se debería huir de estas amenazas refugiándose en
salvaguardar un régimen capitalista.
Una ayuda a este argumento proviene de
los propios reformistas que aun sin resolver los problemas de fondo, como la
desocupación y la pobreza, contribuyen a la confusión al utilizar emblemas y
consignas revolucionarias, típicas del socialismo.
Las crisis del capitalismo dejan poco
margen para el desarrollo de los países del llamado tercer mundo, de modo que
los gobiernos reformistas tienen cada vez menos posibilidades de alcanzar
mejoras económicas o sociales y de alcanzar la independencia política, viéndose
obligados frecuentemente a privatizar sus recursos y transferir sus riquezas a
las potencias dominantes. Así, una vez “demostrado” que los gobiernos
reformistas son “socialistas”, los elevados índices de pobreza y la debacle
económica de países como la Argentina o Venezuela colocan un broche de oro a la
falacia neoliberal.
Si no existe una vía alternativa que
pueda reemplazar al capitalismo de hoy, surge que la debacle económica junto a
la catástrofe climática llevaría inexorablemente a la extinción de la
humanidad, arrastrando de paso, a millones de especies.
La pregunta que se impone entonces es si
nuestra especie es capaz de alterar este sino. La respuesta es que tenemos la
misma inteligencia y capacidades que permitieron a nuestros ancestros arcaicos superar
contingencias tremendas e inimaginables, por lo cual, sin duda es posible
superar estas dificultades aparentemente infranqueables. Pero, la crisis
ambiental tiene un reloj que marca que el final está muy cerca, a menos que
hagamos algo más efectivo que las declamaciones.
¿Si
no es el capitalismo, entonces qué?
Como señalara anteriormente, los países
más poderosos son los que más se aferran al sistema económico y político que
amenaza con el derrumbe de la humanidad. Como hemos visto, aun en estos países,
extensos sectores de sus poblaciones viven en condiciones de extrema miseria
mientras que el poder de los gobiernos está, en buena parte, basado y sostenido
por el soporte económico de un sector minoritario, que representa apenas el 1%
de la población, pero que detenta las mayores riquezas de la humanidad. Este
sector, con su poderío, impulsa las guerras, presiona y fuerza decisiones
políticas, económicas y militares que tienden a afianzar su dominio en medio de
la catástrofe sin precedentes que amenaza la continuidad de nuestra especie.
De todo ello, surge reconocer primero,
que el sistema capitalista, agotado en su estructura actual, es incapaz de
controlar el desmadre ambiental y la pobreza extrema en que se debate gran
parte de la humanidad y que la conduce a un callejón que desemboca en el
despeñadero.
En América Latina, según un informe de
la CEPAL cerca de un 45% de los niños y adolescentes menores de 18 años vive en
condiciones de pobreza (10). Según este informe, de los 81 millones
de menores que viven en ese contexto, 35 millones lo hacen en situación de
pobreza extrema. Los jóvenes más afectados corresponden a Colombia, Honduras y
México, mientras que, en Argentina, Bolivia y El Salvador, el porcentaje de
estos jóvenes empobrecidos llega a un 40%, una cifra que está en aumento. Una
situación similar se observa en todo el mundo.
Con este panorama, no es casual que sean
los jóvenes o muy jóvenes quienes haya iniciado los movimientos de cambio en el
mundo con una ola de protestas como las iniciadas por Greta Thunberg. Con tan
solo 15 años, Thunberg inició solitariamente, una huelga escolar en el 2018,
frente al Riksdag del parlamento sueco en Estocolmo, demandando al gobierno de
su país que tomara medidas contra el cambio climático y que redujera las
emisiones de carbono según lo establecido en el Acuerdo de París. La joven
tiene hoy millones de seguidores en todo el mundo. Las exigencias han puesto en
jaque a los gobiernos; sus intervenciones acaparan la atención de la prensa
mundial y han logrado poner al mundo en alerta respecto de las consecuencias de
los desequilibrios ambientales. Si bien el efecto propagandístico tuvo éxito,
las medidas destinadas a la restricción de los daños ambientales tomadas hasta
ahora, aunque importantes, son paliativos que no impedirán las consecuencias
finalmente catastróficas que castigarán a la biosfera y sacudirán a la
humanidad.
En síntesis, la falta de resultados que
aseguren la protección del ambiente, se debe principalmente al rol hegemónico
de los países desarrollados, controlados por un sector muy minoritario, pero
poderoso económica y militarmente.
Hoy, la salud de la biosfera está
supeditada a la voluntad, escasa o nula, del capitalismo de preservarla. Es
necesario replantear la estructura mundial de modo de que el capitalismo, o
cualquier otro sistema económico que pueda surgir, quede supeditado a la salud
del planeta y no a la inversa. Sin duda es una tarea monumental, pero
equivalente a las que enfrentaron nuestros antepasados.
Quienes detentan el poder mundial son
poderosos, pero del otro lado se encuentra la mayor parte de la población;
mayoritariamente jóvenes que viven en la pobreza, carecen de futuro y que no
tendrán un planeta en donde vivir a menos que se hagan estos cambios.
Tiempo no queda, pero los grandes
cambios muchas veces ocurren y han ocurrido cuando ya no quedan opciones más
que las de aplicar modificaciones profundas. Marx propuso que el capitalismo
iba a dar paso a un sistema superior, el socialismo, y que de éste devendría el
comunismo en una sociedad donde cada cual daría lo que pudiese y recibiese en
cambio lo que necesitase. En este contexto, planteó que los países más
adelantados en el capitalismo como Estados Unidos, Inglaterra y Alemania serían
los primeros en pasar al socialismo. Sin embargo, la pobreza extrema de Rusia
en tiempos de los zares y las consecuencias dramáticas de la guerra con
Alemania, mostraron que eran el contexto dramático y la desesperanza, más que
la evolución natural de los sistemas, los que impulsarían los cambios económico
sociales. Una situación similar fue la de China, uno de los países más
atrasados del mundo cuando surgió la revolución socialista.
El uso racional de la inteligencia ha
llevado los avances tecnológicos a limites inimaginables hace unos años;
estamos prontos a saltar al espacio, explorar el universo e indagar sus
confines y orígenes; pero, al mismo tiempo, la irracionalidad de un sector
minoritario de la humanidad nos empuja al borde de un despeñadero del que no
podremos retornar.
Los responsables de la catastrófica
crisis actual, sin precedentes por sus características, no son los jóvenes,
quienes heredaron esta crisis. Sin duda, la mayor responsabilidad les
corresponde a los adultos, quienes inmersos en un sistema capitalista agónico y
agresivo, han sido incapaces de cuidar el planeta para el futuro. Esta
incapacidad nos lleva a pensar que la tarea ciclópea de enmendar años de
errores y mezquindades no puede ser llevada adelante por los mismos que los
causaron, sino por las nuevas generaciones.
¿Si es esto posible? ¡Obvio que sí! ¡Aun
los humanos de hace 40.000 años pudieron superar la amenaza de su extinción!
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Luis Politi, 15 de junio del 2023
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